Trump busca someter las Américas y el Ártico “en defensa” de EEUU

Carlos de la Vega | Nodal

* En el lapso de tres días, desde el 6 al 8 de enero de 2025, Trump confesó cuáles son sus planes geopolíticos expansionistas, justificados en una concepción del lebensraum (espacio vital) digno de los nazis. Su propósito: devolver a su país a la senda del “destino manifiesto”.

Durante la campaña electoral, Trump se presentó como el político de los Estados Unidos de América (EE.UU.) dispuesto a terminar con las aventuras bélicas de Washington, empezando con la de Rusia-Ucrania, y quizás también en Medio Oriente, con la salvedad del apoyo total a Israel. En su primer mandato (2017-2021), había realizado esfuerzos por desescalar las tensiones con Corea del Norte.

Sin embargo, las declaraciones de los últimos días, explicitando su intención de anexar Canadá, Groenlandia e intervenir militarmente en México y Panamá, comienzan a mostrar cuál es el planteo geopolítico que está detrás. Someter a dominio directo a todo lo que rodea a los EE.UU., para emplearlo como plataforma de confrontación contra China y Rusia. Algo que parece un delirio, pero debería tomarse con seria y honda preocupación dados los éxitos que viene cosechando alrededor del mundo la ultraderecha y la historia expansionista estadounidense.

El “destino manifiesto” de Trump

En el lapso de tres días, desde el 6 al 8 de enero de 2025, Trump confesó cuáles son sus planes geopolíticos expansionistas, justificados en una concepción del lebensraum (espacio vital) digno de los nazis. Su propósito, devolver a su país a la senda del “destino manifiesto”. Se trató de varias declaraciones del presidente norteamericano electo, a menos de quince días de su asunción, realizadas en su propia red social, Truth Social, y en una conferencia de prensa en el complejo Mar-a-Lago, en el Estado de Florida.

Sin embargo, algunas de las cosas dichas en esa oportunidad, ya registraban antecedentes previos en boca de Trump. Básicamente los planteos del ultraderechista nuevo residente de la Casa Blanca, pasaron por la anexión de Canadá, la de Groenlandia, la toma de control del Canal de Panamá, y la realización de operaciones militares en México para atacar al narcotráfico. Aunque en este último punto hay un añadido que no debe dejarse pasar a la ligera. Habló de cambiarle el nombre al Golfo de México por “Golfo de América”.

Antes avanzar con el último punto aludido, hay que recordar que EEUU es un país sin nombre propio que a falta de tal usurpó el de todo un continente autodenominándose “Estados Unidos de América”. No parece, entonces, un mero episodio de megalomanía cartográfica el querer cambiar la designación de una cuenca oceánica compartida por tres países, México, Cuba y EEUU, para atribuirle el nombre de uno de ellos. Más bien, luce como la declaración de la intención de transformar esa cuenca en un mar interior estadounidense, para lo cual habría que someter a los otros dos vecinos.

México tienen una lúgubre historia con las pérdidas geográficas en manos norteamericanas. California, Nuevo México, Arizona, Texas, Nevada, Utah y parte de Colorado y Wyoming, fueron todo territorios robados por EE.UU. a México durante el siglo XIX. Despojo consolidado diplomáticamente a punta de fusil por Washington con el Tratado de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848.

El Canal de Panamá también ostenta otra historia de avasallamiento USA. Panamá era una provincia de Colombia, hasta que, en 1903, el Senado de ese país rechazo el Tratado Herrán-Hay por el cual se acordaba la construcción de un canal interoceánico entre el Atlántico y el Pacífico a través del istmo de Panamá. El rechazo estuvo motivado por las gravosas ventajas que EE.UU. conseguía en detrimento de los intereses colombianos.

Ante este traspié, Washington atizó un viajo conflicto entre la dirigencia del istmo y el gobierno de Bogotá y antes de que terminara el año Panamá se había separado de Colombia firmando inmediatamente después el Tratado Hay-Bunau Varilla, que restablecía todos los derechos en favor de EEUU y que rigió hasta el Tratado Torrijos-Carter de 1977, a partir del cual Panamá recuperó, en 1999, el control de su canal interoceánico.

Con Groenlandia la historia tampoco es nueva, aunque sí en los términos belicistas del desatado Trump. En 1867, durante la presidencia de Andrew Johnson, y en forma contemporánea a la compra de Alaska al emperador ruso Alejandro II, se le ofreció a Dinamarca una transacción similar por sus territorios junto al Ártico, la que fue declinada. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1946, la administración de Harry Truman volvió a la carga con una propuesta por 100 millones de dólares estadounidenses (U$D), pero Copenhague volvió a rechazarla.

Aunque no todo fue frustración para los norteamericanos con Groenlandia, en 1951 firmaron con Dinamarca un tratado de defensa por el cual instalaron la base aérea de Thule, hoy denominada Base Espacial de Pituffik, un pilar del sistema de defensa temprana norteamericano contra misiles balísticos intercontinentales. Como añadidura a la amenaza de Trump sobre Groenlandia, el 7 de enero de 2025, casi en simultáneo con sus declaraciones, aterrizaba en Nuuk, capital del lugar, su hijo Donald Trump Jr. Claro, era un viaje privado, aunque realizado en el Boeing 757 ploteado con el apellido paterno y conocido como Trump Air Force One, en alusión a la aeronave insignia de la flota presidencial estadounidense. Elon Musk lo acompañó por X (ex Twitter) arengando a los groenlandeses a que optaran por ser norteamericanos. Siempre es mejor hacer ese tipo de elecciones por las buenas.

A Canadá, Trump parece ofrecerles un trato menos cruento proponiéndoles sumarse a la “Unión” por propia voluntad. Aunque uno puede suponer cómo cambiaría esta tesitura si al reconocidamente narcisista nuevo presidente estadounidense los canadienses llegaran a desairarlo. Entre 1812 y 1814, el joven EEUU les declaró la guerra a los territorios canadienses, entonces todavía en manos directas de la corona británica.

Corría la presidencia de James Madison y a pesar de que el motivo declarado para la contienda era asestar un golpe definitorio a las fuerzas de Londres que seguían pretendiendo acabar con la independencia norteamericana, lo cierto era que buena parte de la dirigencia estadounidense promovía la anexión de una porción considerable del territorio del hoy, Canadá. La aventura no les salió bien a los norteamericanos y en la contraofensiva, en agosto de 1814, las tropas británicas, junto a las nativas canadienses, lograron tomar Washington, incendiando la Casa Blanca y el Capitolio.

Otras expansiones

Hay que tomárselo muy en serio a los EE.UU. cuando habla de acrecentar su territorio. Que algunas cosas parezcan arrebatos patoteros de algún personaje político ocasional no debe llevar a subestimar la historia que configura el presente. Además de lo señalado, EEUU ha protagonizado otros relevantes episodios expansionistas exitosos. En 1803, Washington le compró Louisiana a la Francia napoléonica, entre 1810 y 1819 les arrebató la Florida a los españoles.

En 1898 se quedaron con el reino polinesio independiente de Hawai, mismo año en el que anexaron a Puerto Rico, y ya se mencionó el caso de Alaska.

EEUU ha sido, probablemente, el país de mayor expansión territorial en los últimos 200 años. La conciencia de la importancia del espacio geográfico ha sido siempre muy notable en la élite gobernante de la superpotencia del norte, con independencia de las diferencias políticas.

Algo que contrasta con el bajísimo nivel de arraigo territorial que las dirigencias hispanoamericanas han detentado, herencia de similar actitud en tiempos coloniales por parte de España, lo que le generó a esta última, pérdidas cuantiosas, incluso frente al Imperio Portugués, mucho más pequeño y débil. Ahí está el espacio abarcado por Brasil como testimonio del desaguisado del Tratado de Tordesillas (1494) y su posterior evolución.

En Argentina, la llamada “Campaña del Desierto”, llevada a cabo entre 1878 y 1885, no refuta la afirmación sobre la pobre conciencia territorial de los pueblos latinoamericanos, con excepción de Brasil. Aquella operación militar destinada a incorporar al país los territorios de la Patagonia al oriente de la Cordillera de los Andes, fue instrumentalizada más como un gigantesco negocio de saqueo inmobiliario por parte de la oligarquía ganadera de Buenos Aires, que como un proyecto geopolítico.

De hecho, dos décadas después de finalizada la “Campaña”, gran parte de esas tierras australes estaban en manos de empresarios británicos, quienes tenían frente a las costas atlánticas a las Islas Malvinas, ocupadas desde 1833 hasta la actualidad, por la “graciosa Majestad” londinense.

Monroe-MAGA

“América para los americanos” es la célebre expresión que constituye el núcleo semántico de la “Doctrina Monroe”. En realidad, quien la acuñó en 1823 fue John Quincy Adams mientras era secretario de Estado norteamericano al servicio del presidente James Monroe, de quien tomó el nombre cuando éste la hizo propia. La Doctrina Monroe, oficialmente, señalaba la oposición de los EEUU a las pretensiones coloniales de las potencias europeas sobre los territorios del continente americano. Pero esta interpretación es sólo una parte de la verdad.

Aprovechando la ambigüedad que el término “América” y “americanos” tiene para los estadounidenses al designar simultáneamente a su país y a sus ciudadanos, y a todo el continente y sus habitantes, hicieron un juego de palabras en donde “América” denota el continente, y “americanos”, sólo a los ciudadanos de la “gran nación” del norte. En síntesis, la Doctrina Monroe, con el ropaje superficial del anticolonialismo, ha sido la manifestación doctrinal de las explícitas pretensiones de Washington de apoderarse de todo el espacio geográfico comprendido entre Alaska y el Cabo de Hornos.

Y como buena potencia imperial, a lo largo de los últimos 200 años EE.UU. se ha estado moviendo en esa dirección. El slogan de Trump, “Make America Great Again” – MAGA – (hacer a los EE.UU. grande de nuevo), confrontado al desafío que representa la Rusia del presente, pero mucho más la actual China; implica dejar las formas cínicas de la diplomacia imperial, no por ello inefectivas, para pasar a las más veloces imposiciones de la fuerza explícita al modo de lo que se viene haciendo en Medio Oriente desde el fin de la Guerra Fría.