Fabrizio Casari
Prepararse para la guerra con Rusia. Absurdo, ¿no? Sin embargo, este es el núcleo del discurso político atlantista en Europa. Según Mark Rutte, nuevo secretario general de la OTAN, debemos prepararnos para una «mentalidad de guerra». A sus palabras hacen eco gobiernos, políticos, militares y periodistas al servicio del establishment atlantista.
En el Viejo Continente, reducido a una herramienta de la política estadounidense, parece que se han agotado la razón y el sentido común, que siempre deberían ser una precondición en el discurso político. Términos que hasta hace pocos años eran inconcebibles se han convertido en la esencia del discurso público, impuestos a una opinión pública narcotizada.
La técnica de comunicación utilizada es la de la “rana hervida”, descrita por Noam Chomsky: fuera de la metáfora, consiste en presentar progresiva pero constantemente un escenario que, si se expusiera de golpe, provocaría una reacción inmediata de rechazo, pero que, al diluirse y manipularse, acostumbra a la gente a la idea, minimizando las objeciones.
Tal es la compenetración del sistema capitalista europeo con el deep state estadounidense, que incluso el riesgo de que el próximo presidente de EE. UU. adopte un enfoque menos agresivo hacia Moscú, genera pánico en la Unión Europea. Esta está profundamente preocupada por un posible cambio de rumbo de la Casa Blanca respecto a la guerra en Ucrania.
La UE se encuentra en una situación de “puente quemado” en su relación con Rusia, temiendo ahora que Washington reabra el diálogo con Moscú por razones estratégicas. Esto dejaría a Bruselas en una posición embarazosa, enfrentada a un balance desastroso: irrelevante en términos de autoridad, inexistente en lo militar y ridícula en su estrategia de sanciones. Además, se vería obligada a revisar su retórica belicista contra Moscú y a asumir un mayor peso en su propia defensa.
No está claro de qué debería Europa defenderse, dado que nadie la ataca ni amenaza con hacerlo. Sin embargo, la reconversión del sector industrial europeo hacia una orientación bélica parece ser el Alfa y el Omega de las nuevas políticas continentales. El objetivo, más insensato que ambicioso, es doblegar militarmente al Kremlin.
El mensaje global que los países de la OTAN intentan transmitir es que debemos prepararnos para una guerra total, ya que solo con la derrota de Rusia primero y de China después será posible garantizar el dominio de Occidente sobre todo el planeta. Ahora bien, al declararse próximos a una guerra, es evidente que buscan estar preparados para esa eventualidad. ¿Cómo?
El objetivo inmediato de esta retórica belicista es elevar la contribución de cada país miembro de la OTAN al 3% de su PIB. Una cifra descomunal, considerando los gastos actuales. Por ejemplo, Italia, el quinto mayor contribuyente de los 31 países de la alianza, gastaría 60 millones de euros al día, obviamente restados del gasto público y de la reducción del déficit. Los principales beneficiarios serían el complejo militar-industrial de Estados Unidos, que provee a la OTAN.
Mientras tanto, para los países europeos, alcanzar ese 3% del PIB significaría desmantelar sus sistemas de protección social, mientras que la economía estadounidense se beneficiaría del crecimiento de su principal motor económico: el complejo militar-industrial, un sector que nunca ha sido afectado por cambios de paradigma ni revisiones doctrinales, sino que, por el contrario, se ha fortalecido.
Para alcanzar el objetivo, las operaciones se desarrollan en dos terrenos contiguos e interconectados: la reconversión de la cadena industrial europea hacia fines bélicos, junto con su correspondiente tejido productivo asociado, y, en paralelo, una reducción aún mayor del gasto social, aunque ya se encuentre en una situación extremadamente precaria, considerando que el índice de pobreza absoluta y relativa es el único que muestra una tendencia al alza en la UE.
Precisamente, la disminución del remanente, crónico e insuficiente, del estado de bienestar todavía vigente parece ser una de las palancas clave para financiar la nueva deuda pública, que a su vez servirá para financiar el rearme generalizado, como lo señala el Informe Draghi sobre la competitividad europea, presentado en Estrasburgo y Bruselas, que ha recibido el entusiasta respaldo de la Comisión Europea.
La estrategia atlantista: destruir a Rusia
La expansión de la OTAN hacia el Este es la raíz de todos los conflictos que han tenido lugar en Eurasia, presentados bajo el disfraz de «primaveras» o supuestos deseos populares de «integración con la UE». Sin embargo, desde 2014 en el ámbito político-diplomático, y desde 2021 también en el militar, Moscú ha decidido poner un alto al cerco militar de la OTAN en torno a Rusia. Esto ha ido acompañado del retiro estadounidense de los acuerdos sobre misiles de alcance medio y del pacto con Irán.
El intento de rodear a Rusia quedó evidenciado con el golpe de Estado en Ucrania, seguido por los intentos en Bielorrusia y Kazajistán, y más recientemente con golpes de Estado de diversas modalidades en Rumanía, Georgia y Moldavia. Todos están destinados a reemplazar a una Ucrania ya colapsada en la próxima guerra proxy, en la cual, bajo la guía ideológica de los países bálticos, Polonia y Reino Unido se lanzarán nuevas guerras contra Moscú, con la esperanza de desgastarla económica, militar y políticamente.
Las consecuencias para la estructura estatal rusa serían evidentes: reducir la Federación Rusa a un conjunto de pequeñas repúblicas sin peso, transformándola en un estado políticamente y militarmente inerte. Moscú ya ha advertido que utilizará todos los recursos militares disponibles para defender la integridad territorial de la federación y la dimensión política de Rusia, sea cual sea el precio a pagar y a imponer. Lavrov lo ha reiterado recientemente: «No aceptaremos ejércitos en nuestras puertas.»
Sin embargo, por fervor ideológico y por la necesidad de preservar un modelo fracasado, doblegar a Rusia sigue siendo el sueño recurrente del atlantismo, a pesar de su imposibilidad material. Pero la idea de imponer una derrota estratégica a Rusia en el ámbito militar es una completa locura, incluso por una razón obvia: es absurdo pensar en vencer a un país que posee más de 6.000 armas nucleares tácticas y estratégicas, además de contar con unas fuerzas armadas que, por tierra, mar y aire, probablemente sean de las mejores del mundo.
Quizás la distancia temporal desde el final del último conflicto global en territorio europeo (1945) lleva al Occidente colectivo a una amnesia histórica, subestimando el destino de los tres imperios que desafiaron a Rusia. El lenguaje belicoso y provocador que desafía a Rusia en un juego de suma cero no considera que los desafiantes no lograrían siquiera sobrevivir los primeros 30 minutos desde el inicio del enfrentamiento.
Un camino hacia la destrucción
¿Qué impulsa a Occidente a considerar más viable la destrucción total del planeta que replantear la gobernanza mundial? Algunos piensan que se trata de transformar el ciclo económico o de convencer al conjunto de Occidente para que se convierta en un ejército, mientras el resto del mundo queda atemorizado ante el decadente imperio. Otros creen que Rusia está haciendo un farol, pero no parece sensato desafiar la paciencia y la responsabilidad del Kremlin, que ya ha demostrado en Chechenia, Georgia, Siria y Ucrania que la seguridad rusa no se negocia.
Confiar en la histórica paciencia soviética sería un grave error. A diferencia de la URSS, que gestionaba un imperio que la protegía, Moscú sabe que debe enfrentarse prácticamente sola a un proyecto que busca su disolución. Consciente de que la diplomacia y la política ya no tienen un papel determinante, está decidida a intervenir con firmeza para salvaguardar su integridad y capacidad de acción política.
Esto es perfectamente conocido en Washington y Bruselas. Sin embargo, la obsesión bélica de Occidente, justo en un momento de máxima vulnerabilidad histórica, es tan descarada como desesperada: Rusia no obedece, no se rinde. No hay aislamiento que funcione; al contrario, resiste y vence en el terreno. Y, lo que es aún peor para Occidente, está construyendo junto a China y otros países un sistema alternativo, actualmente económico, y con perspectivas de convertirse en político, basado en una sólida fuerza militar.
Este bloque —los BRICS junto con otras organizaciones regionales de peso (como la OCS, la OTSC, la CEI y la Unión Económica Euroasiática)—, aunque políticamente heterogéneo, obstaculiza la expansión y la resiliencia del poder occidental en el conjunto del planeta. Proporciona herramientas, espacios económicos, fuerza militar y autoridad política a las economías emergentes y, a medio y largo plazo, al reducir la incidencia del dólar y, por ende, de Estados Unidos en los mercados, puede provocar un cambio en los actuales equilibrios que favorecen al bloque capitalista liderado por los anglosajones.
Este bloque ha demostrado ser capaz de asumir una posible representación política del Sur Global y del Este, lo que podría imponer al Norte una reducción significativa de su papel de liderazgo. De ahí surge la urgencia de atacar a Rusia, considerada con razón como la fuerza motriz de este proceso, antes de que consiga reunir a su alrededor tantos aliados que hagan imposible revertir su influencia.
Rusia está bajo ataque por lo que dice, por lo que hace y por lo que representa. Por ser, una vez más en la historia, un referente internacional para todos aquellos países que consideran que no deben someterse a las reglas imperiales que dictan la imposibilidad de desarrollo y de asumir un rol que no sea el asignado por Washington.
A 33 años de la retirada de la bandera roja de los mástiles del Kremlin, la obsesión por la Unión Soviética se ha transformado en rusofobia. La derrota estratégica de Rusia sigue siendo la máxima aspiración de un modelo anglosajón que no puede ni quiere tolerar ningún equilibrio en las fuerzas militares, ningún balance político y ninguna competencia económica, bajo el riesgo de un rápido colapso de su sistema.