Aunque la conflictividad interna (1980-2000) se saldó con casi 70.000 víctimas fatales, las causas estructurales que la originaron aún persisten.
Han pasado 20 años desde que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) divulgara los detalles del conflicto armado interno en el período 1980-2000, pero los efectos y las causas que lo originaron siguen latiendo al interior de la sociedad peruana.
La salida abrupta del poder del presidente Pedro Castillo (2021-2022) y el inicio de la Presidencia de Dina Boluarte, han dejado al descubierto profundas heridas que la narrativa instalada tras el fin del Gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) había dado por superadas, o al menos, aliviadas.
Así, las miles de personas que desde diciembre de 2022 se han volcado repetidamente a las calles a demandar la realización de elecciones generales anticipadas, el cese del Congreso y la instalación de una asamblea constituyente, han sido ferozmente reprimidas.
Aunque el Gobierno ha reconocido tímidamente el uso excesivo de la fuerza contra civiles desarmados, también ha justificado sus acciones, al asegurar que se trataba de manifestantes violentos e incluso de «terroristas», la peor acusación que se le puede lanzar a un peruano.
Bajo este punto de vista, el Estado aparece como el defensor de la paz nacional contra un enemigo interno al que hay que combatir a cualquier precio, dado que otrora fue capaz de arrinconar a las autoridades y dejar a su paso una estela de sangre y terror.
Violaciones a los DD.HH. con sesgo racista
La ola de protestas masivas que sacudió al Perú entre diciembre de 2022 y marzo de 2023 se saldó con 67 personas muertas y 1.785 heridos, en su mayoría por choques directos con la Policía y el Ejército, según se lee en un reporte diario de la Defensoría del Pueblo fechado el 3 de mayo de 2023, en el que se apunta que la última víctima fatal falleció el 21 de marzo en Cusco.
Un informe presentado el pasado mayo por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), órgano adscrito a la Organización de Estados Americanos (OEA), también alude a estos eventos, con particular énfasis en la afectación sobre personas que no tomaban parte de las manifestaciones.
Entre otros asuntos, el documento detalla la represión desatada en la ciudad de Ayacucho el 15 de diciembre de 2022, cuando 10 personas fallecieron producto de la respuesta de las fuerzas del orden en el contexto de las manifestaciones, aunque se comprobó que algunas víctimas no participaban de la refriega.
«En el caso de Ayacucho se registraron graves violaciones de derechos humanos que deben ser investigadas con debida diligencia y con un enfoque étnico-racial. Al ser perpetradas por agentes del Estado, las muertes podrían constituir ejecuciones extrajudiciales«, advierte el texto.
Del mismo modo, la directora de Amnistía Internacional en Perú, Marina Navarro, denunció que las autoridades peruanas emplearon «perdigones de forma indiscriminada» contra la población y acusaron el uso de armas letales en los departamentos de Ayacucho, Apurímac y Puno, una práctica no detectada en Lima.
A juicio de Navarro, esto apunta hacia «un marcado sesgo racista por parte de las fuerzas de seguridad«, en tanto «el 80 % de las víctimas son de comunidades campesinas e indígenas».
La mayoría de los ciudadanos coincide con esta apreciación. Una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos publicada en mayo pasado, reveló que el 72 % de los consultados considera que la crisis política y social que atraviesa al país tiene origen en el racismo y la discriminación hacia los pueblos indígenas.
Saldos de una guerra mortal
La victimización de poblaciones campesinas e indígenas no constituye una novedad en la historia reciente del Perú. De acuerdo con el balance ofrecido por la CRV, unas 69.280 personas perdieron la vida entre 1980 y 2000 a consecuencia del conflicto armado interno.
Se concluyó asimismo que el 40 % de todos los decesos se produjeron en el departamento de Ayacucho y que los campesinos indígenas quechuahablantes constituyeron el 75 % de las víctimas fatales.
En aquel entonces, los especialistas convinieron en identificar a tres fuerzas en pugna: el Estado, representado por las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional; el Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL), un grupo de orientación maoísta encabezado por el exprofesor de filosofía Abimael Guzmán, caracterizado por sus prácticas abiertamente terroristas; y otros actores minoritarios pero no por ello menos relevantes.
De estos últimos, se puso especial énfasis en las acciones del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), una guerrilla más parecida a otras fuerzas insurgentes en América Latina, como las extintas FARC (Colombia) o el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, de El Salvador.
Por ello, aunque también pretendía la toma del poder por la vía armada, el MRTA se diferenciaba ampliamente del PCP-SL en cuanto a sus métodos y tácticas. Se le responsabiliza del 1,5 % de todos los decesos ocurridos en el conflicto.
Así, entre todos los participantes, el PCP-SL figuró como el principal perpetrador de crímenes de guerra y violaciones a los derechos humanos, al achacársele aproximadamente el 54 % de todas las muertes.
Aunque al Estado peruano se le atribuyeron crímenes de lesa humanidad y violaciones masivas y reiteradas a los derechos humanos, fueron menores a las que se le imputaron al PCP-SL, un caso inédito en la historia de los conflictos armados internos en la región que aún es objeto de controversias entre especialistas.
Lo cierto es que, entre 1980 y 2000, el Estado peruano desplegó una guerra interna «contra el terrorismo» para derrotar a las fuerzas insurgentes, en la que abundaron masacres, desplazamientos forzados y abusos de todo tipo, tanto contra militantes del PPC-SL y el MRTA como contra dirigentes sociales, estudiantiles o civiles sin militancia política reconcida, bajo la premisa de que colaboraban con los terroristas.
Este relato sirvió de excusa para que en los momentos más álgidos del conflicto, los gobiernos de turno apelaran al uso de escuadrones de la muerte, como el Comando Rodrigo Franco o el Grupo Colina, cuyos miembros han sido condenados por la Justicia por secuestros y asesinatos selectivos.
Las respuestas del presente
Frente a los actuales señalamientos por violaciones a los derechos humanos y aplicación de la fuerza con criterios racistas, el Gobierno peruano ha intentado desmarcarse de las acusaciones por la vía de la justificación de sus acciones y de la elusión de responsabilidades.
A lo interno, la Fiscalía avanza una investigación contra la presidenta Dina Boluarte y otros altos cargos de su Gobierno por delitos de genocidio, homicidio calificado y lesiones graves; a lo externo, proliferan las denuncias y advertencias sobre prácticas condenadas por el derecho internacional, aunque ello no se haya traducido en la admisión plena de responsabilidades.
Tras la divulgación del informe de la CIDH, Boluarte respondió que si bien ella tiene el mando de las Fuerzas Armadas y la Policía, su autoridad no alcanza para tomar decisiones prácticas en el terreno.
«Yo puedo ser la jefa suprema de las Fuerzas Armadas, pero no tengo comando, los protocolos los deciden ellos […]. [Ni] los ministros ni la presidenta tenemos comando para decidir sobre los protocolos que las Fuerzas Armadas o la Policía Nacional tienen. Ellos tienen su propia ley, pero también sus propios protocolos», aseveró la mandataria en una entrevista concedida a El Comercio el pasado mayo.
Al mes siguiente, Boluarte declaró ante la Fiscalía que se había enterado de las muertes en las protestas a través de los medios de comunicación, pero sus expresiones fueron refutadas por los expresidentes Martín Vizcarra (2018-2020) y Francisco Sagasti (2020-2021), quienes aseveraron que cada mañana el jefe del Estado recibe un reporte pormenorizado de la situación del país.
En la misma línea, el exministro del Interior César Augusto Cervantes, afirmó a los fiscales que en su gestión, que se extendió entre el 10 y el 20 de diciembre de 2022, le informó oportunamente a Boluarte y a su jefe de Gabinete de entonces, Pedro Angulo, sobre el número de víctimas fatales en las manifestaciones.
De su parte, el premier Alberto Otálora responsabilizó al destituido mandatario Pedro Castillo de los decesos ocurridos en el contexto de las protestas antigubernamentales.
«Son los muertos de Castillo, no son los muertos de la presidenta Boluarte. Quien buscó estas muertes fue Castillo; el Estado solo se defendió«, dijo Otálora a El Español, en una entrevista concedida a inicios de junio de 2023.
Según él, la acción de las fuerzas del orden «fue absolutamente necesaria», porque «el agredido fue el Estado y los heridos, los 33 millones de peruanos».
Asimismo, reportes oficiales filtrados por la prensa local indican que los efectivos enviados para hacer frente a las manifestaciones antigubernamentales de diciembre de 2022 en Ayacucho, no disponían de armamento no letal y se les instruyó para que emplearan sus fusiles reglamentarios.
Esta versión se compadece con lo que expresara el pasado enero un policía retirado que participó en las acciones del cuerpo en Juliaca, en el departamento de Puno, al sur del país, cuyo testimonio fue replicado por la prensa peruana.
«Cuando nos estábamos formando, [el comandante] claramente dijo que estas órdenes venían de los altos mandos policiales y de la Presidencia de la República«, sostuvo el exfuncionario ante los fiscales.
El incidente de Juliaca dejó 18 personas fallecidas y fue calificado como una masacre por la población y los medios de comunicación. Luego, la CIDH confirmó la veracidad de estos señalamientos.
Además de negar su poder de comando, Boluarte ha afirmado que en los días en los que se produjeron el mayor número de muertes no tuvo «contacto directo» con los mandos militares y ha declinado a responder a las preguntas formuladas por los abogados de las víctimas, pese a que previamente había dicho que no guardaría silencio porque era «la primera interesada» en conocer la verdad de lo sucedido.
El fantasma del terrorismo
Según se desprende de las declaraciones de los altos cargos del Gobierno peruano, la condición y origen de las víctimas fatales de la represión desplegada principalmente entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, no es una categoría que merezca ser mencionada o considerada en el esclarecimiento de los hechos.
Sin embargo, la omisión no es azar. En un trabajo para el portal La Línea, la antropóloga Natalí Durand advierte que amén del relato glorificador de la actuación de las Fuerzas Armadas durante el conflicto armado, organizaciones no gubernamentales de derechos humanos han asentado la narrativa de que «no todas las víctimas son consideradas igualmente importantes«.
En el grupo de excluidos, apunta Durand, se encuentran aquellos peruanos que pueden ser considerados «malos» o inconvenientes debido a sus nexos con «los grupos designados por el Estado como terroristas».
A su vez, explica, esto ha permitido que se etiquete como «terrorista» –terruco, en la jerga local– a «prácticamente de todo aquel que cuestiona el orden establecido«.
Según la versión construida por el régimen fujimorista, un terrorista equivale a un monstruo que debe ser aplastado por cualquier medio, con independencia de los límites que impone el respeto a los derechos humanos consagrado en las leyes del país.
La especialista llama a recordar que el llamado «terruqueo» reapareció con fuerza en el discurso público tras la victoria de Pedro Castillo en 2021 y se expresó vívidamente desde el Estado en la represión desatada por el Gobierno de Boluarte contra los ciudadanos que reclamaban la vuelta del maestro rural al poder, la disolución del Congreso, el adelanto de las elecciones generales y la instalación de una asamblea constituyente.
Mientras, en las recientes jornadas se han difundido reportes de choques entre el Ejército y los remanentes de Sendero Luminoso, que siguen activos en el departamento de Ayacucho.
En un comunicado, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas peruanas refirió que cuatro efectivos militares fallecieron y tres más resultaron heridos en un enfrentamiento con «una columna terrorista» en la madrugada del 4 de septiembre de 2023. También se hizo público el deceso de dos insurgentes.
La acción fue aplaudida por el Congreso y la Defensoría del Pueblo del país, mientras que Rogelio Cusichi Ricra, alcalde de Putis, localidad donde se produjo el choque armado, aseguró que Sendero Luminoso «sigue dando miedo» y refirió que en ese mismo lugar, hace 39 años, el Ejército perpetró «una cruel matanza» que dejó 123 personas muertas.
«El trayecto que conduce al Vraem [Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro] por Putis es un camino que nadie controla, realmente nadie controla. Nosotros tenemos miedo de controlar porque es gente armada», sostuvo el burgomaestre, quien recalcó que la zona sigue estando abandonada por las instituciones.
Estigmas desde el poder
Los hechos parecen otorgar la razón a Durand, pues desde la presidencia también se ha contribuido a esta estigmatización. En los albores de la llamada segunda ‘Toma de Lima’, realizada a principios del pasado febrero, la mandataria dijo: «Esta no es una protesta pacífica. Esta es una acción violenta generada por un grupo de gente radical que tiene una agenda política y económica. Y esta agenda económica se basa en el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando».
En una entrevista concedida a The New York Times días más tarde, la canciller peruana, Ana Cecilia Gervasi, reconoció que el Ejecutivo no tenía «ninguna evidencia» de que las manifestaciones estuvieran bajo la dirección de grupos criminales con interés en incidir en la política, como había afirmado Boluarte.
En paralelo, organizaciones de extrema derecha como ‘Los Libertarios’ o ‘La Resistencia’ han irrumpido en actos públicos para atacar a personas afines a la izquierda política con el argumento de que se trata de terroristas. Hasta ahora, no hay constancia de procesos judiciales en su contra, a pesar de que se han interpuesto las correspondientes denuncias.
Si bien organizaciones como el PCP-SL o el MRTA ya no representan una amenaza vital para el Estado peruano, las causas que motivaron su emergencia hace más de cuatro décadas siguen intactas.
El país sigue acusando inmensas desigualdades y las acciones gubernamentales siguen concentradas en torno a los núcleos urbanos donde vive la mayor parte de la población, en desmedro de las olvidadas comunidades rurales, que se han constituido en la principal cara de la oposición antigubernamental en los últimos meses.
Como otrora, la respuesta de la administración central ha sido la represión y la criminalización de los campesinos indígenas, nuevamente víctimas de la desatención y la marginalización. Son, como advierte Durand, víctimas incómodas, porque tienen una posición política que no es favorable a quienes ostentan el poder.