17 años de Revolución, ¿y qué?

 

Fabrizio Casari

Han pasado 17 años desde el regreso del sandinismo al gobierno, tiempo durante el cual se ha producido el mayor proceso de modernización de Nicaragua. Sería largo enumerar los logros, tanto en políticas sociales como a nivel macroeconómico, pero las cifras generales y detalladas confirman resultados extraordinarios para un pequeño país de poco más de 6 millones de habitantes, que había heredado deudas y miseria y que era constantemente atacado por el gigante del Norte.

El sandinismo levantó las esperanzas y ahora, los que esperan, ya no miran al cielo sino al suelo, testigos que se cumplió. El complejo de la modernización del país, transformación tras transformación, ha tenido un rumbo inquebrantable, con una dirección clara e innegociable: la ampliación de los derechos sociales en términos concretos, con herramientas concretas para disfrutarlos.

M&R Consultores acaba de publicar su última encuesta sobre la satisfacción de los nicaragüenses con el gobierno y su líder. Las cifras son abrumadoras y, se hable el idioma que se hable, son comprensibles en todas partes, Norte y Sur. Preguntarse por qué después de 17 años el crédito popular hacia el gobierno y su presidente es tan alto puede parecer una pregunta retórica: cuando un pueblo ve a un gobierno entregando tierras y casas, es decir, devolviendo Nicaragua a los nicaragüenses, entiende que enero 2007 ha venido a cambiar todo lo que había que cambiar.

La Nicaragua de hoy es distinta y distante de la de hace 17 años. En estos diecisiete años de victorias, también se ha reconocido el fin de una ilusión, la que creía que los empresarios, la derecha y las jerarquías eclesiásticas eran participantes honestos en el juego democrático.

Pero la mayor derrota fue para la doctrina de los vende patria, para quienes ven en Nicaragua un papel exclusivo de colonia norteamericana, tal vez la más querida, pero colonia, al fin y al cabo. La soberanía nacional fue el único plato que los seguidores de esta secta se vieron obligados a tragar. Pensaron en un gobierno que administraba y se encontraron con uno que revolucionaba y lo sigue haciendo.

Una Revolución gobernando

En muchos sentidos, de hecho, este 17 aniversario habla de una Revolución. No sólo porque lleva el sentido y la propuesta histórica del Sandinismo elaborada en las montañas, intentada en los años 80 y lograda en estos 17 años. Es una Revolución porque, así como del 79 al 90, en estos 17 años ha continuado subvirtiendo el orden social, económico y político del país.

No sólo está la extraordinaria continuidad, año tras año, de políticas económicas virtuosas, la transformación de Nicaragua de un país sucumbido a ciclos económicos adversos, en un país generador de una economía diferente y ganadora en su interior.

Junto con una dimensión socioeconómica diferente, la estructura política del país también ha cambiado, el equilibrio de poder ha cambiado (lo que, en sí mismo, ya es Revolución). Nicaragua ya no es escenario de un conflicto armado interno. El golpismo ha sido aplastado y la institucionalización del país ha reducido el conflicto irreconciliable con la derecha a un enfrentamiento político que se mide a nivel electoral y parlamentario.

Hoy, el sandinismo, utilizando las palabras de Daniel en 1990, ya no gobierna sólo «desde abajo» sino también desde arriba; no solo defiende, sino que planifica, es la palanca y el punto de apoyo de los equilibrios, el único garante del nuevo orden social y político sobre el que se asienta la nueva Nicaragua.

Han cambiado las relaciones de poder entre las clases, las estructuras de poder, el papel de las clases intermedias, el nivel de interdicción que representan las instituciones religiosas. La carta de identidad de la economía ha cambiado, lo que repercute también en la organización social, dotada ahora de una clase media ausente en la historia de una división entre oligarcas y campesinos.

El poder de interdicción del capitalismo nicaragüense ha desaparecido: la economía del país se articula con el 70% de la producción de riqueza gracias a la intervención pública y a la economía de tipo familiar, con un modelo de pequeña y mediana empresa calibrado al tamaño demográfico del país. La incidencia de la empresa privada en la formación del PIB asciende al 30 por ciento y no parece haber condiciones en el corto y mediano plazo para revertir las cifras, además porque Nicaragua depende del capital de inversión extranjero y no del nacional.

En su incapacidad para participar en el crecimiento del país, el COSEP perdió una guerra, no una batalla. La borrachera nihilista a la que se prestó en 2018 ha producido el fin de una casta maestra y de una derecha golpista. El FSLN está en su sitio y el comandante Ortega luce con justificado orgullo la banda presidencial, en virtud del consenso político y hasta de la confianza personal que su pueblo le ha vuelto a ratificar, convirtiéndolo en uno de los presidentes con mayor índice de aprobación del mundo.

La derecha, arrinconada y derrotada, continúa desde el exterior la letanía sobre la dictadura, un rito cacofónico útil para reunir dinero con el que actualizar las cuentas bancarias de las familias parasitarias. La dimensión del tejido conectivo espiritual del país también es completamente diferente hoy en día.

Aunque la religiosidad generalizada sigue siendo un elemento fuerte en el tejido conectivo de la sociedad, la incidencia de las jerarquías católicas en la vida política del país está profundamente reducida, por no decir completamente ausente. Una incidencia que ha sido, a lo largo de los siglos, la muleta de la oligarquía, la máquina consentidora del somocismo y la descarada opositora del sandinismo.

Hoy, sin embargo, Nicaragua es un mundo diferente de aquel en el que las jerarquías eclesiásticas afirmaban su primacía jugando un papel de interdicción entre el poder económico y el político, erigiéndose en gobernantes éticos. Su decisión de liderar el golpe de Estado minó para siempre su credibilidad y fiabilidad. No hay persecución religiosa y el diálogo con el Vaticano nunca ha cesado, como atestigua la repetida serie de devoluciones al Vaticano de sacerdotes investigados por actividad subversiva, la más reciente hoy con monseñor Álvarez y otros.

Así que el diálogo, respetuoso, cuidadoso y discreto, prosigue, aunque en los salones dorados de San Pedro pugne por abrirse paso la idea de que la iglesia tiene la tarea de velar por las almas de sus fieles y no por los cuerpos. Que, para el sandinismo, la suya es una función exclusivamente pastoral y nunca puede convertirse en política, y menos de partido.

Se encontrará una solución a una confrontación que, por su propia naturaleza, ni siquiera debería existir; pero en este aspecto fundacional, sin el reconocimiento clerical de la clara división de papeles, como corresponde a un Estado laico, es difícil hipotetizar una síntesis.

El sentimiento es que todo esto es solo una parte del todo, que no terminará así, que en el futuro habrá la consagración definitiva de la nueva Nicaragua. De su desarrollo social y de su dimensión política. La proyección hacia un papel de fenomenal importancia regional que ni siquiera pudo imaginarse en aquella votación de un pueblo desesperado en noviembre de 2006.

El mundo cambia a una velocidad pasmosa y las ideas también cambian. Cambian las fronteras y los idiomas, cambia el significado de los términos y, en algunos casos, recuperan su sentido original. Y precisamente en estos tiempos, en los que la palabra «libertad» se está degradando, conviene volver la vista a la historia, quién enseña y quién, mientras enseña, indica. A seguir trabajando cada uno donde nos corresponde, en el único interés de una patria justa, libre, soberana y sandinista.

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