* La actual ofensiva que EE.UU. desarrolla contra los gobiernos progresistas, democráticos y revolucionarios latinoamericanos no son casuales acciones de respaldo a oligarquías empeñadas en restaurar sus poderes. Se trata de una estrategia bien diseñada y meticulosamente ejecutada.
Cada vez que entra un nuevo presidente en la Casa Blanca, diversos analistas se esfuerzan por dilucidar si América Latina y el Caribe será o no una prioridad para la política exterior del nuevo inquilino. Y el debate se anima valorando y comparando las acciones del mandatario saliente.
Para algunos, desde George W Bush hasta Barack Obama, Latinoamérica y el Caribe ha estado fuera de las prioridades de esas administraciones, deslizando así la idea de que la supuesta desatención facilitó los cambios revolucionarios, democráticos e integracionistas ocurridos en muchos de los países de la zona.
Para otros, el objetivo ha sido demostrar que, más allá de declaraciones y párrafos en alguna Estrategia de Seguridad Nacional, lo que vale son los hechos. Y precisamente en Washington no han estado inactivos, cuando de la región se trata.
Soy de los que cree que América Latina y el Caribe no dejarán de ser una prioridad para EE.UU. Desde la propia fundación de esa nación el sur y el oeste han sido sus horizontes.
La actual ofensiva que EE.UU. desarrolla contra los gobiernos progresistas, democráticos y revolucionarios latinoamericanos no son casuales acciones de respaldo a oligarquías empeñadas en restaurar sus poderes. Se trata de una estrategia bien diseñada y meticulosamente ejecutada.
Actuando sin impaciencia, aprendiendo de los errores, evaluando las capacidades del adversario, detectando nichos y brechas, calibrando a viejos aliados al interior de nuestros países y creando nuevos, articulando poderes y recreando viejos métodos con el respaldo monopólico de los medios de comunicación y haciendo un uso extensivo de las nuevas tecnologías de la información, EE.UU., afincado en una deteriorada pero viva hegemonía cultural, ha venido ejecutando sus planes con algunos éxitos visibles.
Sobre esto se ha escrito bastante. Primero fue Honduras, con un golpe de Estado en el 2009, justamente en el eslabón más débil del proyecto integracionista ALBA. Después, mediante el novedoso “golpe parlamentario”, le tocó a Fernando Lugo en el Paraguay, el eslabón más débil de la UNASUR. Le siguió la victoria de la derecha en las elecciones por la alcaldía de Bogotá, en octubre del 2015, tras 12 años de gobiernos de centro-izquierda. Y un mes después, el empresario de derecha y neoliberal argentino, Mauricio Macri, se alzó con la presidencia de ese país.
El golpe de estado contra la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, usando la vía parlamentaria y con respaldo judicial, constituyó otra victoria de EE.UU. y las derechas regionales.
Con Argentina y Brasil cayeron dos puntales de la integración latinoamericana, por lo que el cerco derechista comenzó a cerrarse contra el tercer y fundacional pilar: Venezuela, cuyo proceso revolucionario sigue siendo víctima de cuanto plan subversivo exista en los anaqueles de Langley, incluso con la ya asentada nueva administración de Donald Trump.
¿El turno de Nicaragua?
El cerco contra Venezuela y el debilitamiento progresivo de la CELAC y el ALBA son para EE.UU. dos objetivos estrechamente vinculados. Diversas han sido las presiones contra los miembros caribeños de ambos procesos de integración para enfrentarlos o alejarlos de Venezuela; y ahora parece que le ha tocado el turno a Nicaragua.
Con el pretexto de la inauguración el día 6 de abril en la capital nicaragüense de una estación terrestre del sistema ruso de posicionamiento global y monitoreo, GLONASS, el diario The Washington Post, vocero de la ultraderecha estadounidense, subrayó que Nicaragua constituía una amenaza a los intereses de EE.UU., no solo por esa base, sino también por recibir equipamiento militar ruso.
Sin embargo, el artículo no especificó que el ejército nicaragüense tiene el menor presupuesto militar de toda Centroamérica, ni que, por solo poner un ejemplo, Honduras firmó un acuerdo con Israel para repotenciar sus fuerzas armadas con un costo de 209 millones de dólares, casi el doble de los gastos de defensa nicaragüenses.
Resulta ilógico pensar que un pequeño país como Nicaragua constituye una amenaza para la gran potencia, más cuando EE.UU. tiene bases militares operativas de diversos formatos en Honduras, Guatemala, El Salvador y un acuerdo de despliegue de tropas y medios bélicos con Costa Rica.
En consonancia con la Nica Act
La “alerta” del Post está en consonancia con la presentación en el Congreso estadounidense de un proyecto de ley bajo el nombre de Acta de Condicionalidad a la Inversión en Nicaragua, que busca obstaculizar y condicionar el acceso de ese país a fuentes de financiamiento hasta tanto no ocurran “cambios democráticos”. Cabe señalar que el presupuesto de la nación centroamericana para el 2017 prevé un déficit de 248 millones de dólares que deben ser cubiertos con donaciones y préstamos externos de instituciones como el Banco Mundial y el Banco Interamericano, donde EE.UU. tiene conocidas influencias.
La iniciativa legislativa fue presentada el día 5 de abril por la congresista Ileana Ros-Lehtinen de conocida urticaria anticubana y ferviente enemiga de todos los gobiernos de izquierda de la región; y contó con el apoyo de otros 23 congresistas de ambos partidos.
Sin dudas, en Washington hay conciencia del simbolismo que encierra para las fuerzas progresistas de la región la reelección del Comandante Daniel Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016, donde alcanzó el 72% de los votos. Es por ello que han reiniciado los ataques contra un proceso que es heredero de una de las más importantes revoluciones de la región y que hoy es puntal político del ALBA y la CELAC.
En Washington no pasó desapercibido el respaldo de Managua al Foro de Sao Paulo, cuya última reunión de su Grupo de Trabajo se celebró en la capital nica. Allí, con la presencia del Comandante Daniel, del presidente Maduro y del primer vicepresidente cubano Miguel Díaz-Canel, las fuerzas políticas presentes ratificaron su solidaridad con Venezuela, celebraron el triunfo electoral en Nicaragua y suscribieron el documento “Consenso de Nuestra América”, un programa que reitera la necesidad de la unidad de la izquierda latinoamericana en su enfrentamiento actual a la ofensiva del neoliberalismo en la región. Se abre, entonces, un nuevo capítulo.
Fuente: Al Mayadeen.