Thierry Meyssan
Aunque en las naciones occidentales parecen creer lo contrario, lo cierto es que no tienen nada que temer del poderío militar de Rusia y China. Los pueblos de las potencias occidentales deberían preocuparse más bien de que sus dirigentes no den lugar a que Moscú y Pekín tengan que hacer uso de sus capacidades militares para llevarlos a respetar los tratados que alguna vez firmaron sus países.
Rusia y China disponen de armas muy superiores al armamento de las potencias occidentales. Esas armas permitieron a la Federación Rusa ganar la guerra en Siria, y Moscú se dispone ahora a vencer también en Ucrania. La OTAN, después de haber fracasado en el Medio Oriente –donde intervino manipulando cientos de miles de yihadistas– no logra esconder que la realidad del campo de batalla ucraniano es muy desfavorable para el bando occidental.
La manera de pensar de las antiguas potencias coloniales las lleva a creer que Rusia y China van a utilizar su superioridad militar para imponer su modo de vida al resto del mundo. Pero Moscú y Pekín no tienen esa intención y eso está muy lejos de lo que están haciendo. Habría que decir incluso que lo que hacen es más bien todo lo contrario.
Moscú y Pekín no dejan de reclamar la aplicación estricta del Derecho Internacional. Sólo eso. Los rusos aspiran a vivir tranquilos en su país, mientras que los chinos esperan poder comerciar con el mundo entero.
Los acontecimientos que se reportan desde Ucrania nos han hecho olvidar los pedidos que Rusia ha venido reiterando desde 2007. Rusia exige garantías de seguridad muy específicas, principalmente que no haya arsenales de terceros en los países vecinos.
Siendo el país más extenso del mundo, Rusia sólo puede garantizar la seguridad de sus extensas fronteras asegurándose de que no haya ejércitos desplegados a sus puertas. De no ser así, y en caso de invasión de su territorio, la única solución a su alcance es recurrir a la «estrategia de la tierra quemada» del general Fiodor Rostopchin (1763-1826). Eso explica todas las negociaciones rusas con los antiguos miembros del Pacto de Varsovia. Y es también el sentido de las negociaciones con todos los Estados exsoviéticos. Moscú nunca se opuso a que esos Estados escogiesen sus aliados, ni siquiera a que pudiesen decidir ser miembros de la OTAN. Sólo se opone a ello si la adhesión a la OTAN implica la instalación de arsenales de la alianza atlántica en los territorios de esos países, a las puertas del territorio ruso.
Moscú se mostró satisfecho en 1999, cuando 30 Estados miembros de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) firmaron la Declaración de Estambul, la llamada “Carta sobre la Seguridad Europea”, que plantea dos principios fundamentales:
– el derecho de cada Estado a escoger sus alianzas;
– el deber de cada Estado de no garantizar su propia seguridad a expensas de la seguridad de otros Estados.
Es la violación de esos dos principios lo que ha dado lugar al conflicto ucraniano. Ese es el sentido del discurso del presidente Vladimir Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007. Putin denunció allí el no respeto de los compromisos contraídos en el marco de la OSCE y el surgimiento de una especie de gobierno «monopolar» del mundo.
Las potencias occidentales, que en aquel momento veían a Rusia como un país quebrado, aceptaron las observaciones de Putin como ciertas, pero las vieron como lastimosas quejas de una nación impotente.
Aquello fue un error. Rusia volvió a levantarse, ha logrado superar a Occidente y hoy utiliza su poder para forzar a los occidentales a respetar los principios que antes aceptaron. Pero no usa su poder para imponernos su manera de pensar.
Después del derrumbe de la URSS, Occidente creyó inútil respetar los compromisos que había contraído en tiempos de la guerra fría. Y se empeñó en construir un «Nuevo Orden Mundial», según la fórmula de Margaret Thatcher y de George Bush padre, un Nuevo Orden Mundial «basado en reglas»… en reglas que Occidente ha definido unilateralmente, sin consultar al “resto del mundo” –que en realidad es la mayoría.
En definitiva, las naciones de Occidente han venido violando casi todo lo que habían firmado, incluyendo el Derecho Internacional.
El Derecho Internacional, nacido de la Conferencia de La Haya de 1899, es fundamentalmente incompatible con el derecho anglosajón. El Derecho Internacional es una convención positiva, se elaboró según el principio de unanimidad, lo cual significa que es aceptado por cada uno de los que lo aplican. Pero el derecho anglosajón, al contrario, se basa en usos, lo cual lo lleva a estar siempre retrasado en relación con la evolución del mundo y a privilegiar a quienes en algún momento dominaron el planeta.
A partir de 1993, Occidente comenzó a reemplazar, uno por uno, todos los tratados internacionales para reescribirlos según el derecho anglosajón. En aquel momento, bajo el presidente Bill Clinton, Estados Unidos estaba representado en el Consejo de Seguridad por Madeleine Albright, hija del profesor Josef Korbel, un ex diplomático checo convertido en profesor de la universidad de Denver.
Korbel enseñaba a sus alumnos que para Estados Unidos la mejor manera de dominar el mundo no era conquistarlo militarmente sino llevarlo a adoptar el sistema jurídico estadounidense… lo mismo que la Corona británica ya había hecho antes. Después de haber sido embajadora de Estados Unidos en la ONU, Madeleine Albright fue secretaria de Estado. Y después, ya con George Bush hijo en la Casa Blanca, fue Condoleezza Rice –hija adoptiva de Josef Korbel– quien reemplazó a Colin Powell a la cabeza del Departamento de Estado. En la práctica, durante los 20 últimos años, Occidente –bajo la batuta de Washington– se ha dedicado a destruir el Derecho Internacional y a imponer sus reglas, llegando así a la situación actual, en la que los países occidentales usurpan enfáticamente el título de «comunidad internacional».
El 21 de marzo de 2023, los presidentes de Rusia y China, Vladimir Putin y Xi Jinping, adoptaron una estrategia común para hacer prevalecer el Derecho Internacional. Se trata precisamente de desmantelar el sistema impuesto por Madeleine Albright y Condoleezza Rice.
Rusia, como presidente del Consejo de Seguridad de la ONU en el mes de abril, organizó un debate público sobre el tema «Mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales: un multilateralismo eficaz basado en la defensa de los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas».
Ese debate, realizado en la sala del Consejo de Seguridad de la ONU y bajo la presidencia del ministro de Exteriores de la Federación Rusa, Serguei Lavrov, no tenía por objetivo exponer los “trapos sucios” acumulados desde la desaparición de la URSS sino comenzar a movilizar el mayor número posible de Estados. En la nota (S/2023/244), que Rusia hizo circular antes del debate, Moscú explica cómo el orden unipolar occidental ha venido imponiéndose en lugar del Derecho Internacional. Moscú alertaba además sobre el papel de actores no gubernamentales –las famosas «ONGs»– en esa maniobra. Señalaba también que convertir los derechos humanos en un criterio de gobernanza, en vez de verlos como un objetivo a alcanzar, en realidad perjudica los procesos tendientes a mejorar el respeto de esos derechos. Igualmente resaltó que los tribunales internacionales no están siendo utilizados para defender el Derecho, sino para dividir el mundo en «buenos» y «malos», de manera que esos tribunales ya no sirven para resolver diferendos sino para crear jerarquías, no se usan para unirnos sino para dividir.
La nota de la misión rusa terminaba planteando interrogantes como las siguientes:
¿Qué pudiera hacerse para restablecer la cultura del diálogo y del consenso en la Organización [de las Naciones Unidas], incluso en el seno del Consejo de Seguridad?
¿Cuál es la mejor manera de demostrar que la situación actual, caracterizada por un enfoque selectivo de las normas y principios del Derecho Internacional, incluyendo de la Carta [de las Naciones Unidas], es inaceptable y ya no puede continuar?
La intervención del secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, no aportó nada al debate. Guterres se limitó a presentar el futuro programa de la ONU y los numerosos participantes en el debate se dividieron entonces en tres grupos.
Rusia resaltó el valor de la Carta de la ONU, deploró su evolución de los 30 últimos años, se pronunció por el principio de igualdad entre todos los Estados soberanos y denunció el poder exorbitante de las potencias occidentales en el seno de la ONU y su organización unipolar.
Recordó que la operación militar especial rusa en Ucrania es consecuencia de un golpe de Estado –el que tuvo lugar en Kiev, en 2014– y que el problema no es por consiguiente Ucrania sino la manera como Occidente maneja las relaciones internacionales.
De paso, Rusia recordó al secretario general de la ONU que su cargo lo obliga a ser imparcial. El ministro ruso de Exteriores subrayó además que, si los próximos documentos de la ONU no respetan el principio de imparcialidad, no lograrán más que dividir el mundo un poco más, en vez de unirlo.
El Grupo de Amigos por la Defensa de la Carta de la ONU y el Grupo de los 77 (G77) emitieron denuncias similares a las de Rusia.
El segundo grupo, los países occidentales, trató constantemente de desviar el debate hacia el tema de Ucrania, pero negándose a tener en cuenta el golpe de Estado de la plaza Maidan e insistiendo en la violencia de la «invasión» rusa y recordando su costo humano.
El tercer grupo emitió críticas todavía más duras. Pakistán denunció la noción de «multilateralismo en red», contraria a un orden internacional conformado por Estados soberanos e iguales. Ese país rechazó también toda perspectiva de un mundo «unipolar, bipolar o incluso multipolar si [ese mundo] debe ser dominado por algunos Estados ultrapoderosos». Etiopía y Egipto denunciaron el papel que las grandes potencias asignan a protagonistas no estatales.
Antes del debate, Rusia y China habían recordado a las delegaciones de ciertos países los tratados internacionales que el «Nuevo Orden Mundial» viola descaradamente. Pero en el debate no se mencionaron casos específicos, exceptuando la alusión de los occidentales a Ucrania, aunque no faltan los ejemplos recientes de compromisos internacionales violados.
Por ejemplo,
En 1947, Finlandia se comprometió por escrito a ser neutral. Su reciente adhesión a la OTAN es, por consiguiente, una violación de aquel compromiso.
En 1990, el año de su creación, las repúblicas exsoviéticas del Báltico se comprometieron a conservar los monumentos erigidos en homenaje a los sacrificios del Ejército Rojo en la lucha contra el nazismo. La destrucción de esos monumentos es por ende una violación de los compromisos firmados por esos países.
En la resolución 2758 del 25 de octubre de 1971, las Naciones Unidas reconocen el gobierno de la República Popular China como único representante legítimo de la nación china. Como resultado de esa resolución, el gobierno instaurado por Chiang Kai-shek en Taiwán fue excluido del Consejo de Seguridad de la ONU y el gobierno de Pekín ocupa desde entonces el escaño de China. Por consiguiente, las recientes maniobras navales de la República Popular China en el Estrecho de Taiwán no son un acto agresivo contra un Estado soberano sino un despliegue de fuerzas de un Estado soberano –la República Popular China– en sus propias aguas territoriales.
En el Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968, las potencias nucleares se comprometieron a no transferir armas nucleares a otros países y los países firmantes no poseedores de armas nucleares se comprometieron a no aceptar el despliegue de armamento nuclear en sus territorios. Pero, en el marco de la OTAN, Estados Unidos ha desplegado bombas nucleares tácticas en cierto número de las bases militares que posee fuera del territorio estadounidense, concretamente en varios países europeos, e incluso entrena militares extranjeros en el uso de ese armamento. Así violan los compromisos contraídos cuando firmaron el Tratado de No Proliferación Nuclear tanto Estados Unidos como Alemania, Bélgica, Italia, Países Bajos y Turquía.
Sólo citaremos aquí esos 4 ejemplos. Pero la lista de compromisos y de tratados internacionales violados es mucho más extensa y es evidente que tarde o temprano habrá múltiples reclamos de los Estados no occidentales, o sea de los gobiernos que representan el 87% de la población mundial.
En definitiva, lo que «Occidente» teme de Rusia y China es que su poderío lo obligue a respetar los compromisos contraídos.