* Conocidos los baños de sangre que asolaron Honduras siguiendo la destitución de «Mel» Zelaya; los que hubo en Paraguay luego del derrocamiento «express» de Fernando Lugo en 2012, y antes lo que sucediera en Chile en 1973 y en Guatemala en 1954; o lo que hicieron los golpistas venezolanos después del golpe del 11 de Abril en el interludio de Carmona Estanga «el breve», o lo que está ocurriendo ahora en Brasil y los centenares de miles de asesinatos que hizo la derecha durante las décadas del «cogobierno FMI-PRIAN» en México, o el genocidio de los pobres practicado por Macri en la Argentina. ¿Alguien en su sano juicio puede suponer que la destitución del gobierno de Daniel Ortega instauraría en Nicaragua una democracia escandinava?
La dolorosa coyuntura actual en Nicaragua ha precipitado un verdadero aluvión de críticas. La derecha imperial y sus epígonos en América Latina y el Caribe redoblaron su ofensiva con un único y excluyente objetivo: crear el clima de opinión que permita derrocar sin protestas internacionales al gobierno de Daniel Ortega, elegido hace menos de dos años (noviembre del 2016) con el 72 por ciento de los sufragios. Esto era previsible; lo que no lo era fue que en esa arremetida participaran con singular entusiasmo algunos políticos e intelectuales progresistas y de izquierda que unieron sus voces a la de los lenguaraces del imperio.
Un notable revolucionario chileno, Manuel Cabieses Donoso, de cuya amistad me honro, escribió en su flamígera crítica al gobierno sandinista que «la reacción internacional, el ‘sicario’ general de la OEA, los medios de desinformación, el empresariado y la Iglesia Católica se han adueñado de la crisis social y política que gatillaron los errores del gobierno. Los reaccionarios se han montado en la ola de la protesta popular.» Descripción correcta de Cabieses Donoso de la cual, sin embargo, se extraen conclusiones equivocadas. Correcta porque es cierto que el gobierno de Daniel Ortega cometió un gravísimo error al sellar pactos «tácticos» con enemigos históricos del FSLN y, más recientemente, tratar de imponer una reforma previsional sin consulta alguna con las bases sandinistas o actuar con incomprensible desaprensión ante la crisis ecológica en la Reserva Biológica Indio-Maíz. Correcta también cuando dice que la derecha vernácula y sus amos extranjeros se adueñaron de la crisis social y política, dato éste de trascendental importancia que no puede ser soslayado o subestimado. Pero radicalmente incorrecta es su conclusión, como son las de Boaventura de Sousa Santos, la del entrañable y enorme poeta Ernesto Cardenal, y Carlos Mejía Godoy, amén de toda una plétora de luchadores sociales que en sus numerosas denuncias y escritos exigen –algunos abiertamente, otros de modo más sutil- la destitución del presidente nicaragüense sin siquiera esbozar una reflexión o arriesgar una conjetura acerca de lo que vendría después.
Conocidos los baños de sangre que asolaron Honduras siguiendo la destitución de «Mel» Zelaya; los que hubo en Paraguay luego del derrocamiento «express» de Fernando Lugo en 2012, y antes lo que sucediera en Chile en 1973 y en Guatemala en 1954; o lo que hicieron los golpistas venezolanos después del golpe del 11 de Abril en el interludio de Carmona Estanga «el breve», o lo que está ocurriendo ahora en Brasil y los centenares de miles de asesinatos que hizo la derecha durante las décadas del «cogobierno FMI-PRIAN» en México, o el genocidio de los pobres practicado por Macri en la Argentina. ¿Alguien en su sano juicio puede suponer que la destitución del gobierno de Daniel Ortega instauraría en Nicaragua una democracia escandinava?
Una debilidad común a todos los críticos es que en ningún momento hacen alusión al marco geopolítico en el que se desenvuelve la crisis. ¿Cómo olvidar que México y Centroamérica es una región de principalísima importancia estratégica para la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos? Toda la historia del siglo veinte está marcada por esta obsesiva preocupación de Washington para someter al rebelde pueblo nicaragüense. A cualquier precio. Si para ello fue necesario instaurar la sangrienta dictadura de Anastasio Somoza a la Casa Blanca no le tembló el pulso y actuó en consecuencia.
Criticado por algunos representantes Demócratas en el Congreso de Estados Unidos por el respaldo que Franklin D. Roosevelt le otorgaba al dictador, éste se limitó a responder que «sí, es un hijo de puta pero es NUESTRO hijo de puta.» Y las cosas no cambiaron desde entonces. Cuando el 19 de Julio de 1979 el Frente Sandinista derrotó al régimen somocista, el presidente Ronald Reagan no titubeó un minuto en organizar una operación mafiosa de tráfico ilegal de drogas y armas a los efectos de poder financiar, más allá de lo que autorizaba el Congreso de Estados Unidos, a la «contra» nicaragüense. Se conoció todo esto bajo el nombre de «Operación Irán-Contras». ¿Podemos ser hoy tan ingenuos para obviar estos antecedentes, o para pensar que esas políticas intervencionistas y criminales son cosas del pasado? Un país, además, que en tiempos recientes ha planeado la construcción de un canal interoceánico –financiado por enigmáticos capitales chinos-que competiría con el de Panamá, controlado de hecho, si no de derecho, por Estados Unidos. Estos no son datos anecdóticos sino de fondo, indispensables para calibrar con precisión el marco geopolítico en que se desenvuelven los trágicos acontecimientos de Nicaragua.
Todo lo anterior no significa obviar los graves errores del gobierno de Daniel Ortega y el enorme precio pagado por un pragmatismo que si estabilizó la situación económica del país y mejoró las condiciones de vida de la población hipotecó la tradición revolucionaria del sandinismo. Pero el pacto con los enemigos siempre es volátil y transitorio. Y ante la menor muestra de debilidad del gobierno, y ante un grosero error basado en el desprecio por la opinión de la base sandinista, aquellos se lanzaron con todo su arsenal a la calle para voltear a Ortega. Trasladaron buena parte de los mercenarios que protagonizaron las «guarimbas» en Venezuela a Nicaragua y están aplicando ahora en Nicaragua la misma receta de violencia y muerte que se enseña en los manuales de la CIA. Conclusión: la caída del sandinismo debilitaría el entorno geopolítico de la brutalmente agredida Venezuela, y aumentaría las chances para la generalización de la violencia en toda la región.
Estando en el Foro de Sao Paulo que tiene lugar en La Habana pude deleitarme en la contemplación del Caribe. Allí divisé, a lo lejos un frágil botecito. Lo manejaba un robusto marinero y, en el otro extremo se encontraba una joven muchachita. El timonel parecía confundido y se esforzaba para mantener el rumbo en medio de una amenazante marejada. Y se me ocurrió pensar que esa imagen podía representar con elocuencia al proceso revolucionario, y no sólo en Nicaragua sino también en Venezuela, Bolivia, donde sea.
La revolución es como aquella niña, y el timonel es el gobierno revolucionario. Este se puede equivocar, porque no hay obra humana a salvo del error; y cometer errores que lo dejen a merced del oleaje y pongan en peligro la vida de la niña. Para colmo, no muy lejos se dibujaba la ominosa silueta de una nave de guerra de Estados Unidos, cargada de armas letales, escuadrones de la muerte y soldados mercenarios. ¿Cómo salvar a la niña? ¿Botando el timonel al mar y dejando que se hunda el bote, y con él la niña? ¿Entregándola a la turba de criminales que se agolpan, sedientos de sangre y prestos para saquear el país, robarle sus recursos y violar y luego matar a la jovencita? No veo que eso sea la solución. Más productivo sería que algunos de los otros botes que se encuentren en la zona se acerquen al que está en peligro y hagan que el desastrado timonel enderece el rumbo. Hundir al que lleva a la niña de la revolución, o entregarla al navío norteamericano difícilmente podrían ser consideradas soluciones revolucionarias.