Atilio Borón
El pasado fin de semana fue terrible para la Casa Blanca y sus impresentables capataces del sur del río Bravo, el apropiadamente llamado “Cartel” de Lima dada la estrecha vinculación que algunos de los gobiernos que lo integran mantienen con el narcotráfico, especialmente el colombiano y, antes del advenimiento de López Obrador, el de Peña Nieto en México.
El sábado, los estrategas estadounidenses decidieron organizar, para el 23 de febrero, un concierto con algunas de las celebridades consagradas por la industria musical maiamera. El evento atrajo a unas 25.000 personas, la décima parte de lo esperado, divididas jerárquicamente en dos categorías claramente demarcadas. El sector VIP donde fueron a parar presidentes –Duque, Piñera, Abdo Benítez- ministros y jerarcas del Cartel y, doscientos metros más atrás (sic!) el resto del público.
El organizador y financista del espectáculo fue el magnate británico Richard Branson, un conocido evasor de impuestos y acosador sexual que contrató a una serie de cantantes y grupos de derecha entre los cuales Reymar Perdomo, «El Puma» Rodríguez, Chino, Ricardo Montaner, Diego Torres, Miguel Bosé, Maluma, Nacho, Luis Fonsi, Carlos Vives, Juan Luis Guerra, Juanes, Maná y Alejandro Sanz, que compitieron con fiereza para ver quién se llevaba el Oscar al lambiscón mayor del imperio.
Este concierto se suponía que crearía el clima necesario para facilitar el ingreso de la “ayuda humanitaria” preparada en Cúcuta por los estadounidenses y sus sirvientes del gobierno colombiano. Pero no fue así, y por varias razones.
Primero, porque tal como lo afirmara la Cruz Roja, sólo puede enviarse ese tipo de ayuda, cuidadosamente fiscalizada (cosa que no se hizo, además) si el gobierno del país que va a recibir cargamento lo solicita. En el mismo sentido se explayó el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres.
Y, segundo, porque el gobierno bolivariano no lo hizo porque sabía muy bien que Estados Unidos utiliza esa “ayuda” para introducir espías, agentes encubiertos disfrazados de médicos y asistentes sociales y paramilitares en el territorio de sus enemigos y, por supuesto, no iba a consentir esa movida. Además, si efectivamente la Casa Blanca tuviera un interés genuino en ofrecer una ayuda para aliviar los sufrimientos de la población venezolana, tiene en sus manos un recurso mucho más sencillo y efectivo: levantar las sanciones con las cuales ha estado agobiando a la República Bolivariana; o abolir el veto que imponen a las relaciones comerciales internacionales.
O devolver los enormes activos de las empresas públicas de ese país confiscados, en un acto que sólo puede calificarse como un robo, por decisión del gobierno de Donald Trump o de autoridades como las del Banco de Inglaterra, que se apropió del oro venezolano depositado en su tesoro valuado en algo más de 1.700 millones de dólares. La rabiosa reacción de la derecha ante el fracaso de la operación “ayuda humanitaria” fue tremenda.
El propio narcopresidente Iván Duque saludaba desde las alturas del puente internacional a las bandas de delincuentes contratados para producir desmanes, mientras preparaban sus bombas molotov y aceitaban sus armas. Cuando ante la firme resistencia de civiles y militares bolivarianos se consumó el fracaso del operativo norteamericano, el lumpenaje, protegido por la Policía Nacional de Colombia, tomó al puente por asalto y procedió a incendiar a los camiones que traían la “ayuda humanitaria”.
Como era previsible, la prensa culpó del hecho al gobierno venezolano: ahí están las fotos publicadas por toda la canalla mediática mundial con el correspondiente epígrafe satanizando la barbarie chavista y ocultando a los verdaderos responsables de la barbarie.
Mientras tanto, en perfecta coordinación, los ocupantes de una tanqueta de la policía bolivariana arremetieron contra las vallas que había en el puente para facilitar la “espontánea” deserción de tres policías buscando asilo en la tranquila y próspera Colombia.
La prensa, empero, nada dijo de los atentos “directores de escena” que, desde el lado colombiano del puente, les indicaban a los desertores cómo debían actuar, por donde entrar, qué decir y les gritaban “¡levanta el arma, levanta el arma!” para que quedara en evidencia que eran policías o militares bolivarianos que huían de la “dictadura” de Maduro. Todo esto está rotundamente documentado en un video que, por supuesto, la “prensa seria” se ha cuidado muy bien de reproducir.
En resumen, un fiasco diplomático descomunal e inocultable que, para desgracia de la tropa comandada por Trump sería apenas el preludio de otro aún peor.
Nos referimos a la tan publicitada reunión del Cartel de Lima en Bogotá, que para su eterno deshonor fue presidida por el Vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, cosa de que quede bien establecida la naturaleza patriótica y democrática de la oposición venezolana.
El vice de Trump llegó a Bogotá para reunirse, en patética demostración de la vertiginosa declinación del otrora enorme poderío estadounidense en la región, con un grupo de segundones. En otras épocas, la llegada de un emisario de altísimo nivel de la Casa Blanca hubiera desatado un arrollador “efecto manada” y uno tras otros los nefastos presidentes neocoloniales hubieran corrido en tropel para llegar lo antes posible al besamanos oficial.
Pero los tiempos han cambiado y Pence sólo pudo estrechar manos con su desprestigiado anfitrión y con el cómico bufón del magnate neoyorkino, el autoproclamado “Presidente Encargado” Juan Guaidó.
El resto eran gentes de rango inferior: cancilleres e inclusive vice-cancilleres que con las mejores caras de circunstancias escucharon, con fingida solemnidad, la lectura del acta de defunción del plan golpista estadounidense y, casi con seguridad, del propio Cartel de Lima, habida cuenta de su comprobada inutilidad.
El documento, leído con desgano y en medio de un clima deprimente, volvía todo a fojas cero y reenviaba la cuestión al laberinto sin salida del Consejo de Seguridad de la ONU. Un fracaso gigantesco del gobierno de Estados Unidos en un área que algún troglodita del norte llamó no sólo su “patio trasero” sino su “puerta trasera”. Los plazos para la “salida” de Maduro (primero planteados por Pedro Sánchez, desde Madrid y luego reiterados por Trump, Pompeo, Pence, Bolton y todos los hampones que hoy se cobijan bajo las alas del presidente norteamericano) se disiparon como una vaporosa niebla matinal bajo el ardiente sol del Caribe venezolano.
No sólo eso, ante las evidentes muestras de la declinación del poder imperial, los lacayos neocoloniales optaron por ponerse a salvo del desastre y en un gesto inesperado declararon su oposición a una intervención militar en Venezuela. Los bravos guerreros del sur percibieron que en sus propios países una intervención gringa en Venezuela -aún bajo la infructuosa cobertura de una operación de “fuerzas conjuntas” con militares colombianos o de cualquier otro país- sería impopular y les ocasionaría serios costos políticos y optaron por salvar sus expuestos pellejos y dejar que Washington se encargara del asunto.
¿Qué puede hacer ahora Trump? Víctima de su verborragia y la brutalidad de los torvos gangsters que lo asesoran y aconsejan, ¿extraerá ahora a la última carta del mazo, la opción militar, esta que siempre estuvo sobre la mesa?
Difícil que un personaje como él admita tan impresionante derrota diplomática y política sin un gesto violento, una puñalada artera. Por lo tanto, no habría que descartar esa posibilidad, aunque creo que la probabilidad de una invasión estilo Santo Domingo 1965 o Panamá 1989 es muy baja. El Pentágono sabe que Venezuela no está desarmada y que una incursión en tierras de Bolívar y Chávez no sería lo mismo que la invasión en la inerme Granada de 1983 y ocasionaría numerosas bajas entre los invasores.
Escenarios alternativos: (a) provocar escaramuzas o realizar bombardeos tácticos en la larga e incontrolable frontera colombo-venezolana; (b) subir un escalón y atacar objetivos militares dentro del territorio venezolano, desafiando empero una represalia bolivariana que podría ser muy destructiva y alcanzar, inclusive, las bases que EEUU tiene en Colombia o las que la OTAN tiene en Aruba y Curazao; o (c) sacrificar a Juan Guaidó, desecharlo debido a la inutilidad de toda la maniobra, y culpar del magnicidio al gobierno bolivariano. Con esto se buscaría crear un clima mundial de repudio que justificaría, con la ayuda de la prensa canalla, una operación militar de vasta envergadura.
Claro que esta sería una jugada de altísimo costo político porque la credibilidad que tendría el gobierno de Estados Unidos ante un hecho de este tipo es igual a cero. Si Washington hizo estallar al acorazado Maine en la Bahía de La Habana en 1898 (enviando a la muerte a 254 marineros) para justificar la declaración de guerra contra España y quedarse con Cuba.
Si para entrar en la Segunda Guerra Mundial el presidente Franklin D. Roosevelt consintió que la Armada Imperial Japonesa atacara “por sorpresa” a Pearl Harbor en diciembre de 1941 ocasionando la muerte a unos 2,500 marineros e hiriendo a otros 1,300, ¿quién podría creer que si algo malo le sucede a Guaidó, que nadie desea, el culpable podría ser otro que el gobierno de Estados Unidos?
Los próximos días comenzará a develarse esta incógnita. Lo cierto, sin embargo, es que por ahora toda la operación golpista pergeñada por los hampones de Washington ha ido de fracaso en fracaso.