“Mi vida cambió el día en que di muerte a Bin Laden. He sido condecorado y cada día recibo amenazas. Pero cuando cierro los ojos y vuelvo a aquella habitación, sé que volvería a hacerlo. Volvería a apretar el gatillo tres veces. Sólo me arrepiento de no haber vuelto a por alguno de los casquillos de bala como recuerdo».
«Todas las fotos que se han publicado del cadáver son falsas. Alguien en Washington debería empezar a publicar las 20 que le hicimos. Aparece con la nariz aplastada y el cráneo abierto por la mitad. Tuvimos que juntar los dos pedazos para poder hacerle las fotos. Tenía el pelo más blanco y la barba más corta. Nunca tuve la más mínima duda de que era él».
«La Casa Blanca dijo que Bin Laden iba armado, cuando no es cierto. Hasta que no estuvo muerto no reparamos en que tenía un AK-47 y una pistola colgada de la puerta de la habitación donde le abatí. Es un misterio por qué no se armó en los 10 minutos que tardamos en llegar desde el helicóptero hasta el tercer piso».
Fueron 15 minutos para la historia. Saltó del helicóptero en plena noche, se adentró en el recinto bajo el silbido de las balas, ascendió por una escalera oscura, apretó el gatillo (una, dos, tres veces) y, cuando se quiso dar cuenta, sujetaba con sus propias manos las dos mitades del cráneo de Bin Laden mientras otro de sus compañeros le sacaba fotos.
«Jerónimo, Jerónimo, enemigo muerto en combate», celebraron por radio. Después, introdujeron el cadáver en una bolsa y salieron a toda prisa por donde habían venido. «Misión cumplida», gritó uno de los Seal en el helicóptero. «¡Volvemos a casa!».
Robert O’Neill (Montana, 1976) no se podía creer que hubiera salido con vida de la fortaleza de Abbottabad después de haber matado al hombre más buscado del planeta. «En ningún momento sentí miedo, sólo curiosidad por el desenlace», cuenta a Crónica el ex marine de la fuerza especial estadounidense Navy Seal. «Tenía la oportunidad de vivir en directo un acontecimiento histórico, así que me limité a disfrutar el momento».
La coreografía del escuadrón fue perfecta, al más puro estilo Seal: slow is smooth, smooth is fast [lento es suave, suave es rápido]. «Después de que Khalid [un hijo de Bin Laden] fuera abatido, subí con otro compañero las escaleras que llevaban al último piso. Sabía que nuestro objetivo se encontraba al otro lado de la cortina». En el transcurso de una décima de segundo, se le pasaron por la cabeza algunos buenos recuerdos. «Me vi a mí mismo jugando con mis hijas, saliendo de caza con mi padre…».
Detrás de la cortina había dos mujeres gritando. «Mi compañero se abalanzó sobre ellas, pensando que con su cuerpo absorbería parte de la explosión, en caso de que llevaran chalecos explosivos. Seguí adelante, me adentré en una habitación contigua y me encontré a Bin Laden a los pies de la cama». Le pareció más alto y más delgado. Tenía el pelo canoso y la barba recortada. Pero había visto esa cara un millón de veces. «Delante de él había una mujer sobre cuyos hombros tenía apoyadas las manos. Apunté a la frente y apreté el gatillo dos veces. La cabeza de Bin Laden se abrió y su cuerpo cayó al suelo. Le pegué otro tiro por si acaso».
O’Neill ha participado en 400 misiones, pero asegura que no hay nada más aterrador que abandonar la Armada. En 2012, después de 16 años de servicio, colgó el uniforme y el rifle que dio muerte a Bin Laden (un Heckler & Koch alemán de más de 10.000 dólares) y se reintegró como civil. Por entonces nadie conocía la identidad del hombre que había dado muerte al líder de Al Qaeda. «He matado a muchas personas, dejé de contarlas a partir del número 25, y también he perdido a algunos compañeros en combate. Pero lo más duro ha sido acostumbrarme a la realidad». Su aventura en Abbottabad parece sacada de la más disparatada de las ficciones. No en vano ha inspirado varias películas, no todas fieles a los acontecimientos que se produjeron durante la operación Lanza de Neptuno. Ahora O’Neill lo cuenta todo en El operador, la historia del Seal que mató a Osama bin Laden (Ed. Crítica).
Ha sido condecorado 52 veces. Incluso Barack Obama le felicitó personalmente por su intervención en la misión para localizar y liquidar a Bin Laden. En 2014 decidió, sin embargo, saltarse el código de honor de los Seal y salir del anonimato. «Para algunas personas nuestras actividades deben permanecer en la sombra, pero yo me alisté en el ejército después de haber leído algunos libros sobre esta organización militar. Sólo espero que mi historia inspire a otros jóvenes». Se ha hablado incluso de una vendetta contra el ejército estadounidense, que le negó la pensión por no cumplir el periodo mínimo para la jubilación (20 años) y le ofreció un insultante puesto de repartidor. «Llegó un momento en el que lo que hice en Pakistán se convirtió en un secreto a voces. Todo el mundo decía: «Fue Rob, pero no se lo cuentes a nadie». Hasta me paraban por la calle… Sé que lo que hice disgustó a mucha gente, pero no fue premeditado. Simplemente sucedió».
Así rompió su silencio
Recuerda el ex marine haber roto su silencio en Nueva York, un día impreciso del verano de 2015. «Me habían pedido que donara al National September 11 Memorial algo que hubiera llevado a la misión. Accedí a condición de que no dieran mi nombre». Durante el acto, sin embargo, un político le pidió que subiera al escenario y varios familiares de las víctimas del 11-S se acercaron para felicitarle por su hazaña. «Fue la primera vez que conté mi historia en público». Se percató entonces de que sus palabras podían ayudar a mitigar el dolor de las víctimas.
«El padre de uno de los fallecidos en las Torres Gemelas se me acercó con su nieto de la mano para darme las gracias y decirme: «Usted, señor, mató al demonio». Aquello me hizo reflexionar. Y tenía razón. Yo maté al demonio».
Desde aquella madrugada del 2 de mayo de 2011, O’Neill se ha preguntado muchas veces si matar a Bin Laden ha sido lo mejor o lo peor que le ha pasado. «Es algo que todavía intento dilucidar. Han sido muchas noches en vela dándole vueltas a la cabeza. Me inclino a pensar que todo sucedió por algún motivo». Quince años antes, cuando decidió alistarse en la Marina, no podía imaginar que el destino le llevaría hasta el tercer piso de un complejo ultrasecreto en Abbottabad para enfrentarse al hombre más buscado y peligroso del planeta. Entonces tenía 19 años y vivía en Butte, una pequeña localidad del lejano oeste que abasteció con el cobre de sus minas la munición de la Primera Guerra Mundial. Cien años después, O’Neill volvería a situar aquella remota ciudad en el mapa gracias a tres balas que acabaron con la vida de Bin Laden y sacaron a las calles de Washington y Nueva York a una enfervorizada multitud.
¿Alguna vez se ha arrepentido?
- He sido condecorado y cada día recibo amenazas. Pero cuando cierro los ojos y vuelvo a aquella habitación, sé que volvería a hacerlo. Volvería a apretar el gatillo tres veces. Sólo me arrepiento de no haber vuelto a por alguno de los casquillos de bala como recuerdo.
En uno de sus primeros informes, la Casa Blanca afirmaba que Bin Laden iba armado y que utilizó a su mujer como escudo, cosa que usted desmiente en su libro. ¿Se manipuló la información?
Las condiciones nunca son las ideales cuando tratas con terroristas. Tienes que analizar la situación en décimas de segundo y tomar la decisión correcta. Y por correcta me refiero a no poner en riesgo la vida de tus compañeros. En lo que respecta al informe, lo cierto es que no reparamos en que tenía una pistola y un AK-47 colgados de la puerta de la habitación hasta después de haberlo matado. Es un misterio por qué no se armó en los 10 minutos que tardamos en llegar desde el helicóptero hasta el tercer piso.
¿Tenían órdenes de capturarlo con vida?
Era una opción, si bien poco realista. Para que tal cosa hubiera podido suceder Bin Laden tendría que habernos convencido en menos de un segundo de que no iba armado ni tenía la intención de inmolarse. Se habría salvado si, al entrar en la habitación, lo hubiera encontrado con las manos en alto y nada sospechoso que me hiciera pensar en un explosivo.
¿Por qué no se ha publicado ninguna fotografía del cadáver?
Es algo de lo que no hablo en mi libro y sobre lo que me gustaría manifestarme. Creo que alguien en Washington debería empezar a publicar alguna de las fotos que le hicimos en Abbottabad. Fueron al menos 20, con cámaras Pentax. Las que se han publicado hasta la fecha son falsas. Recuerdo perfectamente el rostro de Bin Laden. Tenía la nariz aplastada y el cráneo abierto por la mitad. Tuvimos que juntar los dos pedazos para poder hacerle las fotos. A pesar de todo, se le podía reconocer. No tuve la más mínima duda de que era él.