La decadencia de los Estados Unidos

Mauricio Escuela | Granma

Cuando se escriba sobre el fin del imperio estadounidense, se tendrá que ir necesariamente al 11 de septiembre de 2001. Varios de los teóricos que tratan el tema del auge y la caída de las grandes potencias coinciden en ese punto, una fecha que hizo añicos la utopía neoliberal del «fin de la Historia», ya que «el gigante dormido» según Hegel, el Oriente, despertó al mundo con el estruendo de un acontecimiento tan histórico que cambiaría la faz sociopolítica del planeta.

Tras una década de gobierno mundial del capitalismo, con una Pax Americana que al fin podía reeditar los tiempos de la Pax Romana, EE. UU. se enfrentaba al efecto de esa misma política expansiva. El impacto del Oriente en el ámbito doméstico norteamericano obedecía a los estrechos vínculos de la Casa Blanca con el fundamentalismo islámico, en aras de su uso contra el comunismo.

Era Al-Qaeda, organización sostenida por EE. UU. en la guerra contra la Unión Soviética en Afganistán, quien se volteaba contra la mano del amo, mordiéndola en lo más íntimo, en el corazón mismo de la manzana neoyorquina. Immanuel Wallestein, académico norteamericano, reconoce en el gesto de los islamistas un episodio similar a los vividos por Roma en sus últimos tiempos, atravesada por agresiones de los «bárbaros» que antes fueron usados como mercenarios.

La otra fecha que colocó en crisis al sistema capitalista realmente existente, fue la del 15 de septiembre de 2008, que significó el hundimiento de importantes activos norteamericanos y europeos, a la vez que un retroceso en la seguridad y la confianza que el mundo depositaba en la divisa del dólar, desde que en la década de 1970 Richard Nixon apartara dicha moneda del patrón oro. De manera que EE. UU. gozó de la potestad incontestable y por primera vez en la Historia, de fijar los valores de todo lo existente, a partir de la sola emisión de papel entintado.

Esa burbuja neoliberal, que sustituyó al capitalismo productivo en la década de 1970, dio paso a una especulación financiera que basaba la riqueza solo en el movimiento ficticio a través de lo bursátil. Dicho capitalismo trae como consecuencias el aumento de la desigualdad y el decrecimiento de los niveles de vida de la clase media trabajadora, que antes se beneficiaba con el abaratamiento del consumo y la creación de empleos. A partir del cambio de paradigma, el país se desindustrializó, ya que las empresas migraron a tierras de mayor y más barata mano de obra. A la vez, el valor del dólar, dependiente del petróleo, decidía la política exterior norteamericana.

La transición del oro al dólar, se daba en el contexto de la Guerra de Vietnam, la última que el imperio realizó con la esperanza de éxito. Una contienda más ideológica que expansionista, que generó el despilfarro de las reservas de oro, además de un descrédito total del sistema a todos los niveles. Había que buscar la seguridad a toda costa para un imperio que no ganaba guerras expansivas (en Corea, EE. UU. y sus aliados quedaron tablas).

Ese sistema frágil del dólar, tras el cual crecieron las grandes fortunas especulativas del siglo XX estadounidense, se desmoronó en 2008, trayendo un caos a las grandes potencias occidentales que aún no termina y que modificó la tabla de posiciones en cuanto a hegemonía mundial. Tras ese golpe financiero, China salió como virtualmente la segunda economía del planeta, además de que Rusia retomaba su papel como potencia en el equilibrio geopolítico. Otros países, regidos por el poder financiero, como Reino Unido, cayeron atrás en la tabla de posiciones, en franca decadencia como hegemonías mundiales.

De manera que 2008 demostró que EE. UU. estaba lejos de ser, como se decía tanto bajo la administración Clinton, «potencia indispensable». Economías no neoliberales, sino mixtas y con un fuerte componente de planificación central, como China, Rusia, Irán, India y Turquía, formaron un segundo bloque de presión, dispuestas a su vez a servir de referente en la construcción de un nuevo modelo económico.

La tercera fecha que marca el declive estadounidense sería el 9 de noviembre de 2016, con la victoria de Donald Trump en las presidenciales. Este hecho rompió la percepción de la política doméstica, que desde décadas atrás mantenía a flote el establishment: el llamado partido del sol (demócrata) y el partido de la luna (republicano). El primero rigió los destinos del país, dictando las normas de la política internacional, como el New Deal de Roosevelt o la Alianza para el Progreso, el segundo o replicaba dicha norma o se oponía.

Sin embargo, a partir del ascenso de Trump, un outsider sin ideología predecible, dispuesto a razonar de manera emotiva y a convertir esa rabia en política de Estado, los norteamericanos ven cómo su barco hace aguas, de cara a una crisis de gobernabilidad por la carencia de figuras alternativas capaces de representar al pueblo.

La preocupación que se veía en el rostro de Barack Obama, el día de la investidura de Trump, es la misma que hemos visto en otros tantos políticos de carrera, quienes saben que, si la clase gobernante no pudo deshacer los entuertos de la economía, mucho menos lo hará un advenedizo que manda el país desde Twitter.

Actualmente, Trump está obsesionado con China, le preocupa la hegemonía política y militar del gigante asiático en el Pacífico. Quien gobierne la gran isla mundial, Eurasia, lo hará con el mundo, eso lo sabían las clases gobernantes de las principales potencias en el pasado, en especial de Alemania, atareada en la adquisición de ese «espacio vital».

Hoy China, el poder económico, y Rusia, el poder militar, han equilibrado la balanza posterior a la guerra fría, eso enfurece al hombre blanco, aún encerrado en su discurso racial, un ser de clase media cada vez más pobre al que se le engañó con el sueño americano. Dicho votante, en extremo ignorante y peligroso, hará lo que sea para recobrar la mitología que le da sentido.

Parafraseando al socialdemócrata alemán Kurt Schumacher, quien en 1932 dijera que el nazismo era un llamado al «cerdo interno del hombre», hoy Trump representa algo similar, lo cual aleja a Estados Unidos de sus tradicionales aliados.

En tal sentido, pudiéramos con Immanuel Wallestein, decir que la masa furiosa del blanco norteamericano se parece mucho al pueblo romano frustrado bajo la égida de Nerón, al cual se le azuza contra cualquier enemigo fantasmal creado ad hoc. Incluso las guerras libradas por el imperio en el hemisferio y fuera de este, califican como lo que los historiadores de la decadencia llaman «micromilitarismo», una vertiente del uso de la fuerza que tiende solo a mostrar músculo, sin otra función, ya que ello funciona como un mecanismo compensatorio de la decadencia de la potencia en cuestión.

LA CEGUERA DE LA CLASE POLÍTICA

La lucha contra el terrorismo, el enemigo más infinito e invencible que pudieron buscarse las empresas del complejo militar industrial, ha agotado los fondos de un caudal que es cada vez más artificioso y dependiente del entramado de las economías mundiales. Estudios serios abundan sobre la caída del peso de Estados Unidos en su aporte al PIB mundial, en beneficio de las nuevas potencias en ascenso.

Dicha realidad económica y política apunta a un mundo cada vez más multirregulado, que requiere de una actualización del sistema de Naciones Unidas, salido del Encuentro de Yalta entre las grandes potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. En esa verdad geopolítica, el peso de Occidente tiende a ser menor, a la vez que se fortalece el papel de Oriente, región que generaría una dinámica distinta del financiamiento neoliberal en los diferentes escenarios de África y América.

La ceguera de la clase política estadounidense le impide actuar con objetividad, llegándose incluso a la falacia de que «no hay nada más allá de la Pax Americana». En ese nuevo fin de la historia, los norteamericanos estarían dispuestos a aplicar hasta el límite su doctrina de la seguridad nacional, saliéndose de tratados de desarme, aislándose de la arena diplomática para llevar más los conflictos al terreno bélico confrontacional.

La retirada de un Afganistán sumido en una guerra civil, así como el pobre desempeño en Siria, frente a la firme posición de Rusia que venció al Estado Islámico, son pruebas claras de que el aferramiento a la doctrina de la seguridad nacional a toda costa, no trajo ni resultados geoestratégicos ni económicos.

Estados Unidos, con su presidente outsider es una potencia a la deriva, como no lo estuvo jamás su predecesor en la historia, el imperio británico, cuya clase política a regañadientes supo reconocer el fin de su papel hegemónico mundial.

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