Hace un par de meses entrevisté a Thierry Henry y nos pusimos a hablar de Lionel Messi. Como la mayoría de nosotros, hasta el estelar atleta francés se queda boquiabierto cuando ve jugar a su ex compañero, y no le alcanzan los superlativos cuando habla de él. Pero compartió una pequeña anécdota.
Henry mencionó que parte de la magia de Messi es que incluso durante los entrenamientos muestra todo el nivel, el talento, la agresividad y la explosividad con los que ganó el increíble clásico del domingo. El cuento de Henry recordaba la dicotomía Bruce Banner/El Increíble Hulk.
«No lo hagan enojar. No creerías cómo se pone cuando está enfadado», fue básicamente lo que dijo.
La proporción de entrenamientos/partidos debe ser de cinco a uno, así que si Messi ha jugado casi 600 partidos para su club, significa que ha tenido unas 3000 sesiones de entrenamiento como jugador de primera. Suficiente tiempo para aburrirse, para caer en la monotonía o para dejar que el tiempo se pase. Suficiente tiempo para convencerte de que siempre y cuando trabajes con intensidad un 75 por ciento del tiempo, todo estará bien.
No para Messi. No según Henry.
Me contó que cuando Messi pateaba durante un entrenamiento, o cuando quien sea que dirigía la práctica no cobraba una falta o cobraba offside, Messi solía fastidiarse mucho, y su forma de desquitarse era correr como loco, recuperar la pelota, gambetear a todo el mundo y convertir. Lo hacía una y otra vez hasta calmarse.
Los medios y el público general no llegan a ver este lado de él. Pero los jugadores sí, quizá miles de veces. Cuando se asiente el polvo de la derrota de Real Madrid, esto es algo que Marcelo podría haber hecho sin darse cuenta.
El fútbol es un deporte de contacto, y cuando digo que el internacional brasileño, un jugador maravilloso y seguramente un gran tipo, sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando su codo chocó contra la boca de Messi, sólo estoy señalando lo que me dicen mis ojos. Estas cosas pasan. No quiere decir que Marcelo sea un criminal, y sospecho que los árbitros no lo vieron. No creo que lo hayan ignorado.
Pero lo que sucedió a continuación fue el momento Bruce Banner. Messi cobró vida. Estaba furioso. Decidió que alguien tenía que pagar.
Pero primero quiero que tomen nota de algo, si es que no lo han hecho ya. Cuando tenía la boca abierta, cuando yacía en el suelo aturdido y sangrando, cuando tuvo que jugar con gasa en la boca y la nariz para no tener que dejar la cancha por el sangrado, ¿qué tipo de alboroto hizo Messi?
¿Perdió los estribos con el árbitro? ¿Con el juez de línea? ¿Fue a patear a Marcelo? Nada de eso.
Cuando Sergio Ramos se hizo el Bruce Lee contra Messi, poniendo en grave peligro el tobillo o la rodilla del astro de Barça, ¿Messi descargó su furia contra el jugador que ya había sido expulsado por exactamente la misma falta? ¿Se quejó con los árbitros diciendo algo como «cuántas veces»? «¿Estás ciego?» o «¿Estás de su lado?» — precisamente el tipo de insultos pronuncian infinidad de jugadores en su situación, y que terminan en sanción.
No. No lo hizo. Ni por asomo. Se guardó su enojo y lo descargó en la cancha.
Ya lo he dicho antes, pero para quienes no lo saben, mi primera entrevista con Messi fue a finales del verano de 2006. Acababa de firmar con Adidas como patrocinador, y la marca estaba feliz con su estelar jugador. Pero cuando hicieron el lanzamiento de un producto y pusieron a Messi en la lista de cuatro o cinco futbolistas disponibles para entrevistas, no lo trataron como una superestrella. Había una pequeña cortina sobre la cabina de entrevistas y no había cola. Nadie me apuró después de cinco minutos. Ahora que lo pienso, fue bastante curioso.
Le pregunté sobre las faltas que ya le estaban haciendo. Fiel a mi picante carácter escocés, no iba a preguntarle sobre su calma glacial. (Hasta la fecha, solamente lo han expulsado una vez, y fue una injusticia total). Reconozco que le pregunté por qué no buscaba justicia personal con los puños o los pies. Realmente pensaba que era inevitable que un día perdiera los estribos por completo y devolviera el golpe.
Messi me dijo que si lo pateaban durante los primeros minutos del partido, el dolor a veces era terrible (así que sí es humano en ese aspecto). Pero después explicó: «Estoy tan envuelto en el partido que casi no siento nada, lo único que quiero hacer es recuperar la pelota y castigarlos de esa manera».
Eso fue lo que sucedió aquí el domingo por la noche, y el gol que le siguió al codazo de Marcelo fue glorioso. El incidente catalizó una reacción tan feroz e intensa que produjo uno de los mejores goles de su trayectoria en el clásico, duelo del que ya es el máximo goleador.
Dani Carvajal es un buen jugador, posiblemente el mejor lateral derecho del mundo en este momento. Pero la imagen de este hombre pateando el aire cuando Messi se llevó la pelota con su pie menos hábil antes de convertir quedará grabada en la memoria.
Esto podría ser polémico, pero a mi modo de ver, hay más en común entre Sergio Ramos y Messi de lo que muchos piensan. Ramos también es un poco mago. Sus desafíos y sus glorias de último minuto son de tal voluntad pura de ganar que se encuentran en la misma familia genérica de lo que conjura Messi.
Cada uno sigue su propio guión de cómic. Ellos no ven los partidos como nosotros; ven los duelos como incompletos hasta que hayan escrito el desenlace dramático. La diferencia es que cuando Ramos tiene sus momentos Bruce Banner, sale de la nada y por lo general sin razón. Un chorro de sangre se le sube a la cabeza, al que luego le sigue una tarjeta de color similar. Creo que ya van 22 tarjetas rojas, quizás más.
Todo lo mencionado sobre Messi y Ramos ayudó a dar vuelta este partido.
Sí, es cierto que parecía que Madrid usaría este partido como una metáfora del reinado de Zinedine Zidane. No fue culpa del DT que Ramos hiciera lo que hizo, ni fue culpa de Zidane que a Casemiro se le haya agotado crédito, jugando al filo de la roja por segundo partido consecutivo.
También fue extraño que James ingresara después de la expulsión. Pero cuando Madrid empató, mira lo que sucedió para dar lugar a este escenario. No es que hayan arrojado la precaución al viento; la hicieron papel picado y la arrojaron en el camino de un huracán.
A esta altura, Madrid estaba jugando con tres atrás y sin Ramos. Con un 3-3-3. Y espera: de esos tres, dos eran Marcelo y Carvajal. Y cuando James produjo su gol absolutamente fantástico, una pequeña gema de genialidad, determinación y técnica, Carvajal estaba jugando de extremo derecho y Marcelo de extremo izquierdo. Madrid jugaba con uno atrás. Nacho. Es un gran espectáculo ver cómo Zidane mete mano para introducir un talentoso «suplente» capaz de dar vuelta el partido — sea Lucas, James, Álvaro Morata, Isco o Marco Asensio. Ya es un emblema de su reinado.
Pero cuando Sergi Roberto emprendió esa impresionante carrera inteligente aprovechando tan bien los espacios, me pregunté dónde estaba Casemiro. Bueno, estaba en el banco porque Zidane lo había sacado por su propio bien. Cuando Barcelona atacó por la banda izquierda y le pasó la pelota a Messi, ¿Ramos habría estado ahí para bloquear? ¿Podría haber avanzado y ayudado a cerrar el ataque de Roberto?
Nunca lo sabremos, pero lo que sí sabemos bien es que él y Marcelo usaron la intimidación física para intentar aplacar a Messi. Y lo único que consiguieron fue transformar un genio afable en un superhéroe indestructible que se sacó la camiseta y la alzó ante el Santiago Bernabéu con su nombre bien a la vista; gesto que se convertirá en uno de los momentos icónicos del deporte español durante siglos.
Así que aprendan la lección. No hagan enojar a Messi. No les va a gustar cuando esté enojado.
Fuente: ESPN