La turba había entrado en comisaría, incendiándola, saqueándola, con varillas de hierro, machetes, cadenas. Al principio eran 20 policías intentando evitar que les arrebatasen a los dos encuestadores, a los que la marabunta acusaba de haber intentado robar a una niña.
Los policías se fueron replegando con ellos, pasaron de la comandancia a las estancias del Palacio Municipal, subieron por la escalinata a la primera planta, pero su círculo en torno a los hermanos Copado Molina se fue reduciendo. El empuje de la turba, el humo, el fuego, iba disgregando a los agentes. Siguieron subiendo, ahora a la segunda planta. Cuando, sin escapatoria, salieron a la azotea, sólo quedaban protegiéndolos un policía y el director de seguridad. Habían pasado las ocho de la tarde del lunes en Ajalpan, Puebla, y unas señoras acababan de tocar las campanas de la iglesia convocando a un acto de justicia psicótica en la plaza.
Lo último que vio el director de seguridad antes de que lo tumbasen de un golpe es a los hermanos José Abraham y Rey David Copado Molina dándose la mano en shock ante la gente que los iba a matar.
Dos días después, el miércoles, su madre y otro hermano salían de la Fiscalía de Tehuacán, una ciudad cercana a Ajalpan a donde habían ido desde México DF para recoger sus restos carbonizados. La madre habló a los reporteros con una sonrisa ausente y los ojos repletos de venillas rojas. Cuando estaba dentro del coche, mientras el conductor subía la ventanilla automática, le pidieron que dijera cómo eran ellos: “Honestos y trabajadores”.
En un vídeo tomado el lunes por la noche aparece uno de los hermanos con la cara hecha una pulpa de sangre.
–¿Dónde están los niños? –le preguntan.
Ya los estaban linchando en la plaza. No dejaban de hacerle esa pregunta, y él repite con la voz desmayada: “Soy encuestador, de verdad”.
Pero le dicen: “¡No, la verga! ¿Dónde están?”. “¡Te van a matar hijo de tu puta madre!».“¡Te vamos a quemar!”. “¿Cuántos niños has robado?”. A él se le escucha en un lamento final ¿“Por Dios que ninguno…”. Y entonces: se acabó. Eran poco más de las nueve. “¡¡Mátenlo su puta madre!! ¡¡Ya a la verga mátenlo!!”. Suenan golpes secos. Suena la justicia del pueblo.
Todo empezó unas horas antes, cuando José Abraham y Rey David fueron retenidos por vecinos que llamaron a la policía para decirle que tenían a dos secuestradores de niñas. Los policías acudieron y se llevaron custodiados a los dos hermanos. En comisaría ellos les aseguraron que no habían hecho nada, que estaban haciendo encuestas sobre preferencias en marcas de tortillas. Hubo una llamada a la empresa para la que trabajaban y su jefe confirmó lo que decían y pidió que esperasen, que iría a por ellos. No dio tiempo.
“Fue por psicosis”, dice el alcalde de Ajalpan, Gustavo Lara. “Un acto de barbarie hacia dos jóvenes plenamente identificados”. Asegura que la mecha esquizoide se prendió desde una página de Facebook manejada por un grupo político rival. Al día siguiente de la salvajada, la página publicó un post de apoyo: “Aplaudo la actitud de los que tuvieron el valor de hacerse justicia por sí mismos”. El alcalde afirma que días antes se habían empezado a propagar infundios alarmistas sobre la presencia en el pueblo de secuestradores, y con algunos circunloquios critica que la Policía Estatal de Puebla tardó cuatro horas en llegar a Ajalpan desde su llamada de auxilio.
El rumor de trasfondo es que por Ajalpan se roban niños y niñas para tráfico de órganos. Algunos en el pueblo dicen que es cierto. Otros que no. “¿Cuáles niños? ¿Qué órganos?”, pregunta el cura de la iglesia, que ocupa un lateral de la plaza. Enrique Camargo cree que la salvajada fue premeditada. Explica cómo, cuando en la comisaría ya se gestaba la tragedia, aparecieron en la iglesia unas señoras que le pidieron que les dejara tocar la campana. “Yo les dije. Háganlo, pero son responsables de lo que pase”. Después se lanzaron al aire tres cohetes de feria: el mensaje de que se había dictado sentencia.
El miércoles no quedaba en el suelo rastro visible de la hoguera de carne en que convirtieron, con leña, trapos y gasolina, los cadáveres de los hermanos. Por la mañana, dos mujeres anónimas habían acudido a echar cal por encima y a adornar el lugar en su memoria. Formaron dos cruces con cempasúchil, las preciosas flores naranjas que caracterizan en México las ceremonias del Día de Muertos. También levantaron dos cruces con sus nombres escritos en una cartulina, con la ternura anversa que siempre se encuentra al otro lado del espejo mexicano de la bestialidad.
Joven Rey David Copado Molina.
Joven José Abraham Copado Molina.
Más de 1.000 personas se arremolinaron para presenciar su muerte. Un centenar participó en el linchamiento. Por ahora ha sido detenida una treintena de supuestos involucrados.