Reinaldo Iturriza López
Sí, es imposible encontrar algún rasgo de sublimidad en la despiadada guerra híbrida que se libra en y contra Venezuela, en cambio abundan los episodios que rayan en lo ridículo. El intento de golpe de Estado del 30 de abril es uno de ellos.
Tan temprano como a las 7 am ya era posible inferir que se trataba de un intento frustrado, con todo y el nivel de incertidumbre propio de estos casos. Tal capacidad de anticipación puede resultar engañosa, porque no obedece al manejo de información privilegiada ni a las dotes predictivas del observador. Hay datos decisivos de los que puede disponerse con un conocimiento básico del terreno, de la moral de las fuerzas en pugna, entre otros aspectos.
Y algo en lo que no puede dejar de insistirse: una precondición para entender Venezuela es sospechar de la abrumadora propaganda anti-bolivariana de factura estadounidense o alineada con sus intereses, que hace pasar por información veraz y oportuna una versión de los hechos que ignora la complejidad del terreno e invisibiliza o criminaliza a una de las fuerzas.
A los hechos: el diputado Guaidó apareció en escena al alba del martes 30 de abril nada más que para confirmar su ocaso político. Qué se le va a hacer: son licencias poéticas que se permiten los políticos de derecha cuando intentan algo parecido a tomar el cielo por asalto.
La entrada no ha podido ser menos prometedora: rodeado de un puñado de efectivos militares, apostándose en los alrededores del Distribuidor Altamira, y acompañado de Leopoldo López, jefe de Voluntad Popular, rescatado por los golpistas esa misma madrugada.
En primer lugar, el escaso apoyo militar resultaba en extremo evidente. Luego, habían escogido quizá el peor lugar posible: nada menos que el escenario habitual de las manifestaciones violentas del antichavismo desde 2002, uno en que lo más furibundo de la oposición ha cometido toda clase de desmanes y ha organizado los espectáculos más pintorescos. Resulta muy difícil tomarse en serio algo cuyo epicentro es Altamira, y más difícil aún creer que ese algo puede significar el inicio del fin de la revolución bolivariana. Por último, la liberación de López, ya de por sí revestida de ninguna espectacularidad, tratándose de alguien que cumplía condena desde su casa, desviaba el foco de atención del autoproclamado Guaidó.
El “efecto Guaidó” duró poco más de un mes. Casi un completo desconocido antes de 2019, adquirió notoriedad global una vez que Estados Unidos lo usara como peón: primero creó las condiciones políticas para su autoproclamación como Presidente, lo que por supuesto respaldó entusiastamente, luego de lo cual debía producirse un levantamiento popular contra el Gobierno bolivariano y el quiebre de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Nada de esto ocurrió.
El momento cumbre fue el 23 de febrero. Tras el fracaso de la tentativa de “intervención humanitaria” vía frontera con Colombia y Brasil, inició su caída libre.
¿Qué ocurrió desde entonces? Mucho y nada. Mucho porque, convenientemente, se produjo el primer ataque al Sistema Eléctrico Nacional, el 7 marzo, y luego otro el 25 del mismo mes. Nada porque, días después, el 6 de abril, convocó a un “simulacro” de la “Operación Libertad”, absolutamente intrascendente, con muy poca participación, como en general han sido todas las manifestaciones convocadas por Guaidó en el último par de meses y un poco más.
El problema es que el tal “efecto Guaidó” hacía resonancia fundamentalmente con lo más violento, antidemocrático e inculto políticamente del antichavismo, que siente predilección por las salidas de fuerza, cualesquiera que éstas sean, incluido el magnicidio, el linchamiento, y en general el terrorismo. Eventualmente, estas líneas de fuerza logran contagiar al resto del antichavismo, arrastrándolo a callejones sin salida, pero no es cierto que ellas constituyan la mayoría de la base social antichavista.
Más importante aún, hay una clara diferencia entre, por un lado, el agobio popular como consecuencia del deterioro progresivo de sus condiciones materiales de existencia, en buena medida como consecuencia de las sanciones económicas impuestas por la Administración Trump, y el anhelo popular porque cambie la situación, y por otro lado el proverbial cortoplacismo del antichavismo del tipo Voluntad Popular, su radical cipayismo, y que lo hace tan funcional a la estrategia de “regime change”, tan anhelado por Estados Unidos.
Cortoplacista al fin, minoritario pero numeroso, este antichavismo más anti-político es el primero en denunciar como una pérdida de tiempo cualquier movimiento táctico que no conduzca a la confrontación violenta con el “régimen”, y es sumamente severo en la valoración de su liderazgo político, incluso con aquellos que, como Guaidó, son expresamente favorables, por ejemplo, a la intervención militar estadounidense.
El problema es que Guaidó no ha servido para tal propósito, lo que aumenta el malestar entre el antichavismo más furibundo, lo que a su vez redunda en su renuencia a participar en movilizaciones y demás iniciativas de masas.
Éste era el clima previo a la movilización convocada por Guaidó para el 1º de Mayo, y por tal razón condenada al fracaso. Por eso, cabe pensar, el ridículo del 30 de abril, que más que el inicio de algo que pueda llamarse “Operación Libertad” pareció un simulacro de intento de golpe de Estado. Pero sirvió también para que el diputado pasara el testigo a Leopoldo López, su jefe político. Y ese es tal vez el único aspecto en el que resultó exitoso.
¿Cuánto cambiará la situación con Leopoldo López asumiendo el liderazgo de la oposición? Lamentablemente, nada. Por las razones ya expuestas: por el tipo de antichavismo que encarna, por el hecho de que la estrategia es elaborada en Estados Unidos, porque no le apuestan a la política con mayúsculas y se conforman con ser simples peones, por ser además tan fanáticamente neoliberal.
¿Cuál es, quizá, uno de los datos más reveladores y alentadores de los últimos cuatro meses? Que a diferencia del antichavismo, el chavismo se moviliza aún a pesar del malestar con su clase política, porque lo que defiende es mucho más que un Gobierno.