La sombra de Iguala persigue al Ejército mexicano. La salvaje cacería de estudiantes normalistas desatada la noche del 26 de septiembre pasado y que acabó con seis muertos y 43 desaparecidos fue conocida e incluso presenciada por soldados y oficiales. Las declaraciones de dos miembros de la inteligencia militar, revelan cómo el 27 Batallón de Infantería, destacado en Iguala, y su cuartel general, en Chilpancingo, recibieron información de primera mano de la vorágine. Pese a ello, el Ejército mantuvo la distancia y dejó que la Policía Municipal, un apéndice del narco, apresase a los jóvenes. «No te acerques mucho ni te arriesgues», llegó a decirle un oficial de inteligencia a un agente en uno de los ataques.
Las declaraciones del teniente Joel Gálvez y del soldado Eduardo Mota a la Procuraduría General de la República muestran el conocimiento que tuvo la inteligencia militar de la tragedia. Un convulso episodio en el que la Policía Municipal, a las órdenes del cártel de Guerreros Unidos, desató una persecución que sumió Iguala en el caos. Los comercios cerraron, los vecinos se refugiaron en sus casas. Durante la caza dos estudiantes murieron a balazos, otro fue desollado, y tres personas ajenas a los hechos fueron tiroteadas al ser confundidas con normalistas. Todo, sin que los militares intentaran impedirlo.
El flujo de información partió del denominado C-4, un sistema de coordinación de seguridad en el que también participaba la policía estatal y federal. Allí, un sargento mantenía al tanto al oficial de inteligencia, quien a su vez ponía en conocimiento de la espiral de violencia a su superior, el coronel José Rodríguez Pérez, y al cuartel central de la 35 zona militar, al mando del general Alejandro Saavedra Hernández.
El teniente Gálvez, según su relato, recibió al menos nueve llamadas. En la primera, el oficial ordenó al soldado Mota, encargado de comunicaciones y encriptación, acudir a uno de los focos de tensión, a pocos metros de la central de autobús. Allí la Policía Municipal rodeaba un transporte repleto de normalistas e intentaba someterlos mediante gases lacrimógenos y amenazas: «¡Si no bajan, les irá peor!», les gritaban. Los que se rendían quedaban tendidos boca abajo. Era su sentencia de muerte. Este contingente de detenidos acabaría siendo entregado a los sicarios.
El agente de inteligencia tomó fotos y, tras ser conminado por su teniente a no acercarse, regresó a su batallón. A partir de ese momento se sucedieron las llamadas del C-4 y también las peticiones de ayuda de ciudadanos. Los militares, bajo órdenes del coronel, empezaron a patrullar la ciudad. Acudieron a los sitios donde se habían refugiado por decenas los normalistas, entre ellos, el Hospital General y la Clínica Cristina, se toparon con heridos graves, alguno al borde de la muerte, y escucharon los relatos del terror. El cuartel general fue informado.
En su recorrido encontraron varios cadáveres. Primero, dos estudiantes tiroteados a los que ni siquiera se acercaron. Luego, los tres acribillados en el ataque al autobús del equipo de fútbol Los Avispones, que la Policía Municipal confundió con normalistas. Ya al alba, las primeras luces descubrieron el rostro desollado y sin ojos del estudiante Julio César Mondragón.
Cuarenta y tres estudiantes desaparecieron esa noche. Nunca más fueron vistos con vida. La reconstrucción oficial, rechazada por las familias, sostiene que fueron entregados por la Policía Municipal a Guerreros Unidos. A golpes, a tiros o asfixiados, fueron asesinados. Con sus cuerpos se alimentó un fuego bárbaro que aún hoy espanta a México.
Las declaraciones contenidas en el sumario muestran, cuando menos, la pasividad del Ejército. Fueron testigos de la cacería sin evitarla. ¿Por qué no intervinieron? Tanto el anterior procurador general, Jesús Murillo Karam, como el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, sostienen que la ley impide a los militares actuar fuera de sus cuarteles si no es bajo petición de la autoridad civil, algo que no ocurrió esa noche, y que de haberse sustanciado habría puesto al Ejército bajo el mando del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, un peón del cártel de Guerreros Unidos. «De haber salido hubiéramos creado un problema mayor», ha sentenciado Cienfuegos.
Este argumento tiene detractores. El grupo de expertos de la Organización de Estados Americanos, invitado por México a revisar el caso, ha denunciado la indefensión que sufrieron los estudiantes. «Ninguna fuerza del Estado que tuvo conocimiento de los hechos actuó en protección de los normalistas», ha señalado.
Otro punto de fricción procede de la negativa del generalato a abrir las puertas a la citada comisión para que tome declaración a los militares. «Si nuestros soldados no han sido señalados en ninguna de las averiguaciones, ¿cuál es la razón de ir a los cuarteles?», ha proclamado el general Cienfuegos. Su negativa ha soliviantado a los familiares de las víctimas. Los padres han desconfiado desde el primer momento de la versión oficial. Y ahora, cerradas las puertas del regimiento, consideran que una parte de la verdad de Iguala se les escapa.