Decenas de miles de personas no han regresado a sus casas después del seísmo. Algunos de ellos relatan la semana más difícil de su vida.
En la colonia Condesa, uno de los barrios más afectados de la capital mexicana por el seísmo del pasado 19 de septiembre, hay cuadras completas donde ya no vive nadie. Desde las aceras levantadas, salpicadas por vidrios y restos de cemento, se observan los pisos sin vida de una de las zonas de moda de la Ciudad de México. Una colonia que hace una semana vibraba en sus terrazas, locales de fiesta y paseos nocturnos por sus parques. Desde la avenida Ámsterdam se ve la ropa tendida de alguien que ya no regresará a recogerla. Y así ocurre en diferentes puntos de la ciudad, donde los escombros que han sepultado a centenares de personas, y han matado a 180, advierten a los vecinos de que volver a sus casas agrietadas no es una buena opción.
Alrededor de 24.000 habitantes de Ciudad de México han sido atendidos en albergues desde el terremoto, según ha informado el jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, este lunes. Algunos han acudido a ellos porque sus casas se han derrumbado —38 edificios se han venido abajo—, otros porque les han impedido regresar a unas viviendas catalogadas como inhabitables y otros porque tienen miedo. Es común encontrarse con alguien que no ha recibido un dictamen oficial de las autoridades sobre las condiciones de su casa y se encuentra en una encrucijada brutal: vivir con las grietas del tamaño de un palmo en su salón o abandonarlo todo para dormir en el frío suelo de una escuela con su padre enfermo o en el salón de una vecina o un familiar. Y no pegar ojo pensando que alguien puede entrar y llevarse lo poco que les queda.
Enrique Serna, de 41 años, no se dio cuenta de todo lo que había perdido hasta un día después. El 19 de septiembre estaba trabajando en el centro de la ciudad cuando su pareja, Mónica, le llamó y le contó que el edificio donde vivían se había derrumbado. Son los vecinos del Multifamiliar de Tlalpan, un complejo residencial con 40 departamentos al sur de la capital. El hijo de Mónica, de 24 años, logró huir de aquel infierno con vida. Su casa desapareció y ahora viven en la de un familiar. «Me di cuenta de todo al día siguiente. Cuando iba de camino en un taxi ya sin mucho que hacer y con tiempo para pensar. Empecé a caer en la cuenta de la tragedia, de que estuve a punto de morir y por fortuna estoy vivo. Es hora de seguir hacia adelante», cuenta a este diario.
«Ahora estamos los tres en un espacio muy pequeño. Al principio no teníamos dónde colocar las cosas, las tenemos en un rincón, es muy extraño darse cuenta de que no tienes ni un cepillo de dientes, ni unos calcetines. Todo se perdió, quedó en el olvido. Y ahora viene la parte administrativa, lograr una probable indemnización, lo cual es sumamente desgastante», relata. «No me siento completo. Siento que algo de mi se quedó en ese lugar. Siento una gran desolación, una profunda tristeza por los fallecidos». Y añade » Estoy vivo, pero ya no soy el mismo, soy otra persona».
Dolly Reyes, de 27 años, vivía en un piso que su familia había comprado hace 10 años en Coyoacán, al sur de la capital. Después del temblor tuvieron que reubicarse en unos cuartos que una vecina rentaba en la misma calle donde su casa colapsó. «A pesar de que hay personas maravillosas y te ofrecen un lugar, tienes que moverte para pagar una renta y al tiempo estás invadiendo una casa donde ya vivían otras personas. No tienes tus cosas, no tienes qué cocinar, no estás en confianza realmente para bañarte, ir al baño, por ejemplo. Está uno shock«. El edificio donde vivían no se ha derrumbado, pero no se puede entrar. Los vecinos han conseguido que se apuntale para poder sacar lo imprescindible. «Me gustaría recoger las escrituras, los documentos oficiales, dinero en efectivo, joyas… Pero arriesgar una vida por eso me parece absurdo». «Todos los días sueño con que esto no es real. Me despierto pensando que es una pesadilla. Es muy difícil que podamos recuperar la tranquilidad», añade Reyes.
Ana Carolina Sánchez, de 29 años, se enamoró de su departamento el primer día que lo vio. El edificio donde vivía, cerca del Parque de los Venados, es de los años cincuenta y aunque le han asegurado que los daños que ha sufrido no son estructurales, también le han confirmado que la única zona donde puede habitar sin riesgo es en un pequeño espacio entre el salón y el comedor. Las paredes de su cuarto se han caído, también el techo. Ella renta un departamento con una compañera de piso y el dueño, que es italiano, se ha desentendido de los daños, según cuenta Sánchez. Ahora vive con su novio, pero no descarta invertir sus ahorros en arreglarlo: «Es un lugar muy importante para mí. Es el primero al que fui a vivir cuando me salí de casa de mi papá y marcó una etapa importante de mi vida. Me aferro a recuperarlo. Probablemente al dueño no le importe, pero a mí sí», explica.
Araceli Martínez, de 46 años, duerme en el frío suelo de un colegio de la colonia Roma con su padre enfermo. Unas horas después de que temblara la tierra, decidió que no volvería a su casa en la calle Chiapas 44. Ese día tuvo que cargar ella sola a su padre y bajarlo a hombros tres pisos, mientras el suelo le impedía avanzar. Se toca la rodilla mientras habla porque el médico le dijo que no se la había roto de milagro y aunque los peritos han confirmado que pueden regresar a su casa, ella prefiere no volver a vivir aquello nunca más. Ahora están en un albergue organizado por una escuela de primaria en la calle Tlaxcala 101. Martínez cuenta que el día que volvió a temblar, el pasado 23 de septiembre, su padre tuvo que ser hospitalizado por una crisis. Desde este hogar temporal planean rentar un departamento en un primer piso o una planta baja.
Y cada mañana que puede, después de despertar en la colchoneta de un aula de primaria, entre desconocidos, se va a limpiar unas casas cercanas, porque la vida sigue y de momento nadie le ha asegurado una ayuda económica. Mucho menos un hogar.