
Carmen Parejo Rendón
* En diciembre de 1989, el imperio norteamericano envió a unos 27 mil soldados al país canalero para poner fin al mandato del exagente de la CIA, Manuel Antonio Noriega, y como trasfondo lo que realmente les interesaba: garantizar el control total de la vía interoceánica de la cual se creen eternos propietarios.
En el año 1989, EE.UU. estaba embriagado por el éxito. Aunque aún no se había culminado la desintegración de la URSS, tras la caída del muro y el inicio de la Perestroika, su triunfo en la guerra fría se hacía palpable. Y es en ese génesis del mundo unipolar donde encontramos una de las más terribles y habitualmente olvidadas masacres perpetradas por Washington, como fue la invasión a Panamá.
El contexto era el siguiente. Manuel Noriega, quien otrora fue agente de la CIA, había dejado de ser un subordinado fiable para Washington y comenzó a actuar con mayor autonomía en torno al Canal de Panamá, uno de los conectores comerciales fundamentales del planeta, ya que es la vía más rápida de conexión entre el Atlántico y el Pacífico. En el umbral del nuevo orden mundial, EE.UU. no podía permitirse perder el control político efectivo de esa infraestructura estratégica. Bajo una narrativa que nos puede sonar —una acusación por narcotráfico—, el gobierno de EE.UU. tomó la determinación de invadir el país para derrocar a su presidente.
La invasión tuvo nombre oficial —Operación «Causa Justa»— y comenzó de madrugada el 20 de diciembre de 1989, prolongándose formalmente hasta el 31 de enero de 1990. Para ejecutarla, EE.UU. elevó su despliegue total hasta cerca de unos 27.000 soldados (una parte ya estaba estacionada en el país y otra llegó por aire), con una superioridad aplastante en medios y capacidad de fuego.
Muchos recuerdan cómo los tanques estadounidenses, en el colmo de su cinismo, llevaban escritos de «Feliz navidad» por aquellos días de diciembre. Panamá, que ya arrastraba una historia sangrienta desde su origen, incluía un nuevo capítulo trágico a su historia.
El primer golpe se concentró sobre instalaciones estratégicas, pero el resultado real fue guerra urbana sobre barrios populares, con un episodio que quedó fijado en la memoria nacional: El Chorrillo, convertido en símbolo del castigo colectivo y de la impunidad del vencedor. El Cuartel Central de las fuerzas panameñas estaba enclavado en esa barriada junto a la Zona del Canal, y eso selló su destino durante la invasión: bombardeos y fuego envolvieron las casas hasta en las primeras horas del 20 de diciembre, obligando a familias enteras a huir sin ayuda alguna mientras sus viviendas eran consumidas por las llamas. La vida que conocían allí —un lugar alegre y de gente trabajadora— cambió para mal de manera irreversible, y treinta años después las heridas siguen vivas en quienes lo recuerdan, sin que se conozca con claridad la magnitud de la tragedia ni se cierre la herida abierta en la memoria colectiva.
Hoy se desconoce el número exacto de víctimas en El Chorrillo. Asociaciones de memoria histórica del istmo reclaman transparencia y reparación, y los actos conmemorativos en el país durante estos días se vuelven, por necesidad, ceremonias no solo de recuerdo sino de una reivindicación política pendiente.
Hubo cifras oficiales que hablaron de centenares, y estimaciones y recuentos que elevan el saldo —incluido el civil— muy por encima, hasta rangos de miles de muertos, según fuentes. Lo único seguro es que, 36 años después, no existe un número consensuado. Un desacuerdo con connotaciones claramente políticas que pone de manifiesto cómo se enterró la memoria colectiva de un pueblo.
Además, la comunidad internacional dejó constancia, en términos inequívocos, de que aquello no fue un «operativo» sino una violación abierta del orden jurídico internacional: la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la resolución 44/240, que «deplora» la intervención y la califica como «flagrante violación del derecho internacional».
Pero esa condena no tuvo consecuencias para el agresor. Nació así el mundo unipolar también en el plano jurídico: un escenario en el que las resoluciones de Naciones Unidas se acumulan sin efecto cuando el infractor es la potencia hegemónica o uno de sus aliados. Panamá anticipó una constante que hoy resulta tristemente familiar: la legalidad internacional existe, pero no se aplica. Como ocurre con Palestina —entre decenas de resoluciones ignoradas—, la ONU certifica el crimen, pero el poder real decide que no pasa nada.
Entre los muertos de aquel diciembre hubo también un símbolo que en España debería ser imposible borrar: el fotoperiodista Juantxu Rodríguez (Juan Antonio Rodríguez Moreno), asesinado por tropas estadounidenses mientras cubría la invasión. Décadas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos determinó que Estados Unidos debía indemnizar a su familia, una acción tardía que no repara el hecho central: se mató a quien estaba contando la verdad.
Y es aquí donde Panamá deja de ser solo Panamá. Porque ese gesto —la violencia desplegada sin freno y el borrado posterior— fue también el inicio de una impunidad cada vez más visible contra quienes narraron el parto del mundo unipolar. Años después, la OTAN bombardearía la televisión serbia (RTS) en Belgrado, matando a 16 trabajadores. Y en 2003, en Bagdad, un tanque estadounidense disparó contra el Hotel Palestina, centro de prensa internacional: allí murieron José Couso y el cámara de Reuters Taras Protsyuk.
Sin embargo, estos días, en las calles de Panamá, no hemos visto solo banderas panameñas, sino también venezolanas. No es un gesto simbólico menor: es la conciencia viva de un hilo histórico macabro que la actual administración estadounidense parece empeñada en prolongar en el mismo mar Caribe, ahora mediante amenazas abiertas contra Venezuela.
Si en 1989 estábamos ante el parto del mundo unipolar: la embriaguez del vencedor que creía que la historia había terminado y que el mapa podía redibujarse a golpe de cañón, hoy estamos ante otra cosa, ante el final de esa unipolaridad. Y eso hace estas acciones igualmente criminales, pero aún más obscenas y ridículas: una maquinaria que sigue actuando como si mandara sobre el tiempo, impulsada por la soberbia de un imperio que se cree eterno y que, en su decadencia, nos coloca a todos en posiciones cada vez más peligrosas.
Si el mundo multipolar que ya a finales de 2025 podemos decir que está aquí pretende merecer ese nombre, tiene una obligación histórica ineludible: poner límites reales al poder imperial y garantizar que lo de Panamá no vuelva a repetirse.