Los Papas: Monstruos, santos e intrigantes

El historiador John Julius Norwich publica una entretenida y rigurosa historia del pontificado romano.

 

Leído en frío, escandalizaría cualquier historia del Papado romano que afirmase que “el Vaticano es un lugar idóneo para cometer un crimen”. Lo hace el historiador John Julios Norwich en el libro Los Papas. Una historia, que edita Reino de Redonda con un delicioso (y largo) prólogo de Antony Beevor. Norwich argumenta y lo documenta mucho antes de llegar al capítulo dedicado a Juan Pablo I, que reinó allí apenas treinta días, en el verano de 1978.

¿Murió asesinado mientras dormía? Según Norwich, “es el mayor misterio papal de los tiempos modernos”. Juan Pablo I detestaba la pomposidad y estaba empeñado en devolver la Iglesia a sus orígenes, a la humildad y la simplicidad, la honestidad y la pobreza de Jesucristo. Su rechazo a ser coronado con toda la parafernalia habitual había horrorizado a los tradicionalistas. Si llega a vivir muchos años, sin duda habría realizado la revolución que no pudo llevar a cabo Juan XXIII con el concilio Vaticano II. La Curia estaba a todas luces asustada.

“Al iniciar mis investigaciones me pareció que lo más probable es que había muerto asesinado; ahora ya no estoy tan seguro”, afirma el prestigioso historiador británico. Subraya que Juan Pablo, que murió mientras dormía a los 67 años, gozaba de una salud excelente, certificada unas semanas antes, y que no se hizo ningún examen post morten o una autopsia. “El Vaticano es un Estado independiente, sin un cuerpo de policía propio; la policía italiana solo puede entrar si es invitada a hacerlo, pero no lo fue”, advierte.

Del Sumo Pontífice de la Iglesia católica se dice que es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro y Santo Padre, todo en mayúscula. También recibe tratamiento de Su Santidad y es Jefe de Estado de una llamada Santa Sede. El inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal jesuita y verdugo de Giordano Bruno y de Galileo, en su famoso catecismo contestaba la pregunta “¿Quién es cristiano?” de este modo: “Es cristiano el que obedece al Papa”. Un Dios, un Cristo, un Pontífice investido por el extravagante dogma de la infalibilidad.

Cabría suponer que semejante papolatría habría elevado a los altares, proclamados santos, a todos los papas de la historia. Nada más lejos de la realidad. Solo 56 han sido canonizados por sus sucesores, la inmensa mayoría como mártires durante alguna de las persecuciones que los cristianos sufrieron en los primeros siglos. Más tarde, la santidad oficial de ‘Sus Santidades’ brilló por la ausencia. Por ejemplo, entre san Pío V, papa de 1566 a 1572, y san Pío X, que lo fue entre 1903 a 1914, hubo 342 años de sequía. En cambio, este siglo XXI empieza con dos papas santos y varios en camino. Son san Juan Pablo II y san Juan XXIII, canonizados por Francisco la primavera de 2014. Al primero, que suprimió la figura del Abogado del Diablo para facilitar los procesos, lo hizo beato su íntimo amigo y sucesor Benedicto XVI.

“Si prosigue la moda actual de canonizar a todos los papas, la santidad, por principio, se convertirá en una burla”, sentencia Norwich. Historiador de raza a la mejor manera de los de Oxford, este segundo vizconde de Norwich (nacido el 15 de septiembre de 1929), escribió antes, entre sus muchos libros, las historias de Venecia y del Imperio bizantino, y conoció personalmente a varios papas del siglo pasado. Esta vez podía haber escrito, reconoce, “unas memorias”, tal ha sido el conocimiento directo del papado en el último siglo. Lo que publica, en cambio, es una gran saga, muchas veces divertida, vista desde fuera, en el mejor estilo irónico del gran Edward Gibbon en sus relatos escabrosos sobre la decadencia del Imperio romano.

Norwich subraya la historia de papas de enorme talla, como los únicos dos reconocidos como Magnos: León I el Magno, que libró a Roma del asalto de Atila; o de Gregorio Magno, el que más hizo por consolidar el poder temporal del pontificado, al que accedió después de haber sido gobernador civil de Roma. Pero también se detiene en pontífices de presidio: papas que abusaban de las doncellas de palacio, papas con hijos de varias mujeres, papas criminales. Pese a que no descubre nada que no se supiera, su historia resulta un delicioso, irónico y a veces divertido bocado sobre “la imponente, asombrosa y tantas veces escabrosa, terrible, escandalosa y hasta criminal monarquía absoluta más antigua del mundo”. No exagera con estos calificativos (usa otros aún más rotundos), ni para alabar a tantos papas buenos, ni para execrar a tantos papas malos.

Los Papas. Una historia contiene un capítulo titulado Los monstruos. “A pesar de todo, la Iglesia Católica romana florece como quizás nunca antes lo había hecho. Si San Pedro pudiera verla ahora, seguramente estaría orgulloso”, resume, asombrado por cómo el mensaje del judío Jesús, el fundador cristiano, que entró en Jerusalén a lomos de un borrico y fue crucificado junto a dos ladrones, ha podido sobrevivir a una historia tantas veces extravagante, y que sea venerado y conocido en todo el mundo. Más imponente resulta que gran parte de la Humanidad cuente los años y los siglos, y desarrolle los calendarios, a partir de la fecha del nacimiento del revoltoso nazareno, pese a que ni se conoce esa fecha exacta (pero sí que no fue la que se ha dicho), ni siquiera el lugar de su nacimiento.

Los Papas no eran nadie durante siglos. Ni siquiera se llamaban así hasta que el obispo Siricio asumió ese nombre como título de honor, a finales del siglo IV. En realidad, Papa, derivado del griego, significaba entonces bien poca cosa: «Pequeño padre». Hasta Siricio, que reinó en Roma entre 384 y 399, se llamaba ‘pequeños padres’ a los miembros de edad de las comunidades cristianas, perseguidas o desprestigiadas hasta que el emperador Constantino proclamó el año 313 que el cristianismo era la religión oficial del Imperio romano. Sesenta años más tarde, Teodosio prohibía al resto de los cultos. “Una Iglesia perseguida se había convertido en una Iglesia perseguidora”, concluye John Julius Norwich.

Pomposidad perdida

Monarcas autocráticos, los Papas practicaron hasta muy recientemente la doctrina de Gregorio VII en Dictatus Papae, de 1075: solo el romano pontífice puede usar insignias imperiales, “únicamente del Papa besan los pies todos los príncipes”, solo a él le compete deponer emperadores, sus sentencias no deben ser reformadas por nadie mientras él puede reformar las de todos.

El último en creérselo fue el aristocrático Pío XII, pontífice entre 1939 y 1958. Los funcionarios debían arrodillarse cuando el Papa empezaba a hablar, dirigirse hacia él arrodillados y salir de la habitación caminando hacia atrás. El pontificado llevaba medio siglo sin poder temporal, al menos teórico, como supuso Stalin cuando en la Conferencia de Yalta, en 1945 se sorprende cuando Winston Churchill le sugiere la posible participación del Papa en las conversaciones de paz. «¿Cuántas divisiones tiene ese papa?», zanjó el dictador soviético. Pero ningún monarca estaba rodeado de tanto ceremonial.

Norwich ilustra cómo esa pomposidad desmesurada ha llegado hasta nuestros tiempos. Por ejemplo, sobre León XIII, papa entre 1878 a 1922, cuenta que todos sus visitantes debían permanecer arrodillados durante toda la audiencia y que los miembros de su séquito estaban obligados a estar de pie en su presencia. “Se dice que durante los veinticinco años de su Pontificado ni una sola vez le dirigió la palabra a su chófer”.

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