Marco Rubio, un gusano en la Casa Blanca

Donald Trump con Marco Rubio, prominente miembro de la gusanera contrarrevolucionaria cubana en Estados Unidos.

 

Fabrizio Casari

El anunciado nombramiento de Marco Rubio como próximo secretario de Estado en la Administración Trump inquieta, en muchos aspectos, a quienes consideran que el cargo supera con creces las capacidades del político de origen cubano. Como han señalado muchos, y confirma su trayectoria, Rubio no destaca por sus cualidades políticas ni por un recorrido institucional notable que resalte habilidades diplomáticas.

Más que un nombramiento adecuado para el puesto, parece ser un pago político a los estados del Sur y, en particular, a las organizaciones de exiliados cubanos, venezolanos y nicaragüenses, que representan la parte más corrupta del estado rodeado de los Everglades, llenos de todo tipo de amenazas.

De hecho, aunque la red creada en los años 80 por Jorge Mas Canosa con el beneplácito de Ronald Reagan, y apoyada con entusiasmo durante décadas por Aznar y el Partido Popular en España, así como por toda la derecha latinoamericana, ya no controla completamente el voto de la inmigración latina en Florida (un estado clave en términos electorales para la presidencia de EE. UU.), es innegable su alto nivel de influencia en el territorio.

Además, hay dos aspectos de gran peso a considerar:

1. El gigantesco volumen de negocios en Florida: se prevé una reconversión parcial del estado como destino para una población blanca, rica y de edad avanzada. Esto implica miles de millones de dólares en los sectores de la construcción, la industria naval y el entretenimiento, sobre los que la lobby cubano-americana ya ha puesto sus ojos y garras.

2. El vínculo con la CIA: las organizaciones terroristas de Florida han sido históricamente herramientas clave para las operaciones encubiertas de la CIA en el continente, desde masacres y asesinatos selectivos en los años 70 hasta el apoyo directo, organizativo y financiero a la ola de golpes de Estado desde los 2000. Los grupos paramilitares cubano-americanos, junto con los traidores del sandinismo con quienes comparten afinidades políticas y emocionales, y la lobby de la inmigración venezolana, han sido el epicentro organizativo de la desestabilización en Venezuela, Nicaragua y Cuba, además de los golpes de Estado en Honduras y Bolivia y el apoyo al bolsonarismo en Brasil.

Siempre moviéndose en el entramado político de Florida, bajo la sombra de la «gusanería» cubana todavía dominada por las organizaciones terroristas mafiosas vinculadas a la Fundación Nacional Cubano Americana, Rubio ha emergido únicamente gracias a su total complacencia hacia Mario Díaz-Balart, Elvira Salazar, Ileana Ros-Lehtinen, Ron DeSantis y el resto del lobby político-mafioso que controla el negocio del “disenso cubano”.

Este macabro eufemismo describe una red de organizaciones terroristas y empresariales que han construido su riqueza e influencia política gracias a la aplicación extensiva del bloqueo de EE. UU. contra Cuba y sus extensiones legislativas, como las leyes Torricelli y Helms-Burton.

Muchos consideran que los nombramientos anunciados por Trump promueven más a sus fieles aliados que a los representantes republicanos que podrían aspirar a los roles ministeriales. Basándose en este razonamiento, se preguntan cómo es posible que Trump haya elegido a Rubio, con quien, claramente, nunca ha habido una gran afinidad personal. Basta recordar que, durante las pasadas primarias republicanas, el político de Florida insultó repetidamente a Trump en el plano personal.

Sin embargo, el nombramiento de Rubio corresponde exactamente a la alineación de esos intereses y afinidades ideológicas que constituyen el triángulo de la vergüenza entre Trump, los mafiosos cubanoamericanos y la CIA, que actúa como garante de sus intereses.

Es en este contexto que debe interpretarse el nombramiento de Rubio: un entramado de intereses cruzados entre el magnate y las estructuras de inteligencia estadounidense (que, junto con el sector petrolero y financiero, son mucho más importantes para Trump que el sector industrial militar y el FBI, los cuales, en cambio, están más ligados al Partido Demócrata).

La atención está puesta en los grupos de presión mafiosos de los exiliados de todas las revoluciones latinoamericanas: de esa inmundicia, Rubio es el hijo predilecto y obediente. Su designación, al igual que otros nombramientos recientes, parece confirmar el inmundo vínculo entre negocios, ultraderecha y estrategias golpistas, los tres pilares que hacen irrespirable el aire de Florida.

Establecida como prioridad la desestabilización y el enfrentamiento amenazante con México, un terreno decisivo para relanzar las políticas xenófobas de Trump, probablemente Cuba será la plataforma en la que Rubio buscará destacarse desde el primer día. Le debe mucho a sus patrocinadores, y cualquier retraso podría costarle caro. Gracias a las sanciones adicionales al bloqueo criminal impuestas durante la primera presidencia de Trump (confirmadas y ampliadas por Biden), la crisis en Cuba ha alcanzado niveles sin precedentes.

Aunque La Habana resiste y sigue desempeñando un papel proactivo en el tablero regional, los «tiburones de tierra» de Miami huelen sangre, convencidos de que las dificultades de la isla podrían generar un escenario de crisis política sistémica. Cuba ya ha demostrado tener recursos y capacidad de adaptación superiores a las estrategias imperiales, pero colocar a Marco Rubio al frente de la diplomacia estadounidense subraya el nivel de la amenaza e indica que una de las apuestas de la Administración Trump es la caída del socialismo cubano.

La elección del subsecretario para América Latina será clave para la guerra contra el socialismo del siglo XXI en sus varios perfiles. La nacionalidad de quien sea designado podría revelar la política de EE. UU. hacia el subcontinente. Se verá si esta se enfocará en confirmar el dominio del BAC (Brasil, Argentina y Chile), además del control de Perú, Ecuador y el posible resurgimiento de Bolivia, como una estrategia para frenar la penetración china en el continente, o si se centrará en una política más ideológica, con el ataque a los países del ALBA como su eje principal, reafirmando la subordinación política del «patio trasero» a Washington.

No obstante, el panorama sudamericano de devoción hacia EE. UU. no es inmutable y podría variar con elementos como la casi segura victoria del Frente Amplio en Uruguay y la postura de Lula, que se aleja de la cercanía política que mantenía con la administración Biden. Es evidente que la Casa Blanca optará por un representante de la derecha, y no por Lula, como habría sido en caso de una victoria de Kamala Harris. Este factor podría alterar la política proestadounidense de Brasilia.

Sin duda, habrá un constante endurecimiento de las sanciones y una hostilidad diplomática extendida y permanente, pero su eficacia parece relativa, dada la pluralidad de mercados con los que cuentan Nicaragua, Venezuela y ahora también Cuba. Además, resulta difícil, por más agresiva que sea la política y el comercio estadounidense, desplazar la presencia de Pekín en el subcontinente.

No solo China es prestamista de última instancia por volúmenes superiores a los del Fondo Monetario Internacional y el propio Banco Mundial, sino que la Iniciativa de la Franja y la Ruta cuenta con la participación de veintidós países de América Latina y el Caribe (ALC), como socios en un acuerdo marco con Pekín en el marco de esta estrategia.

Las áreas estratégicas relacionadas con los recursos de la región y el acceso a materias primas industriales (petróleo, minerales, metales) y agrícolas (especialmente la soja) permiten a los chinos una posición más que sólida, basada en la reciprocidad de beneficios en los tratados comerciales con los países latinoamericanos, que se fortalecen aún más por la ausencia de condiciones políticas que cuestionen la soberanía económica de sus socios.

La reciente inauguración de un puerto de aguas profundas en Perú, así como la intención de establecer en Nicaragua un puente comercial entre el gigante asiático y Centroamérica y el Caribe, son ejemplos claros de cómo la estrategia de confrontación hacia China imaginada por Trump llega fuera de tiempo. Incluso los países políticamente aliados de Washington, como Chile, Colombia, Perú, Uruguay, Argentina y Brasil, no pueden permitirse romper sus relaciones comerciales con Pekín sin arriesgar el colapso de sus exportaciones, el único indicador económico que mantiene vivas sus respectivas economías.

Además, Estados Unidos no cuenta ni con los recursos económicos ni con la credibilidad política necesarios para sustituir a China. A pesar de esto, se vislumbra un resurgimiento de la agresividad política de corte golpista, que sirve como telón de fondo a lo que parece, en todos los sentidos, una entrega de la política estadounidense hacia América Latina en manos de la gusanería de Florida.

Sin embargo, incluso aquí el panorama no es sencillo para las ambiciones desestabilizadoras de Washington. Los países donde Estados Unidos quisiera organizar un cambio de régimen están suficientemente preparados y, algo especialmente relevante, tras haber limpiado sus territorios de quintas columnas golpistas que, en nombre de los estadounidenses y europeos, se prestaban para conspiraciones, ya no cuentan con los recursos financieros, humanos, ni con el apoyo mediático y político necesarios para articular proyectos de desestabilización interna.

En Nicaragua, particularmente, pero también en Cuba y Venezuela, el golpismo ha sufrido derrotas contundentes, y su posible reactivación solo sería viable en un clima de desatención general y subestimación del riesgo por parte de sus respectivos gobiernos. Sin embargo, estos, conscientes de lo que significa una presidencia de Trump, estarán más atentos que nunca y con las manos libres para actuar.