La primera vez que lo escuché, pensé que era una broma.
“Me voy del país”, musitó mi amigo. “Si Trump es reelegido, me voy y nunca regresaré”.
Pensé que era una broma porque no creía que pudiera existir la posibilidad de que Donald Trump fuera reelecto. No después de todos estos años de racismo. No después de declarar que nuestros soldados caídos eran unos “perdedores”, de buscar el debilitamiento del servicio postal, de llamar “gente muy buena” a todos los que se manifestaron al lado de neonazis y de confinar a niños en jaulas. No después de esa ocasión en que ordenó lanzar gas lacrimógeno a los manifestantes para que pudiera tomarse una fotografía con una Biblia en la plaza Lafayette. No después de que su ineptitud sirvió para que hubiera más de 200.000 muertes a causa de la pandemia de COVID-19. No después del colapso económico. No después de que evitó comprometerse con una transferencia de poder pacífica. No después de una mentira tras otra.
Pensaba que sin duda las elecciones de noviembre de 2020 ni siquiera iban a ser cerradas. Porque el arco moral del universo tiende hacia la justicia. ¿No es así?
También pensé que era una broma porque por supuesto que mi amigo no iba a decidir iniciar una nueva vida en tierras extranjeras. Por supuesto, sin importar qué tan mal estuvieran las cosas aquí, no serán así para siempre: ¿nuestro deber como estadounidenses no es intentar resistirnos al mal de estos días, resistir y hacer todo lo posible por restaurar este país para que sea la mejor versión de sí mismo?
Sin embargo, a lo largo de todo el verano, he escuchado el mismo estribillo: amigos que juran que se mudarán a Canadá. A Nueva Zelanda. A Argentina. A casi cualquier lugar menos aquí, si Donald Trump de alguna manera vuelve a ganar.
Desde la muerte de Ruth Bader Ginsburg, los murmullos se han vuelto cada vez más fuertes. Ya basta de Mitch McConnell. Ya basta de Lindsey Graham. Ya basta de la Asociación Nacional del Rifle, de la Alianza para la Defensa de la Libertad y de la Sociedad Federalista. Ya basta de los simpatizantes de QAnon que creen —que de verdad creen— que los demócratas comen niños. Ya basta de Donald Trump y de todo en lo que se ha convertido este país.
Según mis amigos, es demasiado tarde. Aunque Joe Biden fuera elegido, Estados Unidos está fracturado para siempre. Felicidades, Fox News. ¡Ganaron!
Me he resistido a esta línea de pensamiento por muchas razones. Para empezar, me niego a entregar mi país a los trumpistas. Dejar que canten victoria los peores de nosotros —¿ya les puedo decir “deplorables”?— va en contra de todo lo que creo. En segundo lugar, para mí, dejar el país es una opción disponible tan solo para la gente privilegiada, gente que tiene el dinero para irse y comenzar desde cero. Y por último, ¿podría querer otro país tanto como he querido a Estados Unidos en sus mejores días?
No obstante, tal vez, como dice el viejo y conocido refrán, pienso que lo voy a pensar mejor otra vez. Porque el amor que siento por Estados Unidos en sus mejores días ahora está opacado por la vergüenza y la indignación.
He comenzado a investigar. Mi esposa y yo vivimos en Irlanda a finales de la década de 1990, cuando daba clases en University College Cork, y me encantaría volver allá. Se ha vuelto uno de los países más progresistas del mundo. Además, tienen la Guinness, la Murphy’s y la Beamish. La música. La reverencia con la que el país trata a los escritores. El salvaje Atlántico que baña la península de Dingle.
Sin embargo, la ciudadanía irlandesa solo está disponible si tus abuelos o padres fueron irlandeses; los exiliados de la Gran Hambruna de mediados del siglo XIX (como mis antepasados Boylan) son una generación, o más, demasiado distante.
La familia de mi madre llegó a este país desde Alemania —o para ser más específica, Prusia Oriental—. Sin embargo, mi mamá nació aquí y los alemanes no te dan la ciudadanía a menos que tus padres sean alemanes (o si eres descendiente de ciudadanos alemanes que huyeron de los nazis). Por lo tanto, Alemania parece poco probable. Y, claro está, Prusia Oriental ya ni siquiera existe; después de 1945 fue repartida entre Polonia y la Unión Soviética. ¿La actual Bundesrepublik tan siquiera consideraría que los migrantes de Prusia Oriental son alemanes? Es ist nicht sicher.
Luego, está Lituania. Mi abuelo paterno nació en Mazeikiai en 1890. Lituania te considera para su ciudadanía si tus abuelos eran ciudadanos, aunque esto es complicado para mí por el hecho de que, cuando nació mi abuelo, el país todavía era parte del Imperio ruso. Sin embargo, no es imposible que esta sea mi última ruta para obtener un pasaporte de la Unión Europea. Una vez que sea oficialmente lituana, podría usar el pasaporte de la Unión Europea para mudarme a… así es: ¡Irlanda! ¿Ya ves? ¡El sistema sí funciona!
¿Pero qué sé yo de Lituania? Por si sirve de algo, se dice que el idioma se parece mucho al ruso. Solo que es más difícil.
¡Sé que para decir “hola” dices “sveiki”! Y para despedirte, dices “atsisveikinimas”.
También sé que no es exactamente la nación más amigable con la gente de LGBTQ de la Unión Europea. Así que esto también me da que pensar.
No obstante, también me hacen pensar otros cuatro años así.
La periodista Audrey Edwards tiene una colección increíble de nuevos ensayos, “American Runaway: Black and Free in Paris in the Trump Years”, sobre sus experiencias como expatriada. “En mi comunidad, huir históricamente ha sido una maniobra revolucionaria y una habilidad valiosa”, escribe. “Históricamente, hemos tenido buenas y nobles razones para huir: salvar nuestras vidas. Reclamar nuestras almas. Ser libres”.
No soy afroestadounidense… de hecho, soy tan blanca como un balde de leche de cabra. Pero, como persona queer, sé cómo se siente anhelar el reclamo de tu alma y ser libre.
Edwards se mudó a París el día previo a la investidura de Trump. “Me salí justo a tiempo”, escribe.
Francia tiene sus propios prejuicios, claro está, pero Edwards asegura que la ausencia del racismo estilo estadounidense es una bocanada de aire fresco. Edwards hace notar que los afroamericanos que viven en París son una de las comunidades más grandes de expatriados en Europa, la versión contemporánea de un movimiento que, a lo largo del último siglo, ha incluido a Josephine Baker, Richard Wright, James Baldwin y muchos otros.
Tal vez Edwards sea un caso aislado al haber realmente dejado el país en respuesta a lo que se ha convertido Estados Unidos… pero creo que el deseo de huir está creciendo.
La mañana posterior a la decisión en el caso de Breonna Taylor, el poeta ganador del Premio Pulitzer Jericho Brown les preguntó a sus seguidores en Twitter: “¿Cuál es el municipio más seguro (léase ‘menos peligroso’) del mundo para que pueda vivir una persona negra y queer cerca de un contingente de otras personas negras y queer?”. De la gran cantidad de respuestas, tan solo un puñado mencionó ciudades de Estados Unidos.
Brown me comenta que tan solo está investigando, por ahora. Sin embargo, ¿me permites mencionar el impacto que me provoca que ahora haya una generación de estadounidenses que esté “investigando”? ¿Que tantas personas se estén preguntando en voz alta si simplemente ha llegado la hora de largarse de aquí?
A este punto nos ha traído Donald Trump: un lugar donde empezamos a preguntarnos si nuestro país está acabado, una época en la que preferimos empezar desde cero en otro sitio que seguir viviendo así.
Durante la era de Vietnam en mi infancia, los conservadores solían decir: Estados Unidos: ámalo o déjalo. Me lo solía tomar como un reto, para convertir esta tomadura de pelo en una inspiración. Pensaba que no debíamos abandonar nuestro país; debíamos tener el valor para mejorarlo, para luchar contra el racismo y la justicia en su centro.
Solía pensar en la consigna “Estados Unidos: ámalo o cámbialo”, para que algún día pudieras querer el país en el que por fin se había convertido.
Ahora, después de cuatro años de Trump, tal vez tenga una consigna diferente.