Aunque su decisión de retirarse de la selección argentina no parece irreversible, no se adivina de momento el interlocutor capaz de hacer cambiar de opinión al 10.
¿Hablaba en serio Leo Messi cuando anunció su renuncia a la Albiceleste? A menudo se tiende a criticar al jugador porque no habla, o si lo hace es para decir muy poca cosa, y cuando se pronuncia de forma rotunda entonces se cuestiona su credibilidad, y más en Argentina. Así funciona la vida de Messi, entregado a su familia y a su padre, Jorge, el mismo que cuida también de sus negocios, expuesto siempre a multitud de interpretaciones, juegue en la selección o en el Barça.
Messi se cansó de perder y, acabada la final con Chile, vencedora de la Copa América del Centenario (4-2 en los penaltis después de 120 minutos sin goles), se retiró de forma dramática y con una declaración lapidaria: “Se terminó para mí la selección. Como dije recién son cuatro finales. No es para mí. Lamentablemente lo busqué, era lo que más deseaba, no se dio, pero creo que ya está”. La duda está en saber si se trata de un calentón, la respuesta a una frustración o una decisión en toda regla, aborrecido de Argentina.
Hay quien duda de su rendición porque siempre fue un animal competitivo y se cuentan también los que le acusan de cobarde, aquellos que le toman por un pecho frío, todos expectantes en cualquier caso de la próxima intervención del 10. Messi no tiene hinchada propia que le defienda en su país y tampoco hay unanimidad en la prensa sobre su importancia, incluso en la Liga, dividida por el pulso Barça-Madrid y por tanto por un duelo con Cristiano Ronaldo que gusta mucho en Inglaterra, Italia y Alemania.
Una apuesta fallida
Ocurre que Messi había puesto tanto empeño en ganar la Copa del Centenario que se imponía un desenlace grandilocuente, para bien o para mal, como sucedió después de que el 10 errara el primer tiro en la rueda de los penaltis ante Bravo, compañero en el Barça. Nunca se le había visto tan identificado con la Albiceleste, comprometido con el equipo y el seleccionador, crítico con el desgobierno de la AFA, dispuesto a capitalizar la victoria a corto plazo y preparado también para asumir la derrota como punto y final a su trayectoria con Argentina.
Al igual que pasó en los anteriores torneos, la implicación del 10 aumentó con el transcurso de la Copa. Aceptó la suplencia, jugó a la carta, batió el récord goleador de Batistuta (55) y se felicitó por poder tomarse la revancha con Chile, ganadora de la Copa América de 2015. La derrota por tanto resultó insoportable para Messi, convencido de que era la última oportunidad de una generación de futbolistas para acabar con los 23 años de sequía de Argentina.
A sus 29 años, el Mundial de Rusia 2018 le pilla ahora mismo muy lejos, más solo que la una, víctima de un tremendo desgaste emocional iniciado en la Copa América de 2007 y recrudecido en la Copa del Mundo de 2014. El oro de Pekín 2008 y el Mundial sub-20 de 2005 ya no cuentan desde que Messi se sintió tratado como un extranjero en su país cuando en Barcelona se le tiene por un ciudadano de Rosario que juega en el Camp Nou. Messi es hoy un lobo solitario que no disfruta sino que sufre con la Albiceleste.
La suya ha sido una relación de amor-odio con Argentina, condicionada por sus éxitos con el Barça, con el que ha conquistado 28 títulos y cinco Balones de Oro. No se sintió arropado sino escrutado por un pueblo que idolatra a Maradona. La comparación ha tenido un impacto nocivo para Messi: las victorias se dan por descontadas, por ser el número uno, y cuando se pierde se habla de la Argentina de Messi. No se repara en los compañeros que se juntaron con Diego y los que tiene Leo.
El 10 conoce desde pequeño el solfeo futbolístico del Barça, mezcla con jugadores fuera de serie, y los técnicos (Rijkaard, Guardiola, Tito, Luis Enrique y hasta Tata) se han desvivido para que fuera feliz, lo contrario de lo que pasa en la Albiceleste, donde quieren que Messi haga feliz a Argentina. La Albiceleste, cuyo fútbol está en regresión, difícilmente optará a los títulos sin Messi. Aunque la crítica en la calle es manifiesta, y se han iniciado también campañas a favor de la continuidad del 10.
El problema es que ahora mismo no se adivina un interlocutor válido para hacer que Messi cambie de opinión; si se ha puesto en el foco es para que la gente no repare en su dolor sino en los males de Argentina: el dilema no es Messi sino la Albiceleste. Aunque la suya no parece una decisión irreversible, tampoco se puede interpretar como una chiquillada o una reacción emocional en la que se mezclan el desarraigo y el desapego, porque no es el estilo de Leo. La cuestión es que Messi, desamparado, ha dicho basta y se quitó la casaca de la Albiceleste.