En las calles de la capital hay una fuerte división de opiniones al respecto de una eventual legalización del cannabis
Menos de 24 horas después de que la Corte Suprema de Justicia abriese la vía a la legalización del consumo recreativo de la marihuana, Héctor Hernández, de 60 años, barría hojas en una acera de la Ciudad de México cuando un reportero le preguntó qué opinaba de eso. “Yo digo que está mal, ¿no? Se va a extender a los niños de primaria. Van a andar todos con su plantita”.
Unos metros más adelante, un vendedor de tacos de suadero exclamaba envuelto en una nube de fritura, “¡Hay que fumar un chingo la mariguana!”.
Degustando sus tacos, el estudiante de 19 años Joseph Gálaga aportaba una opinión más responsable: “Sería bueno que la legalizasen para que bajasen los índices delictivos de los narcotraficantes”. Y a la vuelta de la esquina, un hombre y una mujer muy formales decían: “Si es para bien es excelente, pero si lo van a ocupar para que haya adicción es incorrecto”, él, tirando su cigarro después de darle la última calada; “Tiene pros y contras”, ella, cohibida.
A la entrada de un abarrotes tienda de comestibles, dos chicas de 16 años.
Mitzi: “Hicieron muy bien los jueces”.
Vanesa: “Pero no legalizaron wey, sólo le dieron amparo a cuatro personas”.
En otro barrio, una hora después, un caballero llamado Esteban Terán, chamarra de piel nueva, olor-cuero a metros de distancia, 46 años, dijo algo relacionado con lo que matizaba Vanesa. ¿Está usted a favor o en contra? “¡En contra! ¡Porque nomás se lo legalizan a cuatro y somos millones!”.
Pero quien habló justo después de las chicas fue una mujer de 60 años que avanzaba por la calle metida en un suéter de lana blanco que le caía hasta las rodillas, dando pasitos cortos. “No llevo dinero”, advirtió antes de nada.
–Bien, ¿pero qué opina de lo de ayer de la marihuana?
–Ah, pues escuché que es muy buena para algún dolor. Hay que sobársela así –y se frotó una pierna de arriba abajo con sumo cuidado, Leticia López Olvera.
Otra gente es menos dialogante que ella. Como el dueño de una tienda vieja que ofrece Ideas para el automóvil del futuro. Con el chaleco estrictamente abotonado y unos higiénicos manguitos de plástico cubriéndole de la muñeca a los codos, escuchó la pregunta y, con acritud, la repelió: “Yo no atiendo a esa clase de cosas, señor”.
La afabilidad se encontraba sólo unos pasos después, en la persona de Vicente Mackintosh, 64 años, sentado en un taburete con una bolsa de migas para los pájaros: “Si lo van a tener controlado, estará bien”, comentó el hombre con apellido de computadora.
“Psss, ¿pues tá bien no?” –Juan Pérez, 25 años, fregando el suelo de una ferretería. Gorra Nike, tatuajes, gesto rudo…
“Si es para medicamentos está bien” –Salvador Vázquez, 38 años, accionando la palanca del sistema hidráulico del camión de la basura.
“No sé, no veo noticias” –una vendedora ambulante de tamales que, sentada mientras hace un descansillo, lee un periódico con imágenes de cadáveres.
“Yo creo que está mal, ¿no?, porque la juventud se va a echar a la marihuana” –aporta Ernesto Ermenegildo, un desmejorado limpiacristales de semáforo.
Debajo de la jaula de canarios de una casa de comidas especializada en caldos de gallina, la señora Rafaela Pedro León, de 86 años, expresaba su rechazo absoluto a la decisión de la Corte Suprema de Justicia: “Si de por sí antes había mariguanos, ahora ya todo México va a ser mariguano…”, y los canarios trinando suave.
“Está perfecto” –sin más: Maximiliano Bill, argentino, 38 años, caminando bajo el sol de la mañana vestido de negro con un perro de presa.
“Yo estoy en contra. Si ya la humanidad está de por si trastornada…” –José Vázquez Monroy, 60 años, quiosquero.
“A mí me da igual” –Gerardo Sánchez, 40 años, trapeando un carro, cansado, coronas de metal en los dientes.
Sentado en un banco delante de una cafetería, Miguel González, 28 años, afirma que es una noticia “maravillosa”. Acaba de regresar de Barcelona, donde vivió unos años y fue socio de “tres clubs canábicos”. Un policía que toma notas en la calle dice que “en absoluto” está a favor. En la tienda Recuerdos de la guerra, un sitio siniestro donde se despachan libros-elegía de Adolf Hitler, ballestas automáticas o gorras de la Policía Judicial, la dependienta dice que “no es una buena decisión” y un cliente con barba de candado, Julio Gutiérrez, 42 años, pronostica con desprecio que la ciudad “se llenará de mariguanillos”.
Francisco Rojas Sosa, 44 años, despatarrado en un banco público, dice con una esplendorosa sonrisa de James Brown: “Soy consumidor, ¡que la legalicen! Yo llevo treinta años fumándola; la uso porque a veces me dan convulsiones”, e imita un escalofrío por todo el cuerpo.
Una calle antes, dos amigos: Fernando Méndez, 29, David Campos, 23. Fumadores los dos: “Día a día. Mariguana hidropónica”, dice el primero. “Además el Gobierno podría sacar impuestos, y la poli nos dejaría de dar problemas”, el segundo.
Por último, a las puertas de su domicilio habla la voz de la experiencia. Amanda Llanos, de 80 años. “Los jueces no tienen tantos años como yo y no han visto lo que yo he visto. No saben lo que fueron los hippies. Aquello fue una hecatombe”.