Como un jugador de ajedrez que ataca para no defenderse, el Papa partió de Morelia con una deuda que parece no desear asumir: referirse a los abusos sexuales cometidos en su tierra natal por Marcial Maciel, líder de los Caballeros Templarios.
Una tierra de revueltas armadas católicas contra el gobierno central con el movimiento cristero como protagonista, una tierra de violencia y dramas hondos como un valle de lágrimas, una tierra de corrupción y enfrentamientos entre grupos de narcotraficantes rivales y milicias de autodefensa, una tierra de Caballeros Templarios sin piedad, una tierra donde un cura, el padre Pistolas, Alfredo Gallegos, oficia su misa con un revólver en la cintura, una tierra donde nació el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, y una tierra donde el clérigo local se sienta a la extrema derecha de Dios pero es bella como un fruto apenas maduro.
Esas son las geografías que visitó el papa Francisco al hacer escala en Morelia, la capital de Michoacán, en su tercer encuentro con el pueblo. Francisco ha elegido sus etapas con una precisión de tallador de diamantes.
Esculpió una de las caras del diamante cuando, apenas llegar, interpeló al poder político mexicano en presencia del presidente Peña Nieto, otra cuando maltrató a la ultraconservadora y principesca dirigencia católica del país ante el mismísimo cardenal primado de México, Norberto Rivera, luego dio vuelta el diamante para dirigirse a la extremadamente pobre y violenta Ecatepec y, ahora, en Michoacán, talla otra cara más con un sentido del equilibrio político digno de un jugador de ajedrez pero con una deuda que parece no desear asumir: referirse a los abusos sexuales cometidos por Marcial Maciel, en su tierra natal. En Morelia, el Papa arremetió contra los narcotraficantes, denunció el sicariato y sus trampas como “un carro nuevo y los bolsillos llenos de plata”. En Michoacán, el Papa arremetió por segunda vez contra las mafias, ahora las del narcotráfico. En la reunión con los jóvenes que tuvo lugar por la tarde en el Estadio de Morelia, Francisco les dijo: “No se dejen excluir, no se dejen desvalorizar, no se dejen tratar como mercancía. Jesús nunca los invitaría a ser sicarios. Nunca los mandaría a la muerte”.
A los religiosos reunidos en el estadio Venustiano Carranza, el Papa preguntó “qué tentación puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad”.
Frente a tamaña realidad, prosiguió Francisco, “nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, que es la resignación. Una resignación que nos impide no sólo caminar, sino hacer camino”. A Michoacán le sobran las resignaciones, los encantos, las muertes y las paradojas. El Médico José Manuel Mireles Valverde está en la cárcel luego de haber liderado un grupo de autodefensa que luchó contra las decapitaciones y los asesinatos a mansalva de los Caballeros Templarios, un núcleo criminal presente en varios Estados del país. “Nunca se dejen pisotear por nadie”, dijo el Papa a cientos de niños reunidos en la catedral de Morelia. Mireles lo intentó, a su manera, pero terminó tras las rejas.
Muchos de sus hombres se unieron a la policía oficial y siguen libres, al igual que los templarios. “¡Ay de nosotros si no somos testigos de los que hemos visto y oído!”, repitió el sumo pontífice. Michoacán ha sido desde siempre una geografía de rebeldías armadas. Entre 1926 y 1929 el movimiento cristero se levantó contra las medidas del gobierno tendientes a acortar la participación de la Iglesia Católica en el país. Los cristeros eran al principio campesinos que tomaron las armas gritando ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! A su mando estaban cuadros militares que habían combatido con Pancho Villa y Emiliano Zapata y ahora se oponían al perfil laico de los presidentes Plutarco Elías Calles y Emilio Portes Gil.
De esa guerra cristera nació una leyenda michoacana: José Luis Sánchez del Río, un joven cristero de 14 años a quien le cortaron las plantas de los pies y lo obligaron a caminar por el pueblo, hasta el cementerio, donde fue ahorcado y acuchillado. Sánchez del Río fue canonizado por Benedicto XVI en 2005 y luego, en enero de 2016, el papa Francisco reconoció un segundo milagro, con lo cual abrió el camino a la canonización.
Pero Michoacán espera otra cosa, algo que el Papa aún no ha hecho, por más progresista que resulte su mensaje.
El silencio sobre los vergonzosos episodios protagonizados por el fundador de los Legionarios de Cristo pesa sobre los pasos del Papa. Desde que asumió su pontificado en 2013, la condena a los Legionarios y, sobre todo, a su fundador, Marcial Maciel, se ha quedado en los cajones, encubierta por una suerte de indulgencia. En esos vericuetos secretos había hurgado Benedicto XVI para arrancar del olvido y de las ultrajantes complicidades del papa Juan Pablo II las verdades de los Legionarios que el papa polaco defendió sin importarle jamás las centenas de niños y mujeres violadas ni la vida de lujo que llevaba su gran aliado Marcial Maciel.
Si el viaje del Papa por México ha sido como un recorrido por las heridas del país, violencia, pobreza, corrupción, la escala en Michoacán enfrenta al Papa a las propias heridas del Vaticano. Durante el encuentro con los jóvenes, el Papa les dijo que “Jesús nunca nos invitaría a ser sicarios” y les pidió que “no dejen su vida al narco”. Francisco, todavía, no ha hecho alusión a los Legionarios ni ha recibido a las víctimas de los abusos sexuales, ni se ha referido a esas páginas embebidas en las lágrimas y el dolor de los inocentes.
Este ha sido, hasta ahora, el límite de Bergoglio, su tentación del olvido que él mismo denunció.