Han pasado dos años y el caso Iguala ha dejado atrás la renuncia de dos máximos responsables de la seguridad nacional, ha descascarillado la imagen del presidente Enrique Peña Nieto, ha sido investigado por dos grupos extranjeros de expertos en crímenes contra los derechos humanos, ha ocupado portadas de medios de comunicación del mundo entero, ha provocado oraciones del Papa, reuniones de las Naciones Unidas y arrastrado, según el último informe público, 130 detenciones, 422 resoluciones judiciales, 850 declaraciones, 1.651 actuaciones periciales y un expediente babilónico de 240 tomos y un cuarto de millón de folios. Pero todo eso equivale, ante la mirada exánime de los padres de las víctimas, a dos frases: “Seguimos en el punto de partida. El Gobierno nos quiere ocultar la verdad”, afirma su portavoz Felipe Cruz.
El secuestro y asesinato de 43 estudiantes de la escuela rural de magisterio de Ayotzinapa sigue sin resolverse, cayendo como dos gotas paralelas sobre la cabeza de los familiares, que aún no saben qué fue de ellos, y la del Estado, incapaz de culminar una averiguación terminante, enmohecido por la desconfianza de la sociedad y soltando lastre para tratar de coger aire: lo último, la renuncia de Tomás Zerón, el director de la Agencia de Investigación Criminal, número uno del caso, sometido a una investigación interna por una posible manipulación de pruebas pero no por ello apartado del parnaso de la burocracia, sino nombrado –“premiado”, opinan los padres– como secretario técnico del Consejo Nacional de Seguridad “en reconocimiento a sus acciones”.
Antes de Zerón cayó Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República hasta febrero de 2015. El fiscal que definió la primera hipótesis del crimen como “verdad histórica” –interpretada como verdad novelada por los más suspicaces– fue recolocado como jefe de Agricultura hasta que meses después desapareció sin ruido del organigrama de mandos en una renovación general del gabinete. “Su verdad se ha desmoronado”, dice Eduardo Guerrero, analista en seguridad y consultor del Gobierno, que piensa que Murillo fue “víctima de su novatez y del poco profesionalismo de la PGR, donde manda desde hace años una nomenclatura inepta y colosalmente corrupta”.
La teoría oficial era –y es, aunque sin tanta convicción– que los estudiantes fueron asesinados por narcos de Iguala, una capital comarcal del purgatorio de sol, cactus y akas cuarenta y siete del México profundo, e incinerados en un basurero en medio del monte.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, cinco especialistas designados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, analizó pruebas e hizo sus propias pesquisas. Concluyó que esa versión no se sostenía con hechos y que dependía de confesiones de detenidos que pudieron haber testificado bajo tortura.
Tampoco coincidió en la causa de la masacre. En la noche del 26 al 27 de septiembre, la policía local de Iguala se lanzó a una abrupta y feroz persecución de los autobuses de los estudiantes. Tras la razia aparecieron seis cadáveres y desaparecieron 43 alumnos. La explicación del Gobierno fue que el alcalde, mafioso en jefe del municipio, no quería por sus pagos a aquellos jóvenes incordios marxistas y dio una orden de escarmiento que derivó en una escabechina: la policía los detiene, los entrega a los narcos y estos, confundiéndolos con narcos rivales, optan por el exterminio. Los matan. Los queman en una pira de neumáticos y madera. Tiran sus cenizas a un río.
El grupo de expertos negó que los cuerpos de los estudiantes hubieran sido quemados en el basurero y resaltó que el batallón militar de la zona vio la persecución y detención de los estudiantes. No creyó en la teoría de la orden del alcalde corrupto que se fue de control y planteó la sospecha de que uno de los buses (líneas de pasajeros tomadas a la brava por los estudiantes para ir a una manifestación) llevara en sus tripas un alijo de heroína sin que ellos lo supieran, que los señores de la droga no quisieron perder y cuyo desvío castigaron con ira. Pidieron entrevistar a los soldados del batallón y nunca se lo concedieron. La comisión se fue de México acusando al Gobierno de obstruir el caso. “Dentro del aparato del Estado hay fuerzas que no quieren que se investigue la verdad. Son fuerzas estructurales”, afirma el español Carlos Beristáin, integrante del grupo.
Otros especialistas que investigaron la masacre, los del Equipo Argentino de Antropología Forense, encargados por los familiares, tampoco encontraron pruebas de que los jóvenes fueran quemados en el basurero. Sí acreditaron que un hueso encontrado en una bolsa en un río era de uno de los 43 –el único identificado hasta hoy–, pero no que esa bolsa llena de minucias óseas proviniese de las cenizas de una pira humana en el basurero.
Muy discretos en su rol público durante el caso, los forenses argentinos, curtidos en un sinfín de exhumaciones en países sembrados de crímenes de lesa humanidad, se mostraban en privado sorprendidos del nivel de opacidad de las instituciones mexicanas.
El enredo en torno al basurero dio un giro más en abril cuando se publicó la conclusión de un estudio suplementario encargado por la Procuraduría que estableció que allí habían sido quemados al menos 17 cuerpos, aunque no se certificó que esos fueran los cuerpos de los 43 desaparecidos y no se han hecho públicos los detalles del informe.
En definitiva, la verdad de lo ocurrido sigue en el aire y la convicción general es que el caso ha desnudado al Estado. “Es un reflejo del problema estructural de nuestro sistema de procuración y administración de justicia”, juzga Mario Patrón, director del Centro Prodh de Derechos Humanos, que ayuda a los padres de los estudiantes. Evalúa estos dos años de pesadilla como “una oportunidad perdida” para la catarsis del aparato, aunque rescata el hecho “inédito” de que el Estado se haya prestado a la supervisión internacional.
La tragedia que más conmocionó al país en los últimos años, abundantes en tragedias, ha perdido presencia. En un vahído gradual la indignación civil del primer año se ha convertido en un eco que se aleja y, si bien los organismos externos no han dejado de seguir el caso, en México quedan frente a frente los dos protagonistas principales del drama: los familiares frente a la burocracia.