Sólo ha habido dos impeachments a presidentes de EEUU en sus dos siglos y medio de historia -a Andrew Johnson en 1868 y a Bill Clinton en 1998-, ambos rechazados por el Senado. Y en una tercera ocasión, en 1974, Nixon sólo pudo frenar el proceso por las escuchas del Watergate presentando antes su dimisión. La apertura de un juicio político que puede desembocar en la destitución del mandatario de la primera potencia del mundo es un asunto extraordinariamente delicado. Por ello, el hecho de que algunos congresistas y senadores demócratas, así como expertos constitucionalistas, estén reclamando un impeachment a Donald Trump por todo cuanto rodea a la destitución del director del FBI, nos sitúa ante la gravedad de un escándalo que no ha hace sino crecer.
De momento, parece aventurado que el presidente se viera en esta tesitura, entre otras razones porque los republicanos controlan las dos cámaras del Congreso. Pero resulta demoledor que Trump esté contra las cuerdas sólo cinco meses después de llegar a la Casa Blanca. Y ni sus correligionarios ocultan el malestar por la falta de explicaciones y las salidas de tono del presidente a modo de huida hacia adelante ante el imparable crecimiento de la trama rusa que le salpica.
La peligrosa conexión entre el equipo de Trump y el régimen de Moscú ha agotado la paciencia de los mismos republicanos con el último episodio revelado por The Washington Post. El presidente dio información ultrasecreta sobre el Estado Islámico al ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, y al polémico embajador Kislyak, durante el encuentro mantenido en la Casa Blanca la semana pasada, justo a la vez que se hacía pública la destitución del director del FBI. Trump intentó ayer quitar hierro al asunto a través de Twitter, del modo extemporáneo al que ya tiene acostumbrado al mundo. Pero en realidad asumió lo publicado por el diario. Y lo justificó, con jactancia, afirmando que tiene el «derecho absoluto» a compartir los datos reservados de Inteligencia que considere con Moscú para implicarla más en la lucha contra el terrorismo islámico.
Sin embargo, como pasa siempre con las bravuconadas de Trump, las cosas no son tan sencillas. Al contrario, se trata de un asunto muy espinoso que no hace sino deteriorar las ya pésimas relaciones del presidente con las agencias de Inteligencia de EEUU. Los datos suministrados con tanta frivolidad a Lavrov fueron obtenidos, además, gracias a los servicios de un tercer país aliado que, al parecer, no habría dado su consentimiento. Y las revelaciones podrían poner en peligro a una fuente extranjera clave para la seguridad nacional, lo que deja al presidente de Estados Unidos en una situación más que comprometida.
La Casa Blanca está obligada a dar muchas explicaciones, igual que debe aclarar todas las sospechas en torno a la destitución de Comey. Primero se supo que el informe que habían preparado el fiscal general y su número dos recomendando su despido por el daño que había causado a la credibilidad de un organismo tan importante como el FBI tenía todos los visos de formar parte de una campaña de derribo muy bien orquestada. Hasta el punto de que el mismo Trump acabó admitiendo con esa incontinencia verbal que le caracteriza que había decidido echarlo antes de recibir el preceptivo informe. Comey se había convertido en la bestia negra para la Administración presidencial porque mantenía abierta la investigación sobre la conexión rusa del equipo del actual presidente. Y, de hecho, poco antes de ser descabezado reclamó más dinero para investigar el hackeo ruso en la campaña presidencial. Recordemos que hay muchas sospechas de que estrechos colaboradores de Trump habrían podido actuar de forma coordinada con los hackeadores para filtrar informaciones que dañaran a Hillary Clinton. Así pues, lo que está en cuestión es si con la destitución de Comey, Trump ha podido obstruir una investigación en marcha. Y, de ser cierta, esa injerencia sí sería gravísima y dejaría al presidente absolutamente tocado para seguir en el cargo.
Hay, desde luego, toda una concatenación de hechos relacionados con la sintonía entre Trump y el Kremlin que parece una bomba de relojería. Hoy más que nunca el FBI debe seguir adelante con la investigación de esta trama, con plena libertad de actuación. Y, si se siguen conociendo revelaciones e indicios tan incriminatorios, a los republicanos les será muy difícil encastillarse en su mayoría para impedir la apertura del impeachment. No olvidemos que todo el andamiaje institucional de EEUU se apoya en el check and balance, la garantía para que ningún poder abuse de sus facultades. Algo que Trump no parece tener del todo asumido.
Fuente: El Mundo