María Fernanda Barreto
* “Por supuesto, en Colombia nada pasa sin la orientación y el apoyo de los Estados Unidos, que además de su injerencia política, entrena, financia y dota de armamento a la Fuerza Pública colombiana, y no dejó de hacerlo durante estas jornadas de violencia estatal contra la población”.
A estas alturas está claro que no hay solución militar posible, y la Paz se encuentra en una salida política y negociada al conflicto social y armado.
Veinte años de uribismo en el poder
«La noche de terror despertamos en medio de las balas y del helicóptero…»: así comienza uno de los muchos terribles relatos de las personas que habitaban en la Comuna 13 de Medellín el 16 de octubre de 2002, cuando inició la tristemente célebre Operación Orión, la más grande operación militar conjunta de la Fuerza Pública y los grupos paramilitares en un territorio urbano de Colombia, con la que el exgobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, inauguró su primera presidencia en Colombia.
Del número total de víctimas de la Operación Orión no existen aún cifras exactas, solo se sabe que son cientos y tal vez miles porque con ella los grupos paramilitares tomaron el control territorial e impusieron su régimen los años siguientes.
Dispararon desde helicópteros artillados sobre la población, la cercaron con vehículos blindados, allanaron las viviendas con órdenes falsas apoyándose en la Fiscalía y en el entonces cuerpo de inteligencia DAS, y desaparecieron más de cien personas solo en la primera semana.
En palabras del propio del excomandante paramilitar conocido como Don Berna, el Bloque Cacique Nutibara, que él comandaba, llegó ahí por solicitud de los generales de la Fuerza Pública: Mario Montoya, del Ejército; y Leonardo Gallego, de la Policía. Hicieron inteligencia previa torturando a la población con sus métodos habituales: descargas eléctricas, ahogamientos y abusos sexuales.
Con esta sangrienta operación, que llenó de cadáveres el sector conocido como La Escombrera, también se estrenó la Ministra de Defensa que Uribe designó desde su toma de posesión presidencial ocurrida tan solo dos meses antes: Marta Lucía Ramírez.
Con Uribe Vélez llegaron al poder cientos de hombres y mujeres de la llamada «parapolítica» y el narcotráfico adquirió nuevas fuerzas dentro del Estado colombiano. Con él también llegaron los más vergonzosos acuerdos militares que terminaron por entregar la poca soberanía que tenía el país a los Estados Unidos, cediendo hasta los cuerpos de las niñas violadas por las tropas estadounidenses que nunca podrán ser juzgadas en Colombia.
Coherentemente, con Uribe también llegó un nuevo tiempo de afianzamiento en las relaciones entre Colombia e Israel. Así, se fue agudizando aún más el conflicto social y armado en Colombia.
Luego de su elección en el año 2002, logró con probadas artimañas obtener su reelección para el período 2006-2010, y para las siguientes elecciones, postuló a su más reciente Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos.
Luego llevó a la presidencia a un desconocido de la política colombiana llamado Iván Duque, con lo que durante dos décadas la Casa de Nariño solo la han ocupado Uribe y sus designados.
El genocidio y la masacre como política
«Los mataron porque entraron a comer caña», fueron las palabras del propio fiscal uribista al referirse a la masacre de cinco adolescentes caleños que entraron a comer caña de azúcar en un cañaduzal privado frente a su barrio ubicado en Cali. A las pocas horas aparecieron muertos y con señales de tortura en agosto del año pasado.
Esta matanza conocida como la Masacre de Llano Verde es solo una de las 91 masacres registradas que se ejecutaron en Colombia durante 2020. Año en el que también fueron asesinados 310 líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de Derechos Humanos, incluidas 12 personas por ser sus familiares, y 64 firmantes del Acuerdo de Paz de 2016.
Estos asesinatos constituyen un genocidio por su sistematicidad, por las similares características de las víctimas (todas contrarias a los intereses políticos y económicos del capitalismo en Colombia), mismos modus operandi y victimarios afines: Fuerza Pública, organizaciones y sicarios paramilitares y parapoliciales.
En el marco de ese genocidio hay que detallar también la ejecución de un etnocidio contra las comunidades indígenas y negras, por su arraigo a los territorios que las transnacionales, incluyendo el narcotráfico, quieren poseer para explotar, y por el racismo estructural de la sociedad colombiana.
Racismo que esta semana se expresaba en representantes del partido de gobierno y medios que hablaban de enfrentamientos «entre indígenas y ciudadanos» para referir el ataque de civiles armados a la Minga indígena en Cali el pasado 9 de mayo, que dejó como saldo nueve hombres y mujeres indígenas con heridas graves por armas de fuego, negando la condición de ciudadanos y ciudadanas a los pueblos indígenas y del propio Iván Duque, quien ese mismo día instó a los indígenas a volver a sus resguardos como si se tratara de ganado estabulado, y estigmatizaba al Consejo Indígena Regional del Cauca (CRIC) al culparlo de la violencia de la que en realidad fue víctima.
Las mismas características tienen las masacres, los asesinatos y las desapariciones forzadas que se están ejecutando en el contexto de la represión a este Paro Nacional, y hay elementos para señalar que forman parte de la misma estrategia.
En primer lugar, como ya es habitual, el discurso del gobierno y las corporaciones mediáticas acusan de nuevo al presidente Nicolás Maduro, al Ejército de Liberación Nacional (ELN), a la Segunda Marquetalia o a las llamadas disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y al propio Gustavo Petro de manipular y movilizar a las organizaciones populares y promover las acciones de resistencia, pero curiosamente no acusan de ello al Clan del Golfo, a Los Rastrojos o a las Águilas Negras, a pesar de que reiteradamente dicen que también son sus enemigos.
La razón por la que no acusan a esos grupos es porque claramente asumen que estas organizaciones narcoparamilitares no riñen con sus intereses, y más aún, que actúan de su lado en la represión violenta a ésta y todas las protestas populares.
Un segundo elemento es que, en el transcurso del paro y comparado con el período inmediato anterior, los asesinatos políticos selectivos han disminuido.
Mientras desde el 28/4/21 al 21/5/21 han sido asesinados 9 líderes y lideresas sociales y 2 firmantes del Acuerdo de Paz de 2016, del 20/3/21 al 26/4/21 fueron asesinados 4 firmantes del Acuerdo de Paz y 22 líderes y lideresas sociales, es decir, que esos crímenes se han reducido a menos de la mitad desde el inicio de las protestas, lo que permite establecer una relación que a nuestro juicio tiene que ver con la identidad de los victimarios materiales e intelectuales.
También debemos mencionar que han disminuido los hostigamientos militares y paramilitares a Venezuela en el mismo lapso de tiempo. Si a pesar de esto quedara alguna duda sobre la legitimación que hace el régimen colombiano de los genocidios, basta ver que, en medio de estas masacres, Uribe y su partido Centro Democrático se manifestaron públicamente en solidaridad con el Estado sionista de Israel, luego de sus ataques a Palestina.
Finalmente, la reacción tardía y tibia de los organismos multilaterales ante las masacres, violaciones sexuales, mutilaciones oculares y demás violaciones de derechos humanos que se están ejecutando en este momento es vergonzosa y evidencia su subordinación a intereses hegemónicos que avalan las violaciones masivas de derechos humanos que están ocurriendo en Colombia, las históricas y las de estos últimos días, en que a pesar de todo, incluida la masividad de las redes sociales en las ciudades, ha logrado romper la tradicional invisibilización de la guerra en Colombia.
El Paro Nacional del 28 de abril de 2021
Las causas históricas de esta situación están en 200 años de la oligarquía más violenta y excluyente del continente en el poder y en su decisión de hipotecar la soberanía tan pronto se logró la independencia.
Pero si bien hay antecedentes de grandes paros como el de 1977, en los últimos tres años las protestas populares se han venido haciendo cada vez más masivas y consecutivas, lo que evidencia que hay un cúmulo creciente de reclamos contra el sistema que ha convertido a Colombia en uno de los países más desiguales del mundo y el de mayor inequidad territorial del continente.
El Paro Cívico de Buenaventura de 2017, el Paro Estudiantil de 2018, el Paro Nacional de 2019 y las protestas contra la violencia policial en septiembre de 2020, son antecedentes inmediatos que se unen en la naturaleza justa de sus reclamos y la masividad de la participación popular, pero el Paro Nacional actual tiene un nivel de participación inédita que se ha proyectado a los barrios de las principales ciudades del país y en las carreteras interurbanas.
El protagonismo de la Guardia Indígena y la legitimidad que ésta ha venido alcanzando ante quienes protestan, es la expresión del sentido histórico y no coyuntural de las exigencias del pueblo colombiano.
Pero todos los paros anteriores, y éste en particular, han recibido una sola respuesta de parte del Estado: la represión cada vez más brutal y ejecutada por la Fuerza Pública. Se está dando tratamiento de guerra a la protesta popular, lo que incluye acciones paramilitares; ambas fuerzas han generado y están generando en este momento masacres y desapariciones forzadas en todos los puntos del país.
El historiador colombiano Renán Vega cantor califica este Paro Nacional que inició el 28A como la más extraordinaria movilización popular en los últimos 45 años en Colombia que «ha desnudado con toda su crudeza ante el mundo entero lo que es la ‘democracia colombiana’, con su cara de muerte y horror», un régimen «siempre encubierto, protegido y tutelado por los poderes imperialistas», y tal como el profesor lo señala, «se ha evidenciado que el Estado colombiano es contrainsurgente, anticomunista y terrorista, porque en nuestro territorio en sentido estricto la lógica de la guerra fría nunca ha terminado».
Uribe y su golpe de Estado molecular
Los argumentos pseudointelectuales del asesor neonazi de Uribe, el chileno Alexis López, que con muy escasa capacidad intelectual trata de explicar la teoría de la Revolución Molecular del francés Félix Guattari para diseñar un panfleto neopinochetista, podrían más bien haberle sembrado la idea al uribismo de un «golpe de Estado molecular».
Un golpe de Estado a la colombiana, lleno de eufemismos y «de a poquito».
Militarizando el país, sustituyendo poderes ejecutivos locales por mandos militares como sucede en Cali, desatando el terrorismo de Estado, garantizando la impunidad, activando las operaciones paramilitares y parapoliciales para el control territorial definitivo y, por supuesto, legitimándose gracias al discurso de las corporaciones mediáticas a su favor.
Ese golpe que parece estar tratando de concretar el uribismo en todo el suroccidente, comenzó también a avanzar hacia Medellín con el nombramiento de un “Alcalde Ad-Hoc” y podría expandirse hacia su concreción nacional por la vía de la militarización y la paramilitarización, o a través de la declaración de un estado de conmoción interior u otra emergencia que terminara con la destitución de Iván Duque y delegara a Marta Lucía Ramírez la presidencia del país.
Todo parece posible para Uribe Vélez y sus acólitos, menos que su partido logre ganar limpiamente las elecciones contempladas para 2022.
Por supuesto, en Colombia nada pasa sin la orientación y el apoyo de los Estados Unidos, que además de su injerencia política, entrena, financia y dota de armamento a la Fuerza Pública colombiana, y no dejó de hacerlo durante estas jornadas de violencia estatal contra la población.
Pero, además, mientras el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) masacraba a la juventud en Cali, la empresa de origen alemán Bayer anunciaba orgullosa una inversión de 1 millón de euros para su planta del Departamento del Valle del Cauca, cuya capital es precisamente Cali. En la misma ciudad, la tienda de la cadena de supermercados Éxito del Grupo Casino de Francia está siendo acusada por la población de prestar sus instalaciones para centros ilegales de detención, tortura y desaparición forzada de las personas que protestan en la zona con complicidad de su seguridad privada.
Mientras las empresas Anglo American, BHP Billiton y Glencore continúan violando los derechos de sus trabajadores, que se han sumado activamente al paro en la mina El Cerrejón, ubicada en la Guajira colombiana.
Por todo esto, la comunidad internacional debe romper el silencio. Las transnacionales de origen europeo, norteamericano e israelíes tienen mucha responsabilidad en la situación económica de Colombia, en la definición de las políticas neoliberales del uribismo y hasta en el financiamiento a esa Fuerza Pública genocida, a Corporaciones Militares y de Seguridad Privadas y a paramilitares.
El laberinto del que creyeron que saldrían con facilidad
La deslegitimación de Uribe en la juventud colombiana se evidencia en la consigna más reiterada en los puntos de resistencia: «Uribe, paraco, el pueblo está berraco», en la que se expresa que esta generación está harta de un Estado que basa su poder en el miedo, la muerte y la tortura.
La pacificación del pueblo no ha resultado una tarea fácil y han comenzado a sufrir importantes derrotas. La violencia desatada por el Estado ha sido un detonante para la indignación y ha multiplicado la resistencia.