La condición de residente legal en Estados Unidos hizo que el atacante de Orlando fuera difícil de detectar en la capital vacacional del mundo, tal como sucedió con sujetos que perpetraron otras masacres en ese país.
La paranoia armamentística que domina a Estados Unidos no puede entenderse sin estadísticas ni trabajos académicos.Tampoco contribuyen a explicarla sus principales políticos. Donald Trump dijo en un discurso en la ciudad de Manchester, estado de New Hampshire, que “el asesino cuyo nombre no usaré, ni diré jamás, nació afgano de padres afganos que inmigraron a Estados Unidos”. Se refería a Omar Mateen, el ejecutor de la peor masacre en la historia del país. Sin embargo, su partida de nacimiento y la del candidato presidencial republicano coinciden en un punto. Ambos nacieron en Nueva York. Trump en 1946 y Mateen en 1986. Este dato no sólo invalida la opinión del magnate. También ratifica que la mayoría de los culpables de cometer atentados en suelo norteamericano son tan ciudadanos como ellos dos. Eso llevaría a comprender mejor por qué los principales responsables de la violencia criminal dan más con el perfil del estadounidense promedio que con el de un musulmán dispuesto a llevar la jihad a una ciudad como Orlando, llamada la capital vacacional del mundo.
La lista de atentados con víctimas estadounidenses suele completarse con victimarios de la misma nacionalidad. Residen legalmente en EEUU. La mayoría son hombres y tienen en promedio 28 años. Esa condición los lleva a mimetizarse en donde deciden operar y por ese motivo son más difíciles de detectar, de que se dé un alerta temprana sobre lo que están dispuestos a hacer con un rifle semiautomático AR-15 o un arma de puño. Por supuesto, no usan turbante ni obligan a sus mujeres a utilizar el velo islámico. Noor Zahi Salman, la esposa del propio Mateen, aparece en las fotos sin él.
Son los mismos que perpetraron masacres en la escuela secundaria Columbine (1999), en Fort Hood (2009), en el cine Aurora en Colorado (2012) o en el colegio primario Sandy Hook en Newtown, Connecticut el mismo año y en donde murieron varias decenas de niños y jóvenes estudiantes, espectadores de un cine que habían ido a ver el estreno de Batman y militares en el momento de ser vacunados para ir a la guerra en Afganistán.
Especialistas en el tema del terrorismo como Peter Bergen y David Sterman de la Fundación Nueva América sostienen que “extremistas de la derecha de Estados Unidos son más letales que los jihadistas islámicos”. Desde los atentados a las Torres Gemelas de 2001 en Nueva York, existen estudios que avalan esa afirmación de los analistas norteamericanos.
Hasta hace un año, en junio de 2015, Nueva América llevaba relevadas 48 muertes provocadas por ultraderechistas. Contabilizaba víctimas en el período que va desde el 11-S hasta la masacre de Charleston en una iglesia afroamericana. En ese lugar asesinó a nueve negros Dylann Roff, un joven de 21 años adicto a las armas y tan racista que se fotografiaba con las banderas de Sudáfrica en tiempos del Apartheid y de Rodesia, un país vecino que practicaba un régimen similar de segregación racial. En el mismo segmento de tiempo Nueva América registraba 26 muertes por la violencia islamita en EE.UU. Casi la mitad.
Un dato insoslayable pero anterior a los ataques de la red Al Qaida en 2011, es que el mayor atentado en Estados Unidos entre los bombardeos sobre Pearl Harbor de 1941 y el 11-S fue realizado por otro fanático ultraderechista: Timothy McVeigh voló con varias bombas un edificio federal de Oklahoma donde murieron casi 170 personas en abril de 1995.
Por una lista interminable de asesinatos masivos, han ido a parar a las cárceles de EEUU más ciudadanos locales que extranjeros. Si se da como válida la estadística de que 497 personas han sido detenidas por actos de terrorismo, el 64 por ciento de esa cifra son estadounidenses. Pese a estos indicios –dice Sterman– “hay una creencia popular de que el terrorismo en los EE.UU. es por la presencia de los extranjeros…” Algo que estuvo muy presente en los discursos de campaña de políticos como Trump. Prohibir el ingreso de musulmanes al país y levantar un muro en la frontera con México son sus propuestas más difundidas.
La idiosincrasia del ciudadano medio, proclive a la compra de armas, explica por qué tienen aceptación discursos como el del candidato republicano a la Casa Blanca. La Segunda Enmienda de la constitución de Estados Unidos y la facilidad con que puede comprarse un fusil de asalto en las armerías, también hacen su aporte a este tipo de masacres. Después de lo que ocurrió en el club Pulse de Orlando, subieron las acciones de dos de los principales fabricantes de armas: Smith &Wesson y Sturm Ruger se beneficiaron con el 6,9 por ciento y 8,5 por ciento, respectivamente.
Más datos: los ingresos de la industria armamentística aumentaron en promedio 6,5 por ciento por año desde 2011 y se espera que totalicen 15.800 millones de dólares en 2016. Cuando Barack Obama fue reelegido en 2012, las ventas habían subido casi un 19 por ciento, de acuerdo con un estudio de la firma de investigación IBISWorld. En 2014 se fabricaron más de 9 millones de armas. Hoy se estima que circulan en Estados Unidos entre 270 millones y 310 millones: su población era de 321.601.000 habitantes a fines de 2015. Hay casi un arma por cada uno.
Helen Ubiñas, una periodista de The Philadelphia Daily News, quiso demostrar lo accesible y rápido que puede resultar la compra de un arma de guerra. En apenas 7 minutos se llevó de una tienda un AR-15, el rifle automático que usó Mateen en Orlando. “Es obsceno, horripilante”, escribió en un texto que se acompaña con la fotografía donde se la ve con el arma en sus manos: “Tengo una AR-15 por 759.99 dólares. Dios bendiga a América”, dice en el epígrafe.
La Segunda Enmienda que permite armarse a cualquier ciudadano de Estados Unidos sostiene: “siendo necesaria una bien regulada milicia para la seguridad de un estado libre, el derecho del pueblo a tener y portar armas no debe de ser infringido”. Fue redactada por el congresista y propietario de esclavos James Madison –quien luego sería el cuarto presidente norteamericano– y aprobada en 1791. Pasaron 225 años.