Se cumple medio siglo de la aparición de la novela que consagró la figura del capo por excelencia
Este mes se han cumplido 50 años de la publicación de El Padrino, la novela de Mario Puzo, aunque el verdadero impacto de esta obra es la película de Francis Ford Coppola, realizada tres años más tarde. Normal, la novela no es muy allá. Ya se difumina cuál era la idea de la Mafia y el estereotipo mafioso antes de esta película: de los 1.700 títulos sobre mafia en la principal base de datos cinematográfica de Internet, solo un centenar son anteriores a 1972, el año de su estreno. Pero es más, me pregunto cuál era el modelo de tipo duro antes de esa fecha. Creo que los personajes de Humphrey Bogart: Rick en Casablanca (1942) o Philip Marlowe en El sueño eterno (1946). Tanto Rick como los detectives de Hammett o Chandler eran duros, sí, no se hacían ilusiones sobre el mundo, no; sin embargo, les movía un pequeño motor íntimo, patente en los momentos necesarios, una ética muy personal. Una ética de entreguerras, guerra y posguerra donde, sin creerse nada del todo, por algo se debe luchar.
Los sesenta cambiaron esa referencia. Del héroe se pasó definitivamente al antihéroe, no eran tipos duros, sino rebeldes y sensibles, escépticos pero soñadores. ¿Quién era el tipo duro de los sesenta? No sé, Steve McQueen, James Dean, gente en el fondo vulnerable, perdedores con gracia. Estaba James Bond, pero es un personaje de la Guerra Fría. Para el mundo conservador, John Wayne, el porte del wéstern, aguantó durante décadas. Pero en todo este desfile la Mafia, la italoamericana, permanecía desaparecida. En la vida real y en el cine.
En las películas de Hollywood, desde sus inicios, el mafioso era un canalla violento, un loco ávido de dinero y raramente italoamericano. En las películas de los cincuenta y sesenta, cuando los capos de verdad asomaron en comisiones de investigación del Senado de Estados Unidos y hubo por primera vez referencias más reales, ya empezó a ser un empresario trajeado en la sombra, de respuestas sardónicas. Pero no dejaba de ser un patán, un nuevo rico, como el mafioso de El cuarto poder (Richard Brooks, 1952). Que además es derribado por un periodista, qué tiempos aquellos, a quien por cierto interpretaba Bogart.
Lo que cambia en 1972 con El Padrino es que este mafioso ya es un viejo rico, crea un potentísimo estereotipo de tipo refinado en sus formas, estratega consumado, cínico y sin escrúpulos que no solo es paradigma de la Mafia, sino más en profundidad del capitalismo y de Estados Unidos. Por eso el estereotipo ha durado tanto, el capitalismo cada vez se ha hecho más mafioso. Don Vito está al frente de un equipo humano muy resolutivo. Los detectives de cine negro trabajaban solos y Rick tenía un bar, no mandan nada.
El modelo de Don Vito o Michael Corleone se puede rastrear a partir de los setenta en infinidad de personajes públicos; basta ver algunas comparecencias de políticos en juicios o comisiones de investigación, también en España. El gran capo no tiene nobleza, la aparenta. Busquen nobleza en alguno de estos grandes personajes de hoy día, es un valor muy a la baja. Ese fue un triunfo de El Padrino: les dio a los mafiosos una pátina aristocrática, de pose mitológica, de valores, que no tenían. A ellos les encantó, por cierto, aunque hicieron todo lo posible para que no se rodara, temían que descubriera lo que eran. Pero al mundo le pareció fenomenal y la película hizo algo mucho más que eso: significó la dignificación del perfecto hijo de puta, un individuo que, si se fijan, desde entonces goza de muy buena prensa. Como líder de masas, consejero delegado, entrenador de fútbol, director de periódico, presentador agresivo de televisión o joven prometedor en una start-up o en las motos. Gente que infunde miedo y garantiza eficacia, donde lo que importa son los resultados, ¿hay algo más capitalista que eso? (miedo e ineficacia sería comunismo).
El Padrino es admirado como persona que sabe desenvolverse en situaciones complejas o, como se suele decir en los libros de autoayuda, de crisis. Es el jefe de una organización criminal, un pequeño detalle que se olvida para extraer lo que se considera digno de envidia, esa habilidad para triunfar a cualquier precio, salirse con la suya. La estilización de la violencia y los medios dudosos de El Padrino no solo fascinaron a los mafiosos, sino a todo el género humano, especialmente a aquellos que también necesitaban justificarlos en su trabajo.
A cualquiera que le hayan despedido le han dicho en recursos humanos esa gilipollez de que «no es nada personal», peor cuando lo dice el jefe de personal. Los ejecutivos sonríen en las cenas diciendo que «harán una oferta que no se podrá rechazar». Los bancos contratan matones para trabajos sucios, y Michael Cohen, el exabogado de Donald Trump, responde en su interrogatorio en perfecto estilo de miembro arrepentido del clan Corleone.
Ningún modelo masculino de poder y tipo duro ha llegado a la altura de El Padrino en medio siglo, es el príncipe de Maquiavelo de nuestra época. Así como el libro renacentista era referencia de Napoleón, Mussolini o Lenin, la película de Coppola es el manual para quien quiere hacer carrera y lección de vida para cualquier espectador. Harry el Sucio (Clint Eastwood), en los setenta, solo era un poli solitario con un pistolón. En los ochenta, Rambo (Silvester Stallone), una patética caricatura. En los noventa tuvimos a los criminales simpáticos de Tarantino. Luego llegaron los narcos. Hoy ya no hay héroes ni antihéroes, hay superhéroes, la proyección definitiva de una impotencia. En cambio, en la realidad sí hay supermalos, pero no se nos ocurren héroes de verdad que puedan vencerlos. Preferimos consolarnos con películas para todos los públicos de Thor o Los Vengadores, pero nada para público adulto. Es la admisión de una derrota. Otra saga de éxito se llama, eso, Misión imposible, y es todo inverosímil. La gente, presa de la desesperación, acaba votando a partidos fachas. Don Corleone parece invulnerable, imbatible. Y si hay un problema, se llama al señor Lobo, que no hace preguntas y limpia la escena del crimen. Un autónomo modélico.
Permitan que me ría si se propone que el nuevo modelo de poder sea femenino, que seguro que alguien lo dice. Bienvenido sea, pero temo que es una pía e hilarante ilusión pensar que pueda ser diferente y no igual de espantoso que el masculino. Ojalá me equivoque, pero sea hombre o mujer quien mande, creo que esto va con el cargo. Como decía Maquiavelo con pesar sobre el uso exclusivo de medios honestos en el poder: “La condición humana no lo permite”.
Max Weber avisó en su conferencia Política y vocación hace justo un siglo, en 1919: “El mundo está gobernado por demonios, y el que se deja llevar y utiliza el poder y la fuerza como medios pacta con sus poderes diabólicos. En cuanto a sus acciones, no es cierto que el bien se siga siempre del bien y el mal solo del mal, pues a menudo ocurre lo contrario. El que no lo vea así está en la infancia política”. Encuentro esta cita, por cierto, en la introducción a uno de los viejos y entrañables volúmenes de Alianza Editorial de El agente de la Continental, de Dashiell Hammett. Se menciona para dar una idea de la complejidad de este mundo que tenemos a la hora de tomar decisiones morales, donde se desenvuelve un detective testarudo que no tiene ni nombre para intentar hacer algo de justicia. Mientras tanto, Don Vito Corleone, con nombre y apellidos que nadie olvida, se hace millonario.