Puerto Rico devastado

En Toa Baja el agua subió tanto que 2.000 vecinos fueron rescatados subidos a los techos.

 

Los nombres de los pueblos los carga el diablo. Uno de los ranchos más maltratados por el huracán María, se llama Villa Calma. Y allí, este domingo por la tarde, Carmen Navedo seguía sentada en una silla en la segunda planta de su casa desde que se subió el miércoles –cuatro días antes, cien horas atrás– escapando de la inundación de la planta baja, donde el agua subió veloz, demente, mortal, hasta tres metros.

¿Cómo no iba a echarse a llorar el domingo Carmen Navedo, de 65 años –tardó un minuto en pensar su edad; la dijo sin gran convicción–, si cuando le dijeron que venía el río no le dio tiempo a guardar nada, si aún tiene fresca la cicatriz de la prótesis que le pusieron hace un mes en el hombro, si durante el ciclón le empezaron a picar tanto los tobillos que se puso a rascarse y ahora los tiene ulcerados?

Gualesca Almézquita, su nuera, le acariciaba el pelo mientras ella sollozaba con la cabeza baja, sentada en la silla de plástico que es como el trono de desdicha desde el que contempla la maldición que ha caído sobre su vida y la de los vecinos.

Encima de ella resiste medio tejado de zinc. El resto se fue con el huracán. Ella, viuda, lo vio volar pedazo a pedazo; estaba sola, su nieta se había ido a un refugio, ella no quiso –»es de las que se aferró a su casa», dice Almézquita– salir de Villa Calma, y como las rachas de aire dentro de la casa la tiraban al suelo, se encerró en el cuarto pequeño, se sentó en el suelo arrinconada contra una pared y se quedó ahí, dice, «en nombre de Dios». Aún no se atreve a bajar.

Villa Calma es un rancho del municipio de Toa Baja, el municipio del área metropolitana de la capital, San Juan (390.000 habitantes), que quedó más deshecho y en el que la amenaza de muerte llegó a niveles más insostenibles. Más de 2.000 personas tuvieron que ser rescatadas en helicópteros de los techos a los que habían trepado para no ahogarse. El gobernador Ricardo Rosselló participó en ese rescate. Vio aterrado a familias pasar a niños de techo en techo bajo un torrente de lluvia. En Toa Baja murieron al menos dos de las 16 víctimas registradas hasta ahora en todo Puerto Rico por causa directa del huracán. Aunque las cifras son provisionales, La solidaridad entre vecinos y las alertas oficiales fueron decisivas para evitar que la isla se haya convertido en una morgue.

Hablamos del peor huracán en casi un siglo en Puerto Rico. En 1928 el ciclón Felipe causó 312 muertes. Este, por fortuna y prevención, no ha sido tan asesino pero a cambio se ha llevado por delante toda la infraestructura de una isla en bancarrota financiera y con casi la mitad de la población en la pobreza. Hoy el gobierno con ayuda de las agencias federales de EE UU lucha por poner a andar de nuevo el país, que se ha quedado, básicamente, como un carro sin gasolina, varado en el lodo.

No hay casi de nada. Filas por combustible con familias turnándose 24 horas –barbacoa incluida en algunos casos– para poder comprar 20 dólares de diésel. En general, sin electricidad en toda la isla. Más de la mitad de la población sin agua corriente. Tres cuartos, sin celular. Todo mal, pero un poco menos mal que el día anterior. Si bien la ansiedad entre la población crece de manera alarmante, la administración se mueve paso a paso en un estado de excepción que incluye ley seca –prohibido vender al alcohol, «aunque, si tiene en su casa, claro que puede tomar un buchito», dijo un oficial en la radio– y un toque de queda indefinido con excepción de las autoridades y los periodistas.

«Andan los titiriteros robando y asaltando las casas», decía esta tarde, un par de horas antes del toque de queda, un individuo flaco y burlón que parecía hablar con sorna de sí mismo. Andaba rondando una estación de gasolina donde había una fila de cientos de coches que llevaban horas esperando para comprar lo que se vende –máximo– a cada coche: 20 dólares de combustible.

El domingo por la noche las calles de la zona vieja de San Juan eran como la boca del lobo. Pasaban patrullas policiales y se veía alguna sombra furtiva escurrirse por las esquinas. A la entrada iluminada de un hotel, Samuel Cruz, un cachazudo empleado de 27 años, leía en la acera en una silla de mimbre El sabueso de los Baskerville, de Sherlock Holmes.

–No hay internet, chacho –dijo.

Pero en el San Juan Viejo, precioso enclave colonial, joya turística, había, por ejemplo, agua corriente. Las catástrofes no tratan a todos igual de mal.

En Villa Calma, José Cruz, decía que lo más urgente era que les lleven agua para limpiar el lodo que se está secando y preña el aire de un polvo asfixiante. El miércoles Cruz, a sus 72 años, fue el marinero más valiente durante la tempestad en Villa Calma. Con su botecillo de pesca de bajura, se dedicó a sacar vecinos de los techos bajos para llevarlos a otros más altos. Así que lo han perdido casi todo, Carmen Navedo y sus vecinos del barrio pobre con nombre de balneario, pero han sobrevivido, y José Cruz, un boricua tranquilo de bigote gris, dijo, con la resignadísima experiencia de los eternamente damnificados: «Ahora a llenar papeles del gobierno, ¿verdad?».

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