Magda Lanuza
Al inicio de agosto, empezó otra campaña internacional sobre Nicaragua con la persecución a la iglesia católica como tema. Todos los principales medios globales, incluyendo los católicos y los no muy católicos; han repetido el mismo título. Así van imponiendo la matriz mediática sin que importe la verdad y la historia, algo propio de la posverdad.
Han difundido fotografías y videos de quemas de iglesias que ocurrieron en Chile en 2019 y 2020 y han desatado cadenas de oración. Tampoco han faltado homilías desde grandes altares y pronunciamientos eclesiales. Hasta hay quienes se han atrevido a comparar al obispo Álvarez con el gran San Romero mártir de América, asesinado en su iglesia en 1980 en El Salvador.
Pero lo único que ha hecho el obispo nicaragüense es revelarse al cobro de impuestos por los 7 medios de comunicación que administra, llamar otra vez a la sublevación del pueblo, salir a la calle con el Cuerpo de Cristo en mano y tener casa por cárcel. Estos hechos recientes solo indican que hay mucha tela que cortar en esta historia.
Acá hay una visión de iglesia institucional embarcada en una actividad política frontal, sin horizonte y alejada de la causa del evangelio, pero muy útil al propósito de desestabilización de un pueblo que se enfrenta a desafíos mayores.
Los eventos violentos de 2018 han dejado claras las evidencias del liderazgo de la jerarquía católica. Tres de los ocho obispos que tenía Nicaragua ese año: Silvio Báez, Abelardo Mata y Rolando Álvarez, se pusieron al frente de la revuelta cuyo único objetivo era derrocar al presidente Daniel Ortega, electo en 2016.
Para ello se juntaron con antiguos amigos, algunas ONGs, medios de comunicación, lideres universitarios y hasta con figuras de dudosa reputación y origen. Hoy, cuatro años después, la única voz de ellos activa en Nicaragua es la de Álvarez, pues Báez fue enviado a Roma con más de 500 mil firmas que pidieron sacarlo de Nicaragua y ahora reside en un buen lugar, Miami.
Mientras que Monseñor Mata hace un año dejó el episcopado de Estelí y se retiró a su casa. Pero a finales de 2021, Álvarez asumió más poder y más recursos al quedar al frente de las diócesis de Estelí y Matagalpa. Esto explica el fenómeno de las noticias internacionales que hablan de persecución y llaman a acabar – otra vez – con el gobierno electo.
El protagonismo político de esa estructura jerárquica ha dado como resultado la pérdida de su horizonte. El origen de ello es la visión de poder que ha tenido la iglesia jerárquica de Nicaragua, en connivencia con los grupos económicos de extrema derecha y en rechazo a la Teología de la Liberación.
La II Conferencia del Episcopado Latinoamericano en 1968 en Medellín, Colombia, inició el proyecto de la ¨Opción preferencial por los pobres¨. Ahí iniciaron a construir en América una Iglesia que rompiera con su pasado conquistador y colonial, y caminara en una perspectiva cristiana liberadora.
Esa teología se ha expresado en las comunidades Eclesiales de Base y en el compromiso por la defensa de la vida, donde la fe y la lucha por la justicia son inseparables. Ese espíritu de iglesia comprometida se encarnó en la Nicaragua oprimida, reprimida y dominada por el dictador Somoza.
Los cristianos se unieron en la consecución de la justicia, hasta alcanzar la liberación en 1979. La Nicaragua revolucionaria contó con algunos servidores de Dios y del pueblo, como lo describe el Padre Claretiano Teófilo Cabestrero. Pero también enfrentó a un clero poco comprometido, que destinó recursos y energía a denostar a quienes abrazaban la opción preferencial por los pobres hecha por Medellín, la del Dios que libera a su pueblo y que hunde sus raíces en el Éxodo.
En este contexto histórico, hay que recordar las visitas a Nicaragua del Obispo español – brasileño Pedro Casaldáliga – figura eclesial emblemática por su compromiso con los pobres de Brasil y de América Latina. La llegada de don Pedro enfureció a la iglesia institucional de entonces. Llegó por primera vez en 1985 con el apoyo de otros 23 obispos que se unieron al ayuno y oración por la paz convocada por el Padre Miguel D´Escoto.
Luego visitó El Salvador, donde se arrodilló frente a la tumba del hoy San Romero, su amigo entrañable. Estas visitas fueron un gran consuelo, estimulo evangelizador y verdaderos encuentros con las comunidades católicas que nunca habían visto contradicción entre su fe y el proceso revolucionario sandinista.
No obstante, para el entonces Episcopado de Nicaragua no fue ese el significado, sino que interpretaron como una intromisión y amenaza a sus posturas. Nunca recibieron a su hermano de báculo y mitra en 1985, 1986, 1987 y 1988. En 1988 don Pedro viajó por primera vez a Roma después de enviar una carta sobre el desangramiento del pueblo nicaragüense.
Sin embargo, el Cardenal Gantín lo increpa y lo cuestiona, pues ya los obispos de Nicaragua lo habían malinformado ante Juan Pablo II. Antes, en 1983, habían celebrado el castigo y la censura a las comunidades eclesiales de base y sus tres hermanos sacerdotes – Ernesto y Fernando Cardenal, y Miguel D´Escoto. El clero los excluyó y rechazó porque habían escogido prestar un servicio al pueblo en los ministerios del gobierno.
Mientras ese fue el comportamiento de la jerarquía en Nicaragua en los años 80, las iglesias de El Salvador, Guatemala y Honduras pagaban precios altísimos en su compromiso con los más pobres. Los perseguidos de las guerras civiles, mujeres, niños, indígenas, sindicalistas y laicos encontraron ahí protección, pues escapaban de la muerte, las desapariciones forzadas, las torturas y la limpieza étnica.
En estos países el papel fue de una iglesia totalmente distinta y comprometida. En Guatemala, 14 sacerdotes y un obispo fueron asesinados en su labor. Entre ellos está el padre Stanley Francisco Rother, asesinado en 1981 por el ejército dentro de la Iglesia de Santiago Atitlán porque recibía a los indígenas tzutuhiles empobrecidos, excluidos, analfabetas y desnutridos. En 1998, Monseñor Girardi fue asesinado, solo dos días después de presentar el informe para la recuperación de la Memoria Histórica, “Guatemala: nunca más”.
La iglesia de El Salvador sufrió lo peor, pues masacraron a 12 sacerdotes y a cienes de laicos. La consigna del ejercito era, “haga patria, mate un cura”. El primero fue el Padre Rutilio Grande junto a dos laicos en marzo de 1977. En marzo de 1980 asesinaron al Obispo Oscar Arnulfo Romero mientras oficiaba la Santa Misa y ese mismo año mataron y violaron a 4 religiosas estadounidenses. En 1989 asesinaron a 6 sacerdotes Jesuitas de origen español y salvadoreño en la Universidad Centroamericana.
En Honduras desaparecieron al padre Guadalupe Carney en 1983. En Nicaragua, en los últimos 50 años, nunca han experimentado desafíos de tal magnitud, las únicas vidas que se perdieron fueron las de Mary y Felipe Barreda, matrimonio laico de las comunidades eclesiales de base, asesinados brutalmente por la contrarrevolución en 1982. La iglesia institucional de Nicaragua no dijo nada por ellos, ni una oración.
El martirio de la iglesia hecha carne no tiene parangón con la del clero nicaragüense. Aunque en Nicaragua s{i hubo y hay valientes excepciones con sacerdotes aun vivientes como el padre Uriel Molina y Antonio Castro; los obispos en su mayoría se alejaron del pueblo mártir, del compromiso con los más pobres y del trabajo por la paz y el diálogo.
Esto se ilustra en la entrevista del 13 de julio de 2022 que dio el Cardenal Leopoldo Brenes en su visita a Bogotá. Ahí declaró; “la teología de la liberación era una ideología y que la iglesia popular se vino al suelo por eso”. En Nicaragua, las enseñanzas de la Teología de La Liberación y la opción preferencial por los pobres de Medellín no llegaron ni en pinceles a sus obispos en los últimos 50 años y hoy siguen orgullosos de ello.
Monseñor Romero, parafraseando a San Irineo de Lyon, decía: “la gloria de Dios es que el pobre viva”, pero en la Nicaragua de los años 80, los obispos dejaron solo al pueblo enterrar a sus muertos cuando el 80 por ciento de la población profesaba la religión católica. Ya en 2020, solo el 42.9 por ciento se consideraba católico.
No se vale vestirse de jeans, usar pelo largo y tener sandalias en los pies para parecer un cura creíble y comprometido, el hábito no hace al monje. En conclusión, hace falta mucha humildad y verdad para asumir el llamado al diálogo y el encuentro que volvió a hacer el obispo de Roma para Nicaragua. Los nicaragüenses que hoy viven en ese país, disfrutan de la libertad religiosa en todas sus expresiones, no se ha dañado ni se ha atentado contra una sola iglesia.