Pueblo indígena contra la violencia del narco en Perú: «Nos han quitado la libertad»

Herlín Odicio tiene miedo de volver a su pueblo. Los recientes asesinatos a varios líderes de la comunidad cacataibo, las amenazas contra él y el avance de las mafias en la espesura de la selva peruana han convertido su vida en una gran cárcel.

En el principio fue el terrorismo. Las células de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) amenazaban la vida de las comunidades cacataibo en Perú, situadas en las riberas de los ríos Aguaytía, San Alejandro, Shamboyacu, Sungaroyacu y los afluentes del Pachitea en Ucayali. Después vino la violencia de los madereros que depredaban la espesura de la Amazonía y ahora, con igual voracidad, el narco.

«Esto no es de ahora, es de hace mucho«, dice por teléfono Herlín Odicio, presidente de la Federación Nativa de Comunidades Cacataibo (Fenacoca), una organización que agrupa a nueve comunidades donde viven unos 10.000 nativos. Su voz se escucha cansada. Desde hace más de un mes no ha vuelto a su pueblo porque los narcos han amenazado con asesinarle, así que ahora su vida se ha convertido en un constante avisar a la policía de su ubicación, no moverse sin tener un esquema mínimo de seguridad y, sobre todo, olvidar las caminatas a solas que tanto le gustaban por el monte. «Ellos saben cuando estás solo y ahí es que te matan».

Lo que dice no es una simple frase. En el último año, cuatro indígenas cacataibo y dos de la etnia asháninka han sido asesinados por hacerle frente a quienes se intentan adueñar de sus tierras, unos predios por los que llevan años luchando y que apenas en 2020 se empezaron a delimitar.

«Estos delincuentes me siguen persiguiendo y yo sé que esta lucha va a durar muchos años porque no son pequeños grupos, sino grandes grupos que operan en la Amazonía y tienen mucho dinero».

La tierra no se vende

La etnia cacataibo se ubica en el centro geográfico del Perú, donde se extiende una densa selva rica en recursos forestales, minerales y escasa presencia del Estado. Aunque han ocupado ese territorio durante siglos y llevan al menos dos décadas peleando por la titularidad de sus predios, no han logrado que les otorguen el derecho, una traba que no tienen las compañías agrícolas o de tala que, año tras año, obtienen permisos para asentarse allí.

Los narcotraficantes tampoco tienen ninguna dificultad para empezar a ocupar las tierras. Lo que no logran conseguir con dinero, lo obtienen con sangre. Odicio cuenta que hasta a él mismo le han ofrecido sobornos para que ceda territorio para cultivos de hoja de coca, o para la instalación de laboratorios o pistas de aterrizaje para la droga en el corazón de Perú, el segundo mayor exportador de cocaína del mundo, después de Colombia.

La expansión de esta actividad no es un secreto para nadie. El año pasado, EE.UU. emitió un informe en el que advirtió que en Perú se habrían registrado unas 72.000 hectáreas de cultivos de hoja de coca, lo que representaría un incremento de 38 % con respecto al año pasado y, al mismo tiempo, un aumento de 40 % en la producción potencial de cocaína, con más de 700 toneladas métricas. Lima rechazó el informe, criticó la metodología y aseguró que «aún cuando se hubiera mantenido la tendencia a un incremento», este no podría haber sido superior a 2,4% en dos años.

«Yo no me caí en esas cosas, yo no puedo defraudar a mi pueblo«, dice el líder indígena. Esas «cosas» son el soborno, la vista gorda, la claudicación en la lucha por sus derechos ancestrales.

Sin embargo, eso no basta. Muchos de los habitantes de esas zonas han dicho que sí a los narcos por miedo, interés económico o simple resignación. De esta forma, terminan trabajando en el último eslabón de un negocio que produce el 20 % de la hoja de coca en el mundo, según el Informe Mundial de Drogas 2020.

Los enemigos invisibles

Los indígenas cacatibos Yenes Ríos, Herasmo García, Santiago Vega Chota y Arbildo Meléndez; y los asháninka, Benjamín Ríos Urimishi, Gonzalo Pío y Estela Casanto, engrosan la lista de líderes asesinados en el último año. Todos ellos luchaban contra las mafias de la tala forestal o el narco en sus territorios, pero hay un denominador común en cada uno de los casos: la impunidad.

El lunes, Fenacoca envió un comunicado para recordar que ha pasado un año del homicidio de Arbildo Meléndez, exjefe de la comunidad Unipacuyacu, y no hay ningún sentenciado. «Es indignante que pese a haber identificado al autor material del asesinato, esta persona se encuentra libre y deambulando en nuestros territorios, exigimos que las autoridades encargadas de impartir justicia en nuestro país se manifiesten y den su falló respecto a este delito», reza el texto, que termina con un llamado a «sentir el respaldo de las autoridades y sus entidades».

La situación es similar con el resto de los asesinatos perpetrados en el último año y el miedo sigue intacto. Herlín habla con hastío del protocolo para las denuncias y la actitud de muchos fiscales que, entre la burocracia y la inacción, condenan a una doble muerte a las víctimas. O dejan sin protección a los amenazados.

«Cuando vamos a pedir ayuda, muchas veces los fiscales lo primero que piden es que les digas quién ha sido, quiénes son los testigos, pero eso es difícil de comprobar porque la gente tiene miedo de hablar. Mientras tratas de recoger esa información, al final ya te matan o te desaparecen».

A esa dificultad se suma el hecho de que los empresarios madereros o los narcos no son los que directamente perpetran los crímenes, sino que operan a través de terceras manos que se encargan de intimidar, amenazar o matar en su nombre. «Son enemigos invisibles», zanja el líder de Fenacoca. Y allí radica la mayor dificultad para enfrentarlos.

Hace poco, el Estado le activó un esquema de seguridad a Herlín, pero ahora la preocupación del líder indígena es por sus allegados, que siguen viviendo en la comunidad cacataibo. «Tal vez no me pueden hacer nada a mí, pero sí se pueden vengar con mis familiares».

Él ya conoce cómo operan esas mafias y de qué manera atacan. Si no arremeten contra la familia, emboscan a los amenazados cuando están solos en algún lugar lejano, por eso ahora procura estar siempre acompañado y así minimizar las posibilidades de una agresión. El precio de esa prudencia, sin embargo, también es alto.

«Es una situación muy triste. Yo ya no tengo la libertad de estar allá caminando, tengo que estar en comunicación todo el tiempo con la policía y pasar reporte de mi salida y mi llegada. Agradezco la ayuda de algunas instituciones, pero esto me he paralizado casi por completo. Es una cárcel«.

«También somos peruanos»

En el sustrato de todo el conflicto está asentada la discriminación contra los pueblos originarios, y que para el líder de Fenacoca se traduce en retrasos deliberados, ausencia de respuestas o burocracia excesiva para procesar las denuncias.

Ante ese flagelo, Odicio insiste: «Las instituciones y los funcionarios deben entender que nosotros también somos peruanos, que siempre hemos sido colaboradores con el Estado y que estamos en defensa de la soberanía del país. No nos pueden seguir discriminando». Por eso mantiene en pie su apuesta por agotar todas las instancias en busca de justicia.

De hecho, la labor del líder de Fenacoca trasciende el ámbito nacional y ha hecho eco en instancia internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y Naciones Unidas, que ya han emitido informes y recomendaciones al Estado peruano para que se frene la arremetida contra las comunidades indígenas y los defensores en asuntos ambientales.

En enero del año pasado, tras una visita a Perú, el relator especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, Michel Forst, reconoció que en ese país, «las personas defensoras de los derechos del medio ambiente y de los pueblos indígenas, son estigmatizadas como delincuentes por los medios de comunicación y otros agentes no estatales», que las califican de delincuentes o incitan al odio contra ellas.

Ante esa situación, que se agrava con la ausencia del Estado en zonas de conflicto, el avance inconsulto de proyectos extractivos en territorios de pueblos originarios y la formación de redes criminales, dijo sentirse «consternado». Pero a pesar de esas declaraciones, para Herlín Odicio, el efecto de esas palabras ha sido magro. «Eso no funciona».

Por eso, la pregunta es obvia:

—¿Qué hará si se agotan todas las instancias?

Nos quedará la justicia indígena. Es la única solución para poder seguir defendiendo nuestro territorio. ¿Vamos a esperar que nos sigan matando?

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