«La indignación de los guatemaltecos provocada por la corrupción grosera de sus gobernantes merece nuestra admiración. Pero debemos estar claros: no basta con funcionarios probos para enfrentar los desafíos que enfrenta el país, desafíos que están más cerca de la segunda mitad del siglo pasado”. La reflexión pertenece al Profesor Pleno de INCAE, Arturo Cruz, quien invita en esta ponencia a evaluar el carácter profundo del proceso político institucional que vive Centroamérica.
Cuando F. Fukuyama, en el verano de 1989, publicó “El Fin de la Historia” en el National Interest, la vieja Unión Soviética estaba por colapsar, mientras China experimentaba con una suerte de leninismo de mercado, un hibrido entre un régimen político autoritario y una economía en la que la iniciativa de los privados adquiría mayor protagonismo — hibrido que a la sazón, por los sucesos de la Plaza de Tianammen, daba la impresión que daría pie a una mayor liberalización, no solo en lo económico sino también en la esfera política.
De lo que no había duda, según F. Fukuyama, era que el modelo de planeación central dirigido por el binomio partido único/estado, como el sustento de la transición socialista no funcionaba, concluyendo, que el fin de la historia no sería el comunismo tal como la anticipó K. Marx, sino más bien, la otra gran opción, la sociedad liberal, con su economía de mercado y democracia representativa, las dos caras de la misma moneda
De lo que se trataba entonces, era esperar que los valores liberales, triunfantes en sociedades con mayor nivel de desarrollo económico, se extendiesen gradualmente, hasta adquirir su dimensión universal.
A lo elaborado por el celebrado ensayo de F. Fukuyama, había que añadirle la crisis latinoamericana de los años ochenta, cuando la gran mayoría de los países de la región se vieron agobiados por esferas públicas sobre dimensionadas, lo que provocó déficits fiscales mayúsculos y niveles insostenibles de deuda pública. Fue entonces, cuando todos los países de la región — en mayor o menor grado — iniciaron el recorrido del Estado y su control de las Alturas Dominantes, a economías en las que prevalecía la iniciativa de los privados. A este recorrido, se le denominó posteriormente como “la reforma neo-liberal”.
Para principios de los años noventa del Siglo XX, la URSS dejo de existir, China se distanció de la ortodoxia de la planeación central, el modelo latinoamericano de CEPAL dio espacio a la reforma neo-liberal, y el propio gobierno cubano, sin el sustento soviético, adoptó un programa de estabilización tan estricto que sus autoridades proclamaron que en Cuba “sólo trabajan los eficientes”, de tal manera que en 1993, 18% de su fuerza laboral fue clasificada como “disponible”. Y en 1997, en Inglaterra, el Partido Laborista triunfa electoralmente bajo el slogan de New Labor, el cual, exagerando un poco, no era otra cosa que las medidas de Margaret Thatcher con un tono más suave, más sensible en sus expresiones verbales cuando se referían a temas sociales y de equidad en general.
En América Latina, un grupo de intelectuales y políticos, en su mayoría de izquierda tales como Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador, Luis Ignacio Lula da Silva, Carlos Ominami, Ricardo Lagos, entre otros, participaron en varias reuniones que dio lugar al documento elaborado por Jorge Castañeda y Roberto Magabeira Unger (marzo de 1998), titulado , “Después del Neoliberalismo: Un Nuevo Camino”, en un esfuerzo por diferenciarse de la vieja izquierda, pero a la misma vez guardando distancia de las medidas neo-liberales más extremas.
Advertían sin embargo, “no queremos regresar al nacionalismo populista ni a la estrategia semi-autárquica de la sustitución de importaciones que terminan fácilmente protegiendo la ineficiencia de los oligopolios autóctonos. Tampoco queremos regresar a las finanzas públicas de otras épocas”. Proponiendo más bien “democratizar la economía de mercado”, y fortalecer la función reguladora del Estado sobre la base de las reformas de segunda generación, con el fin de promover capitalismo para todos en vez de mercantilismo para pocos, enfatizando las privatizaciones de bienes públicos con transparencia, sin ceder en los bienes esenciales que el Estado debe proveer.
Si lo dicho en este documento es ser de izquierda, la mayoría entonces somos de izquierda.
El punto que quiero resaltar es que a finales del Siglo XX, el espíritu de los tiempos definitivamente favorecía los valores del liberalismo clásico, y que la izquierda se había quedado sin respuesta a la pregunta de Lenin: ¿qué hacer? Tan dominantes eran estos valores, que Ignacio Ramonet, en son de queja, se refirió al “economicismo neoliberal” como el único pensamiento aceptable.
Si vamos a ser francos, en esencia, la reforma neo-liberal en América Latina consistió en adoptar las medidas del modelo económico del gobierno militar de Pinochet, pero ya legitimadas por el retorno de la democracia representativa a Chile, y por los incrementos en el gasto social de los gobiernos de la Concertación. Si se aplicaban estas medidas con consistencia, argumentaban sus defensores, se garantizaban macroeconomías sólidas y crecimiento sostenido sobre la base de la inversión privada, con lo cual, se garantizaban la permanencia de las democracias representativas. Lo político le seguía a lo económico.
Con los Acuerdos de Paz, y el desganche del Estado de las Alturas Dominantes en El Salvador, el optimismo de los reformistas neoliberales parecía verse justificado ante un crecimiento promedio anual entre 1991-1995 del 5.9%, y a pesar de que el crecimiento promedio anual entre 1996-2000 fue de 2.6%, los reformistas continuaban creyendo en la profundización de las medidas neo-liberales para crecer con mayor dinamismo.
Si bien es cierto el crecimiento económico facilita en las democracias representativas la mediación que le corresponde a los partidos políticos entre el Estado y los ciudadanos; no es menos cierto, que si las democracias representativas tienen arquitecturas sólidas, es decir partidos políticos que comparten fronteras, y coinciden en lo esencial en el ámbito de acción del Estado, los privados se sentirán más a gusto cuando les toque tomar riesgos con sus ahorros y procedan a invertirlos en su propio hábitat.
En el 2001, recuerdo que me tocó realizar un trabajo para FUSADES, en el cual me aventuraba a sugerir la necesidad de una sociedad política anclada en lo que denominé el centro vital, parafraseando el Mínimum Vital del gran intelectual salvadoreño Alberto Masferrer, sugerencia que no fue bien vista por los que argumentaban que la polarización beneficiaba electoralmente al partido de la derecha liberal, y que de lo que se trataba, cada vez que habían elecciones, era contratar a los mejores expertos en manejo de campañas, y asignar los recursos necesarios para seducir/atemorizar a la mayoría del electorado.
Posteriormente a esta recomendación, en varias ocasiones adelanté la idea de que el “híper activismo electoral” en el contexto de una sociedad política polarizada, complicaba las decisiones de los privados sobre cómo proceder con sus ahorros, independientemente si el ganador de las contiendas más relevantes era el partido con quien la sociedad económica se identificaba.
La política, según la caracterización de D. Easton — entre los grandes de la ciencia política contemporánea — es el proceso por medio del cual se reparte “aquello” que es escaso, lo que se expresa en la cuestión fiscal, en la negociación entre los organizados, tanto para aportar como para recibir su porción de “aquello” (el presupuesto) que por lo general es escaso.
La escasez, afirmaba D. Easton, es el fenómeno más importante de todas las sociedades, “no siempre en un sentido absoluto pero si en relación con las expectativas de los miembros”. Entre más elevado el desarrollo socio-económico de la sociedad en cuestión, las expectativas de sus miembros son mayores, y por lo tanto, los temas fiscales se tornan más engorrosos, sobre todo, si el crecimiento económico es modesto, y las exigencias ciudadanas superan los ingresos tributarios.
Los déficits fiscales de Nicaragua cómo % del PIB entre 2011 y el proyectado para el 2015 antes de donaciones e incluyendo pago de deuda, han fluctuado en –0.4%, -0.8%, -1.2%, -1.6%, -1.4%, entre los números fiscales más sólidos en América Latina; en contraste, los de Costa Rica para esos mismos años, han venido creciendo -4.1%, -4.4%, -5.4%, -5.7% y -6.2/-6.6%. Obviamente la distribución de lo escaso es más difícil en una sociedad como la costarricense con un PIB p/h de 10.558 en USD (2013), comparado a la sociedad nicaragüense con un PIB p/h que no supera los 2 mil USD nominales.
En un sentido más amplio, la distribución de lo escaso durante los años cincuenta/sesenta del siglo pasado en las sociedades centroamericanas era considerablemente más fácil de lo que es hoy: la mayor parte de sus miembros se situaban en zonas rurales, sin ningún sentido de igualdad ciudadana, sin grandes expectativas de consumo, conformes con lo que la vida les deparaba, para no decir nada de los pocos grupos organizados de entonces. En El Salvador de esos años lo escaso se distribuía literalmente en una comida, atendida por poquísimos comensales, los que en momentos claves de la historia de este país, se negaron a ampliar la lista de invitados a esa comida en la que se repartía lo escaso.
Cuando se llevó a cabo la reforma neo-liberal y se anuló/disminuyó el protagonismo del Estado en la esfera económica, se creía que los desórdenes en las finanzas públicas serían cosas del pasado, puesto que además de mejorar las tasas de crecimiento (aumentando la recaudación tributaria), se estaba removiendo una de las principales causa de los déficits fiscales, la ineficiencia de las empresas estatales. No contábamos con la multiplicación de las exigencias ciudadanas a medida que nuestras sociedades se modernizaban, exigencias que incluyen pensiones, salud y educación de calidad, transporte, seguridad ciudadana, y empleo público. Para no decir nada, como es el caso de Costa Rica, de las asociaciones y sindicatos de empleados públicos, que desde 2008 vienen recibiendo ajustes salariales significativos, de tal manera que hoy superan los salarios de sus pares en el sector privado.
Grosso modo, se puede decir que durante los últimos 30 años la distribución de lo escaso en Centroamérica se le ha encargado a los partidos políticos, los mediadores principales, ¿exclusivos?, entre los ciudadanos y sus grupos de presión ubicados en la sociedad civil, y los órganos del Estado, desempeñando la función de caja negra, encargada de procesar las exigencias ciudadanas y transformarlas en resultados concretos, con el fin de satisfacerlas, aunque sea parcialmente. Y tampoco estábamos tan claros del impacto que los ciclos electorales en las democracias representativas tienen en las finanzas públicas, lo que lleva a la sociedad política a postergar decisiones difíciles, incentivándola más bien a incurrir en déficits fiscales y deuda pública.
Lo dicho es más frecuente cuando la sociedad política ha perdido legitimidad social, fragmentándose en diversas facciones, sin capacidad para aprobar leyes, o decirle no a los reclamos de los mejores organizados, los que para ser apaciguados, requieren por lo general del gasto público. A esta condición, T. Carothers en su ensayo publicado por el Journal of Democracy en el 2002, “The End of the Transition Paradigm”, la denominó pluralismo débil. Y cabe preguntar, si Costa Rica, la democracia latinoamericana de mayor data sin interrupciones autoritarias, corre el peligro de pasar de ser una democracia consolidada, a ser un caso de pluralismo débil. Los partidos anclas costarricense, Liberación y Unidad Social Cristiana, vienen perdiendo representatividad desde hace algunos años, tal como le ocurrió a Acción Democrática y a COPEI, los partidos anclas de la democracia representativa venezolana que nacieron en el Pacto de Punto Fijo. Para no decir nada de la sociedad política en el Ecuador previo a Rafael Correa, o de la sociedad política en Bolivia, previo a Evo Morales.
Además de lo difícil que es distribuir lo escaso en el Siglo XXI, se deben agregar las presiones externas — sobre todo en el caso de países con economías pequeñas y frágiles como las nuestras –, los tsunamis propios de la globalización, cada vez más frecuentes, y los cuales se originan fuera de sus fronteras, producto de decisiones que otros toman. ¿Cómo pueden los sistemas políticos – entiéndase las democracias representativas –, administrar las presiones (cada vez más frecuentes) al interior de sus sociedades, y a la misma vez, estar preparados para enfrentar presiones externas?
A manera de ejemplo, saliéndonos de nuestro ámbito centroamericano, ¿cuál es el impacto de una economía china menos dinámica en el valor de las exportaciones y en los ingresos tributarios de América del Sur? ¿Cómo afecta lo dicho a la gobernanza democrática en Chile, una sociedad que goza del segundo PIB p/h más alto en América Latina, y donde la pobreza extrema afecta solamente a una pequeñísima minoría, pero sin embargo, sus miembros mayoritariamente están inconformes con sus partidos/líderes políticos, y reclaman un Estado más activo en la búsqueda de la ansiada igualdad ciudadana? ¿Y para minimizar la desigualdad, la cual sea dicho de paso, no es sinónimo de pobreza, cabe preguntar, cuáles programas estatales deben ser aplicados en el Chile de hoy, próspero aunque desigual? ¿Cuánto cuestan estos programas, quiénes los pagan?
La democracia representativa en Guatemala se ha caracterizado por tener una sociedad política fragmentada e inestable, cuyos partidos no pasan de ser vehículos electorales, o instrumentos transaccionales. Los partidos con representación significativa en el legislativo son 6, con 8 partidos que al menos tienen un diputado. Para no decir nada del transfuguismo de los miembros del Congreso. En el 2012, a manera de ejemplo, Patriota tenía 56 representantes y Líder 14; en el 2014, Patriota bajó a 46 y Líder subió a 50 legisladores.
En semejante Congreso aprobar un proyecto de ley es un ejercicio complejo, en el cual participan exclusivamente los mejores organizados. La reforma fiscal del 2012, la cual estaba supuesta a incrementar la carga tributaria de Guatemala en 1 ½ % del PIB para el 2013/2014, apenas llegó a ¼% del producto, lo que según el Informe del Articulo IV del FMI publicado en septiembre del 2014, reflejaba la capacidad de los mejores organizados de defender sus intereses particulares, además de lo que el Informe caracterizó como una administración tributaria “plagada de problemas de ejecución y gobernanza”. Supongo que se referían sutilmente a lo que hoy conocemos como “La Línea”.
La administración irregular de los tributos en Guatemala, es todavía más difícil de aceptar cuando se toma en cuenta que su carga tributaria (10.5%/PIB), según el informe del FMI es insuficiente para obtener un “crecimiento incluyente”, siendo el informe crítico con la tendencia de las autoridades guatemaltecas de garantizar los balances fiscales por medio de la restricción del gasto.
Si regresamos a la caracterización de lo que es política de D. Easton, en el caso de Guatemala su carga tributaria y los gastos que sustentan lo “escaso”, tal vez resulta suficiente, ya que su distribución se da principalmente entre los organizados en los centros urbanos. Guatemala con una economía de 60 mil millones de USD, es realmente dos países: el urbano con 49.5% de la población, cuya sociedad está más cerca del Siglo XXI; y el rural, con 51.5% de la población, con sus pobladores dispersos en las cañadas del Altiplano, y más cerca de esa Centroamérica de mediados del siglo pasado.
La indignación de los guatemaltecos provocada por la corrupción grosera de sus gobernantes, llevándolos a protestar en las calles de su capital hasta que finalmente la Vice- Presidenta y el Presidente fueron removidos de sus cargos y encarcelados, merece nuestra admiración. Pero debemos estar claros, que no basta con funcionarios probos para una gestión pública que enfrente los desafíos de ese otro país, del que está más cerca de la segunda mitad del siglo pasado.
La publicación tan respetada de The Economist, vio en las protestas ciudadanas en Honduras y Guatemala el potencial de una primavera centroamericana, pero al menos en Guatemala, en años recientes se han dado momentos que parecían anunciar mejores tiempos. Y si bien es cierto, en Washington y entre los del establishment guatemalteco se respira cierta tranquilidad por el hecho de que se evitó lo que parecía inevitable, y Baldizón no será su próximo presidente, no se puede excluir un escenario en el 2019 en el cual figuren notablemente Baldizón y Alfonso Portillo.
Los tomadores de decisiones en Estados Unidos en estos últimos dos años, han revivido su interés por el Triángulo Norte, y están dispuestos a asignarle recursos a estos tres países en montos respetables, aunque todavía muy por debajo de los flujos de la década de los ochenta. La nueva preocupación de los estadounidenses no es tanto la promoción/consolidación de la democracia liberal en la región, sino más bien, temas de estabilidad, seguridad ciudadana, narcotráfico, de evitar la pesadilla de estados fallidos en su tercera frontera. Es por lo dicho que los tomadores de decisiones en los Estados Unidos, si bien es cierto reconocen las críticas que algunos hacen de la presidencia de Juan Orlando Hernández, resaltando sus tendencias autoritarias, de pretender perpetuarse en la presidencia, de formar un cuerpo policial pretoriano, de convertirse en un poder dominante, también reconocen su efectividad a la hora de gobernar, y no han insistido en la imposición de una comisión internacional contra la impunidad siguiendo el ejemplo de la ONU y el gobierno de Guatemala.
La democracia representativa se ha devaluado en muchos de los países de América Latina, en gran medida porque las expectativas ciudadanas del Siglo XXI tienden a rebasar la capacidad tributaria de los estados, y los grandes perdedores han sido los partidos políticos, precisamente los encargados de la mediación.
En El Salvador, la polarización en el seno de su sociedad política ha sido por años su Talón de Aquiles, pero al menos por lo que uno observa desde afuera, el FMLN se ha transformado en la práctica en una formación con mayor afinidad con la social-democracia clásica, que con los preceptos del marxismo de otrora. Y cuando sus principales líderes cumplen con el ritual de afirmar su compromiso con mantener el camino hacia el socialismo, cada vez que lo hacen, hacen más largo el camino. Si es así, entonces tenemos partidos políticos con fronteras compartidas, los cuales en lo fundamental, coinciden en el ámbito de acción del Estado. Desde el punto de vista de la democracia representativa, ARENA y el FMLN, comparten intereses como sociedad política, y si la mediación no es percibida por los salvadoreños como efectiva y justa, los dos pierden, y eventualmente, hasta la propia democracia.
Tal vez fuimos demasiados optimistas como lo fue F. Fukuyama en su ensayo de 1989, y la consolidación de la sociedad liberal ha sido más difícil de lo anticipado, llevando al propio Fukuyama en sus ensayos más recientes a concluir que la gobernanza – puesta de manera cruda – se reduce a recursos y ejecución.
Me hubiese gustado concluir siendo más entusiasta con el futuro de la democracia representativa en Centroamérica, pero con los años me he vuelto más modesto en mis expectativas de la vida, incluyendo lo que espero de los sistemas políticos. Tal vez esto último tiene que ver con mis propias experiencias como nicaragüense, con la fragilidad de mi país, la cual me resultó evidente cuando el precio del petróleo se disparó, y nuestras exportaciones tradicionales apenas daban para cubrir nuestra cuenta petrolera. Y empecé a conformarme con que mi país caminase, aunque fuese renqueando. Ya no busco lo ideal, sino lo que es posible.
* Ponencia presentada en FUSADES/Fundación Hanns Seidel.
San Salvador, El Salvador, Septiembre 2015.