La cabeza del pez está podrida. La cuestión es si lo está el resto del cuerpo, si la FIFA en su totalidad e incluso el fútbol profesional mundial nadan en un mar de impunidad y corrupción.
La suspensión cautelar de Sepp Blatter, Michel Platini y Jerome Valcke, los tres hombres más poderosos del organismo que controla el fútbol internacional, se hizo inevitable tras su implicación por las autoridades legales en supuestos crímenes financieros. De paso el Comité de Ética de la FIFA, un título que carece de credibilidad casi tanto como el Ministerio de Justicia español en tiempos de Franco, inhabilitó al surcoreano Chung-Moon por seis años.
Platini y Chung-Moon se habían postulado ambos como candidatos a la presidencia de la FIFA cuando Blatter se jubilara el año entrante. Se supone que los dos retirarán su candidatura, aunque nunca se sabe. La caradura de aquellos que se han otorgado el papel de amos del deporte más popular de la Tierra ha resultado tener pocos límites.
Mientras tanto, el presidente interino, el camerunés Issa Hayatou, tampoco inspira mucha confianza. ¿Será el siguiente en caer? No sería ninguna sorpresa. Hayatou votó en la más reciente elección presidencial de la FIFA a favor de Blatter, que había dicho de él: “Es el hombre más leal de mi séquito” (Sí, “séquito”, dijo el rey Blatter).
Lo que está claro es que el próximo presidente debe ser alguien de fuera, alguien que no haya ocupado ningún puesto de alto mando en la FIFA, si la organización quiere tener alguna posibilidad de emerger del pozo en el que ha vivido durante demasiados años. O, más bien, décadas, desde que el brasileño João Havelange inició su largo trayecto como máxima figura del fútbol mundial en 1974, con Sepp Blatter a su lado como secretario general desde 1981. La gerontocracia fifera nada tiene que ver con la sociedad moderna, democrática y todo con los despotismos africanos o latinoamericanos de figuras como Mugabe, Mobutu, Somoza o Stroessner. Los de la FIFA no mataron a nadie pero se han entretenido como enanos abusando del poder.
Tampoco Lionel Messi o Javier Mascherano mataron a nadie, pero defraudaron al fisco español, como ambos han reconocido, ambos —o sus asesores, al menos— creyendo que estaban por encima de las leyes que rigen entre el común de los mortales. Sería una enorme sorpresa que ellos fueran los únicos en las altas esferas del fútbol profesional que han delinquido de esta manera; tan sorprendente como si los dirigentes de la FIFA detenidos o buscados por el FBI fueran los únicos que robaron dinero.
Podemos estar bastante seguros de que de la misma manera que Blatter ha estado temblando desde que el FBI imputó a Jack Warner, Nicolás Leoz y otros de sus compinches en mayo, hay varios jugadores pertenecientes a grandes clubes europeos que también lo están. Y agentes de jugadores, y entrenadores, y dirigentes de clubes también. La troika que comprende estos sectores lleva, en demasiados casos, tanto tiempo como la FIFA, llevándose sus porcentajes ilícitos de las transacciones que manejan, principalmente las que van ligadas a los fichajes de jugadores.
La prensa tiene su cuota de responsabilidad en esta maquiavélica maquinaria. No se ha profundizado más en el tema por temor a repercursiones legales o para evitar quemar buenas fuentes de información. Pero también ha conspirado el gran público futbolero, sin saberlo, en el ocultamiento de estos males. El gran aliado que tienen los corruptos en el mundo del fútbol es que la gente no quiere saber lo que han estado haciendo.
Ser un aficionado al fútbol es volver a la niñez, a un terreno inocente donde se suspende la actividad racional cotidiana y uno se revuelca en el tribalismo y la irresponsabilidad. Que nos cuenten que los que mandan en el fútbol o los que mejor lo juegan son delincuentes es como descubrir que Papá Noel o los Reyes Magos no existen. La gran mayoría de los que amamos el fútbol, los periodistas incluidos, preferimos seguir creyendo en la fantasía de que nuestros héroes son personajes tan nobles fuera como dentro de la cancha. Por eso, más que por ningún otro motivo, se han aprovechado tanto de nosotros por tanto tiempo.