El hombre que nunca dejó de reírse de Dios

Nihilista y explosivo, Luis Buñuel, muerto hoy hace 33 años, ejerció a lo largo de toda su vida el fascinante don de ser Luis Buñuel.

 

Nunca se apeó de sí mismo. Luis Buñuel, muerto hoy hace 33 años, ejerció a lo largo de toda su vida el fascinante don de ser Luis Buñuel. No fue una tarea fácil. Nacido en 1900 en Calanda (Teruel), el abrupto siglo XX marcó su biografía. Para lo bueno y para lo malo. Vivió las mieles del surrealismo en el efervescente París de los años veinte, gozó de la amistad de Federico García Lorca y Salvador Dalí, soliviantó a burgueses, católicos y fascistas con sus tremendos puñetazos visuales, pero también bebió las aguas amargas del exilio y la derrota. Fue censurado, perseguido y atacado. Y no sólo en la Europa en llamas de los años treinta y cuarenta.

Pocos recuerdan que cuando recaló en Estados Unidos, acabada la Guerra Civil española, tuvo que renunciar a su puesto de colaborador del Museo de Arte Moderno de Nueva York por las sospechas que despertaban su abierto ateísmo y sus ideas de izquierdas. Tampoco, pese a sus peticiones, se le concedió la nacionalidad estadounidense. En el extraño péndulo que es la vida, quizá esa fuera una suerte para la historia del cine. Este rechazo y los problemas económicos derivaron sus pasos hasta México. La tierra de promisión de los exiliados republicanos.

Ahí vivió su obra en una segunda edad de oro. Aunque hubo películas absolutamente menores, en 1950 filmó Los olvidados, un feroz retrato de la marginación mexicana. La película, con música del también exiliado Rodolfo Halffter, entroncaba con su documental Las Hurdes, tierra sin pan, estrenado en España en 1933, y logró un efecto similar: puso a una sociedad ensimismada frente al espejo de sus miserias.

La historia de Jaibo y Pedro, su abismal negrura y, ante todo, la ruptura con las narrativas almibaradas de Hollywood, hicieron de Los olvidados una obra maestra cuyos ecos aún perduran en estos tiempos de sicarios y decapitaciones. “Buñuel digirió de tal forma la cultura del Distrito Federal, que con Los olvidados aprendimos lo que era México», ha dicho el escritor mexicano Jordi Soler.

Ganador del premio al mejor director en el Festival de Cannes, Buñuel recuperó con este filme un brillo internacional que ya jamás perdería. Viridiana (Palma de Oro, 1961), El ángel exterminador (1962), Belle de jour (León de Oro, 1967) y El discreto encanto de la burguesía (Oscar a la mejor película extranjera en 1972) no hicieron sino confirmar su puesto en el cielo de los grandes creadores.

Pero más allá de los galardones, el verdadero éxito en vida de Buñuel fue precisamente ser Buñuel. De algún modo, nunca abandonó a ese joven surrealista, fascinado por André Breton, que había dado luz a alucinaciones tan demoledoras como El perro andaluz o La edad de oro. En la ensordecedora brutalidad del siglo XX, el cineasta de Calanda hizo sonar siempre que pudo el tambor de su voluntad. Ya fuese en México, España o Francia.

Quienes le recuerdan de su etapa mexicana, como el director Arturo Ripstein, hablan de un ser hosco, pero dotado de un humor vitriólico. Un hombre desolado y rugiente que se nutría de la devastación de su experiencia para crear arte. “Estaba muy solo, nadie se le acercaba. Daba miedo porque era Buñuel. El genio asusta. Y la profesión no le quería, porque no había posibilidades de comparación”, rememora Ripstein.

La felicidad a granel posiblemente le fue esquiva, pero la cambió por la carcajada irreverente. Ateo total se reía de los falsos ídolos. De Dios y también del totemismo político. Y de creer, sólo creía, como cualquier surrealista, en el azar. “Si fuéramos capaces de volver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia”, dejó escrito en su autobiografía Mi último suspiro.

El 29 de julio de 1983, Luis Buñuel falleció en la Ciudad de México. Lo que queda de él es mucho más que una obra. Es una historia tallada en la honestidad. La del genio que nunca renunció a su forma de entender el cine. Hoy, como cualquier otro, es un buen día para recordarlo.

 

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