Por Oscar Rotundo
En tiempos de lawfare y represión, el ropaje de una dictadura puede ser variado, pero lo que desnuda su esencia es la acción que ejercen los que encarnan la soberanía popular.
Esta simple cuestión del “gobierno para el pueblo y por el pueblo” devela la legitimidad de la acción de gobierno en el sistema representativo republicano. Qué intereses defiende y cuánto está dispuesto a hacer para defender esos intereses.
En la situación actual que vive el Perú, claramente puede visualizarse lo que pretende hacer y qué intereses defiende la burocracia política parlamentaria asociada a los corruptos grupos concentrados de la economía y a los medios oligopólicos que sustentan el relato ideológico propagandístico que intenta justificar el golpe de Estado y la criminal estrategia represiva contra los sectores populares.
Luego de trajinar durante dieciséis meses contra las maniobras destituyentes de la oposición, fundamentalmente fujimorista, luego de ceder, negociar y conciliar posiciones, Pedro Castillo decide cerrar el Parlamento y convocar a una Asamblea Constituyente, recogiendo tardíamente el clamor popular que desde antes de que él pensase en postularse a la presidencia del país, ya había dejado en las calles la vida de decenas de compatriotas que, con extremo coraje y sabiduría, le ponían el cuerpo a este reclamo estratégico.
Ese pueblo desocupado, precarizado y mal pago, abandonado a su suerte por un Estado manejado históricamente por bandas de saqueadores al servicio del gran capital transnacional, tenía la convicción de que ese engendro mafioso montesino-fujimorista que había envilecido a las instituciones y a la política implantando una Constitución —manipulada y reformada a espaldas de los intereses populares— debía dejar de existir para darle paso a otra oportunidad que refundara al país con un nuevo contrato social inclusivo y equitativo.
Esos millones de campesinos indígenas arruinados por las políticas extractivistas y los acuerdos de libre comercio articulados desde las oficinas limeñas, ese ataque constante al bolsillo de los trabajadores mediante el negocio de la tercerización y privatización de los servicios públicos y ese desprecio racista hacia los pueblos originarios, habían encontrado en la figura de Pedro Castillo la posibilidad de obtener una transformación que desde el gobierno fuera equilibrando la balanza a favor de los desposeídos.
Debemos tener en claro que los pueblos luchan por obtener justicia, no por ambiciones de poder, o sed de venganza, ni para oprimir a otros sectores de la sociedad. En esa lucha emerge una contradicción que a estas alturas se ha vuelto antagónica e irreconciliable: la que existe entre los intereses de los sectores populares y el sistema de dominación capitalista excluyente de los sectores más vulnerables de la sociedad y dependiente de su papel en la división imperialista del trabajo que solo beneficia a una minoría nacional y se ampara en el marco legal que le brinda la constitución y se interrelaciona con el sistema institucional que finge una supuesta división de poderes, cuando en realidad éstos se articulan para satisfacer las ambiciones de los sectores concentrados de la economía.
La crisis del sistema de partidos, que expresara la representatividad de sectores populares y su transformación en franquicias o partidos de alquiler al servicio de los poderosos, ha sido puesto en jaque por la movilización popular y sus expresiones de rechazo a las prácticas corruptas y mafiosas de la clase política tradicional.
Esta ruptura de la tan proclamada división de poderes que ha permitido, corrupción mediante, avanzar sobre las instituciones y sobre la democracia, nuevamente encuentra en las calles a quienes realmente conocen cuál es el alfa y omega de todos los males que postergan al país y al pueblo.
Ese pueblo de tradición comunitaria, asambleísta, cooperativista y sindical entiende que en la unión está la fuerza y, al no tener nada más que perder, decide echarse el resto, pues no habrá futuro para ellos y las próximas generaciones sin un cambio profundo.
Castillo está en la cárcel, su familia exiliada en México y los muertos por la represión superan los 25, entre ellos jóvenes y niños. En este escenario, el presidente del Congreso golpista, José Williams Zapata, un militar devenido en político responsable de la masacre de Accomarca —ejecutada el 14 de agosto de 1985 por una patrulla militar que estuvo bajo su mando y donde fueron asesinados 69 comuneros, ancianos, mujeres y niños, como lo indica el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), y de la Operación Chavín de Huántar, en la Embajada de Japón realizada a sangre y fuego contra el MRTA—, le expresó cínicamente a los peruanos: “Necesitamos traer paz y tranquilidad a la población luego de momentos de tanta violencia y crisis”.
La burocracia golpista que descuartizó al Estado de Derecho, como en su momento lo hiciera con el líder incaico Tupac Amaru, sabe que si no desmoviliza a la población, la radicalización del conflicto tarde o temprano los derrotará.
El parapeto montado por Dina Boluerte ya ha sufrido la baja de los ministros de Educación y Cultura que renunciaron tras conocerse la cantidad de fallecidos provocados por los enfrentamientos al interior del país.
Ya Dina Boluarte y su premier Alberto Otárola, han sido denunciados por genocidio ante la CIDH por la legisladora de Perú Libre, Margot Palacios, por los fallecidos registrados en los enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas del orden.
Los gobernadores Werner Salcedo y Percy Godoy, electos en Cusco y Apurímac respectivamente, rechazaron la invitación para una cita con Dina Boluarte y pidieron su renuncia.
En el plano internacional, las posiciones de México, Argentina, Colombia y el Estado Plurinacional de Bolivia han sumado a Honduras y los países del ALBA-TCP en su denuncia del Golpe Parlamentario contra Pedro Castillo, con quien se solidarizan y abogan por su pronta liberación.
En tiempos de lawfare, de asalto a la voluntad popular expresada en las urnas, en tiempos de caída de la fachada del mito de la independencia de poderes en la democracia liberal, se torna indispensable saber quién es el soberano, si la burocracia del congreso o el pueblo movilizado.