Su país es el único lugar del mundo donde recibe más dudas que reverencias, reproches que aplausos.
Buenos Aires es una de las ciudades más psicoanalizadas del mundo. O sea que gran parte de sus habitantes están entrenados en buscar segundas intenciones inconscientes en cualquier gesto extraño, curioso o desproporcionado. Este lunes, la selección argentina de fútbol debuta en la Copa América. Aun no se sabe si Lionel Messi será de la partida pero él ha hecho lo imposible para que así sea. Viajó hace dos semanas a Buenos Aires para entrenarse. Jugó un amistoso en el que recibió una lesión en las costillas. Viajó a Barcelona para responder por sus problemas impositivos. Y volvió a subir a un avión hacia Estados Unidos para estar en el partido inaugural. Una lectura lineal apenas vería allí a un deportista de alta competencia, que quiere ganar siempre y todo, no importa la camiseta que vista, si la del Barcelona o la del seleccionado de su país.
Pero en la Argentina las cosas siempre son distintas y más complicadas de lo que parecen.
Hace dos viernes, Messi jugó con la camiseta albiceleste un amistoso contra el seleccionado de Honduras. Fue en San Juan, una provincia que limita con la cordillera de Los Andes, en el límite con Chile, donde sus habitantes nunca tuvieron, y probablemente nunca volverán a tener, la posibilidad de ver semejante estrella mundial, encima acompañado de tantas otras figuras. Pese a eso, el estadio estuvo a medio llenar. Y no es la primera vez que sucede.
En ningún lugar del mundo, Messi recibe esos desplantes.
Toda la relación de Messi con los argentinos ha estado colmada de malos entendidos. La Argentina es el país que lo dejó ir: nadie vio en él la gema que era, y su enfermedad prácticamente lo obligó a exiliarse en la ciudad del club donde fue reconocido desde muy pequeño. Cuando ya era un juvenil de 16, sus anfitriones, aquellos que hicieron posible que él fuera lo que es, le ofrecieron fichar por el equipo español. Messi dijo que no y empezó un tortuoso camino para ser ¡¡¡aceptado!!! en la selección argentina: presentó vídeos de sus golazos, le pidieron que enviara partidos completos, se sometió a esa nueva humillación, lo tuvieron esperando dos años, hasta que se convencieron de que era bueno. Él esperó, sin saber que años después debería enfrentar acusaciones de pecho frío, sospechas porque no cantaba el himno nacional al comienzo de los partidos, y estadios que, a veces, no se llenan para verlo.
¿Para qué viene? Si ganó todo, si está claro que es el mejor jugador del planeta, ¿qué tiene que hacer en el único lugar del mundo donde recibe más dudas que reverencias, reproches que aplausos, sospechas que homenajes? En uno de sus artículos, Freud repudió lo que él mismo denominó “psicoanálisis salvaje”, esto es, la manía de aplicar sus enseñanzas a cualquiera, en cualquier contexto. En respeto a semejante maestro, esta nota no caerá en la tentación de explorar si, en algún lugar de su alma, Messi no es aún un niño que intenta, tenaz y compulsivamente, ser aceptado por una madre cruel que rechaza sus búsquedas infructuosas de cariño. Mucho más, se podría agregar, ahora que descubrió que el papá lo engañaba en asuntos contables.
Claro que esa relación dice algo también sobre los argentinos. Nadie le reprocha nada a Di María, Agüero, Higuaín o Mascherano, que es el más querido. Juegan bien o mal, y la vida sigue. A Messi, en cambio, se lo compara todo el tiempo con Diego Maradona, o peor aún: se lo compara con el recuerdo del mejor Maradona. Eso es, al mismo tiempo, un honor y una carga inmensa. Hace un cuarto de siglo que en Argentina se extraña al hombre que regaló a sus habitantes algunas de las emociones más intensas de sus vidas. Maradona los engrandecía con sus triunfos, los hundía luego en la depresión con sus tropiezos mayúsculos y volvía a inflar su Orgullo Patrio con sus heroicas resurrecciones. En los lugares más ridículos del mundo, los elogiaban: “¿Argentino? ¡Maradona!”. A Messi, los argentinos le piden que continúe esa historia. Y, en lugar de un héroe maltrecho, ciclotímico, caprichoso y maltratador aparece un profesional sutil, el mejor de ellos, de un deporte que se juega en equipo, donde alguien solo puede destacarse si hay otros que colaboran con él.
Por respeto a Freud, entonces, no se especulará aquí sobre la dependencia de un pueblo con el hecho fortuito de que nazca en su seno un héroe salvador, la proyección sobre él de sus anhelos y frustraciones, su resistencia a entender que, tal vez, el éxito depende de un trabajo a largo plazo, de muchas personas, que fracasan reiteradas veces antes de conseguir la gloria, si es que lo logran.
Si esta historia tuviera final feliz, algún día, en un estadio importante de la Argentina, debería colgar una bandera gigante con una leyenda que dijera: “Perdón, Lio. No te merecemos”.
Pero imaginar finales felices en la patria deseada por Messi es como creer en los Reyes Magos, en Papá Noel o en la existencia del inconsciente.