Fabrizzio Cassari
* Estados Unidos “Tendrá que decidir si acepta el fin del dominio imperial del mundo en favor de un arreglo más equilibrado y proporcional, o si ve desaparecer el planeta antes que perder su mando. Sea como fuere, la única certeza es que el imperio más largo y sangriento de la historia se encuentra al borde del precipicio. Y el camino está lleno de baches”.
La misión de Zelensky a Estados Unidos para la Asamblea General de la ONU cosechó indiferencia y rechazo. Varios países se han negado a reunirse con el presidente ucraniano, que evidentemente ha caducado, tanto en el plazo constitucional de su mandato, como en la consideración general.
Su anunciado «plan de paz» ha resultado no ser ni un plan ni la búsqueda de paz, solo ser un farol que se condensa en más armas y dinero con el rechazo decisivo de cualquier hipótesis negociadora de fin de la guerra. Y mientras durante meses el dictador ucraniano pretendía pedir a China que interviniera con su mediación, desde Nueva York arremetió contra la presentación de un plan de paz elaborado por China y Brasil y apoyado por varios países del Sur global (Turquía, Sudáfrica, Indonesia, Egipto, Argelia, México, Colombia, Bolivia, Kazajstán, Kenia y Zambia).
Desde un punto de vista demográfico, se trata de casi la mitad del mundo que, evidentemente, no considera que la ampliación de la OTAN hasta la frontera rusa sea razón suficiente para arriesgarse a llevar a todo el planeta a la extinción. Reivindicó una soberanía nacional (inexistente, siendo Ucrania un Estado fallido que es un protectorado angloamericano desde 2014) Zelensky, pero el balance de su visita es decididamente desalentador, al cosechar el evidente desprecio de Trump (que se reunió con él y lo trató como un detalle irrelevante), la indiferencia de la comunidad internacional y del mismo aparato mediático.
Que más bien, lo sepulta a través del diario The Economist, según el cual “Ucrania necesita urgentemente un cambio de curso y en primer lugar «reconocer que está perdiendo». Occidente debe convencer al líder del régimen ucraniano, Zelenski, para que abandone por el momento el objetivo de recuperar los territorios que han pasado bajo control ruso. Si sigue desafiando la realidad al insistir en que el ejército ucraniano puede recuperar todas las tierras perdidas ante Rusia desde 2014, alejará a los partidarios de Ucrania y dividirá aún más a la sociedad ucraniana”. Lo escribe la biblia del neoliberalismo, para que se sepa.
La reunión con Biden, la última con el viejo presidente, parece haber sido lo único que lo dejó satisfecho, aunque el resultado de esta fue comunicado por Zelensky y no por la Casa Blanca; lo que sugiere o una falta de respeto del principio de confidencialidad por parte de Zelensky, o bien la vergüenza de Washington al comunicar el contenido de la reunión.
Según Zelensky, Biden habría permitido el uso de misiles estadounidenses de medio y largo alcance en territorio ruso. En resumen, siguiendo el ejemplo británico, habría dado el visto bueno al bombardeo de Rusia con armamento estadounidense. Las implicaciones de esta decisión, de confirmarse, serían múltiples y de carácter tanto nacional como internacional.
No se trataría de una entrega más de armas y dólares a Kiev. La decisión, por el impacto político que tiene y las consecuencias que puede generar, es de absoluta importancia no tanto para Estados Unidos (que erróneamente se considera a salvo) como para toda Europa, que ha decidido inmolarse y que sería el primer terreno para una respuesta militar rusa.
Esto cambiaría la dinámica del conflicto. Supondría un claro giro en la política de la OTAN hacia Ucrania, que pasaría de un apoyo definido como «defensivo» a una intervención directa de naturaleza «ofensiva»; por tanto, no en defensa de Ucrania sino en ataque a Rusia. Y carecen de sentido las objeciones fingidamente lógicas de quienes afirman que no se pueden conceder misiles si no se autoriza su uso: porque una cosa es suministrar misiles de corto alcance, que prevén su uso en clave defensiva -para interceptar drones y misiles enemigos, así como para atacar las bases enemigas inmediatamente próximas-, y otra muy distinta suministrar misiles de mucho mayor alcance y capaces de alcanzar la capital y otras ciudades rusas. El paso de la defensa al ataque es evidente y todo el mundo sabe que cambiaría por completo la intensidad del conflicto y el teatro de operaciones, los países implicados y el número de víctimas.
La respuesta de Moscú
No está claro si en Washington esperan que prevalezca la sensatez rusa o que la partida siga siendo un juego de suma cero. Pero que esta vez la línea roja que no hay que cruzar es un asunto serio lo saben bien. No es casualidad que la Casa Blanca se cuide de no confirmar los rumores del gitano de Kiev. Sabe que las reglas de enfrentamiento del conflicto, tanto hacia Ucrania como hacia la OTAN, serían otras: se acabaría la propia dimensión de la Operación Militar Especial creada para defender a la población rusoparlante del Donbass del nazismo de Kiev.
Y dado el alcance territorial y el número de países implicados, difícilmente acabaría siendo una guerra posicional, mucho más probablemente adoptaría el cariz de una guerra de aniquilación. Refuerza esta dramática hipótesis la decisión del Kremlin de introducir un cambio sustancial en la doctrina nuclear como parte de la doctrina de Seguridad Nacional de Rusia. Frente a un escenario internacional que ve en el genocidio de civiles la expresión militar de Occidente, el presidente Putin ha establecido cambios significativos en la concepción de la defensa nacional.
Contrariamente a lo previsto hasta ahora, que contemplaba el uso de su aparato nuclear sólo en respuesta a un ataque o una amenaza inmediata de una potencia nuclear enemiga, Moscú ha dictaminado que, a partir de ahora, cualquier ataque, incluso de un país o formación militar sin armamento atómico, si cuenta con el apoyo de países con armas nucleares, verá legitimado el uso de la fuerza nuclear rusa en defensa de la integridad territorial y la soberanía nacional. Esto, por supuesto, encontraría fácil aplicación en la dinámica del conflicto contra la OTAN en Ucrania.
La guerra total para parar el derrumbe
La impresión general es que EEUU atraviesa un momento de incertidumbre debido en parte a la dificultad de mantener abiertos dos grandes conflictos y trabajar por otro aún mayor en un futuro próximo, apuntando abiertamente a la guerra con Rusia primero y China después. El recurso a la guerra abierta parece ir de la mano con el de la desestabilización, en un final de mandato que caracteriza a la Administración Biden como una de las peores y más criminales de la historia de EEUU.
La visión que se confirma al leer el escenario ucraniano y el de Oriente Medio, es que la Casa Blanca busca insistentemente la posibilidad de atacar Irán a través de Israel para eliminar a un enemigo de peso, aniquilar al Islam chií y amenazar a Rusia desde el suroeste. Se suma, obviamente, a la extensión a toda Europa de la guerra por la incorporación de Kiev a la OTAN. En el escenario del Océano Pacífico, Japón, Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y Filipinas han recibido un mandato para operaciones de tensión militar hacia Pekín, con vistas a una próxima guerra.
En América Latina las amenazas a Venezuela, Nicaragua, Cuba, Bolivia y Honduras recuerdan que el objetivo es acabar con el socialismo latinoamericano en todas sus variantes para volver a adueñarse de los recursos del continente y correr a Rusia y China. El modelo Milei-Noboa-Boric parece ser el proyecto en boga y es bien conocida su disposición a servir a la mesa del Norte teniendo los pies en el Sur.
Sin embargo, aunque la desestabilización y la guerra son la esencia de la política exterior estadounidense, demasiados frentes abiertos parecen ser un compromiso insostenible para un imperio en declive. Y a pesar de una reconversión industrial general hacia la guerra, el Occidente Colectivo no dispone actualmente de la fuerza necesaria para someter militarmente a todo el planeta, pero sin embargo lo intenta, porque su supervivencia depende de ello. El objetivo es el de espantar al mundo con un uso criminal de tecnología militar de excelencia y la definitiva desaparición de cualquier ética del conflicto.
Su crisis estructural, no coyuntural, apunta a una perspectiva difícil. La profunda crisis de su modelo ha mostrado su verdadera esencia predatoria y criminal y su incapacidad para responder con paz a los desafíos de un futuro socialmente justo y sostenible para el planeta y sus habitantes. El imperio se muestra intolerante con las reglas y normas de la globalización que inventó y con las que pretendía enseñar al mundo la democracia reescribiendo sus principios a su conveniencia.
De hecho, las guerras que desencadena en distintas zonas del mundo tienen un único objetivo: frenar su declive y hacerlo aplastando militarmente a los BRICS, cuyo crecimiento energético, económico y financiero, así como su influencia política, ya no pueden detener las reglas de la competencia mundial en el libre mercado y el diferendo político. Frente a la creciente influencia de los países BRICS, que subraya su poder político y económico, su capacidad para atraer a todo el Sur Global y a gran parte del Este hacia un proyecto multipolar de gobernanza planetaria, la respuesta elegida por el imperio unipolar es la guerra.
Por otra parte, la crisis absoluta de liderazgo, el estancamiento económico, haber perdido el desafío tecnológico y asistir a la desaparición del dominio del dólar en los mercados de divisas, presenta el terreno militar como una encrucijada decisiva para la supervivencia del imperio en decadencia. Tendrá que decidir si acepta el fin del dominio imperial del mundo en favor de un arreglo más equilibrado y proporcional, o si ve desaparecer el planeta antes que perder su mando. Sea como fuere, la única certeza es que el imperio más largo y sangriento de la historia se encuentra al borde del precipicio. Y el camino está lleno de baches.