Abel Prieto Jiménez | Granma
En julio de 1925, hace 95 años, en el pueblito de Dayton, Tennessee, se celebró el llamado «juicio del mono». Todo comenzó con el arresto del maestro John Scopes, acusado de explicar a sus alumnos de la escuela secundaria El origen de las especies de Darwin.
Había violado una ley que prohibía en Tennessee «la enseñanza de cualquier teoría que niegue la Divina Creación del hombre, tal como está en la Biblia, y la reemplace por la enseñanza de que desciende de un orden de animales inferiores».
Muchos pobladores del lugar se manifestaron en la calle con carteles y gritos a favor de sus valores religiosos y contra Scopes y el propio Darwin, a quienes veían como representantes del Diablo.
De la simplificación caricaturesca de la tesis de la evolución («descendemos del mono»), nació el nombre con que el juicio pasó a la historia. Recibió en su época una gran publicidad y terminó presentándose como un duelo entre dos bandos, «creacionistas» y «evolucionistas», y entre dos abogados prestigiosos.
La prensa del Norte mostró el choque entre una visión del mundo propia de «la América profunda», cerrada en sí misma, aldeana, rural, moralista, anticientífica, muy religiosa, y otra «libre pensadora», abierta al debate de ideas y a los avances de la ciencia.
Scopes fue declarado finalmente culpable; aunque solo lo condenaron a pagar una multa y no fue a prisión, como pretendían el fiscal y los sectores extremistas del pueblo.
Una pieza teatral basada en el proceso se estrenó años después, y a partir de ella se hicieron varias versiones para cine y televisión. Las simpatías se inclinan en esas obras hacia el lado «liberal»; aunque, como sucede en la industria yanqui del entretenimiento, no hay una indagación seria sobre las causas reales del conflicto.
Dentro del discutible y nada democrático sistema electoral de EEUU, «la América profunda» contribuyó decisivamente, en 2016, al triunfo de Trump.
En ese espacio, más cultural que geográfico, localizan los analistas la base electoral «dura» de la ultraderecha, asociada al estereotipo del granjero blanco, protestante, machista, homófobo, iletrado, racista, amante de la caza y de las armas, apegado a la política republicana, a la moral más conservadora y al concepto tradicional de la familia. Con una imagen de su país exaltada y mesiánica, carece de curiosidad por la cultura universal y por aquella que prospera en Nueva York y otras ciudades de EEUU de vocación cosmopolita.
Joe Bageant escribió un libro incisivo, excepcional, Crónicas de la América profunda, donde caracteriza la estafa del modelo yanqui y denuncia la decadencia del Imperio en un planeta controlado por las corporaciones. Es muy valiosa su descripción de «esa Norteamérica provinciana», habitada por gente que va a la iglesia a escuchar «fanáticamente al pastor que explica la infalibilidad de la Biblia en relación con todos los asuntos conocidos, desde la biología hasta el reglamento del béisbol» y «ni siquiera es capaz –y tampoco le preocupa demasiado– de situar Iraq o Francia en el mapa, suponiendo que tengan uno».
Muchos consideran que Trump se está dirigiendo la mayor parte del tiempo a ese núcleo firme de electores, en sus discursos, en sus tuits, en su show permanente.
La misma obstinación irracional de los negadores de Darwin reaparece en la actitud despectiva de Trump hacia la ciencia y los científicos y en su errática y criminal respuesta a la pandemia.
Trump se ha excedido, además, en el empleo politiquero de la Biblia. El pasado 1ro. de junio ordenó que desplazaran a los manifestantes antirracistas para atravesar un parque a pie, llegar a la iglesia de Saint John y «sostener en alto una Biblia frente a las cámaras, como una especie de trofeo de campeonato», según ironizó un periodista.
Mariann Budde, la obispo de la diócesis episcopal de Washington, declaró: «Fue traumático y profundamente ofensivo. Algo sagrado fue utilizado incorrectamente para un gesto político».
El pasado viernes, en la Florida, en el Centro de Adoración Iglesia Doral Jesús, refugio de terroristas, en un mitin vergonzoso donde evitó hablar de la catástrofe sanitaria, Trump mezcló enemigos internos y externos bajo la palabra «maldita» de socialismo. Los demócratas, dijo, están junto a los que derriban estatuas. Y los acusó de querer hacer lo mismo con las efigies de Jesucristo.
Un cristiano evangélico de origen cubano llegó a expresar que Trump es «un elegido de Dios» para frenar la amenaza comunista en EEUU.
Recordemos que en la campaña de 2016 este «elegido» utilizó un lenguaje inquisitorial para referirse a Sanders y a Hillary Clinton: «Él hizo un pacto con el diablo. Ella es el diablo». Es el tipo de insulto medieval que utilizaron en 1925 los pobladores de Dayton para atacar a Scopes y a Darwin.