Islamofobia, orientalismo y poder: el caso iraní

 

Xavier Villar | Tehran Times

* Irán no solo es víctima de la islamofobia, sino también un espejo incómodo que refleja el fracaso de los principios universales que Occidente afirma defender. Recuperar la posibilidad de una política internacional más justa requiere no solo poner fin a la violencia militar, sino también desmantelar los marcos simbólicos que la posibilitan.

Madrid – En los últimos días, el ataque coordinado de Estados Unidos e Israel contra las instalaciones nucleares iraníes —bajo la supervisión del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA)— ha vuelto a poner de relieve un marco discursivo profundamente arraigado en la tradición colonial: la representación de Irán como un actor irracional, impredecible y, por tanto, peligrosamente incontrolable.

Lejos de ser una narrativa novedosa, se basa en una genealogía orientalista que, desde el siglo XIX, ha construido a Asia Occidental y al Islam como el “Otro” irracional, incapaz de autogobernarse y necesitado de tutela externa.

El caso iraní es paradigmático. Si bien su programa nuclear permanece bajo supervisión internacional y no muestra indicios de desviarse hacia fines militares, la retórica oficial sigue insistiendo en la necesidad de contener a un país en el que, según esta narrativa, no se puede confiar debido a su supuesta esencia teocrática. Esta lógica no solo justifica preventivamente la agresión, sino que también despoja a Irán de su soberanía, historia y capacidad de acción, reduciendo su complejidad política a una peligrosa caricatura.

Una lectura crítica, sin embargo, nos permite deconstruir estos estereotipos. Lejos de ser un sistema dogmático cerrado en sí mismo, el islam ha cultivado a lo largo de los siglos una rica y plural tradición de pensamiento crítico, dirigida tanto a su propio canon como a las estructuras sociales y políticas que lo rodean. Esta práctica crítica no es dominio exclusivo de las élites intelectuales; se expresa en la vida cotidiana: en mezquitas, mercados, hogares y espacios públicos. Los musulmanes no solo practican su fe, sino que la interrogan, la debaten y la reformulan dentro de marcos discursivos que, en lugar de diluir la coherencia doctrinal, refuerzan su capacidad de proyectarse hacia el futuro.

Este enfoque permite desmontar uno de los pilares del imaginario orientalista: la representación del musulmán —y, por extensión, de sociedades como la iraní— como inherentemente irracionales, atrapado en pasiones religiosas e incapaz de una lógica estratégica. Desde esta perspectiva, Irán se convierte en el emblema de la otredad radical, una especie de «otro absoluto» que encarna los miedos más persistentes de Occidente: el fanatismo, la violencia sacralizada y la irracionalidad. Esta construcción despolitiza sus acciones internacionales, vacía de sentido sus decisiones estratégicas y lo convierte en un objeto legítimo de intervención.

Reducir a Irán al paradigma del islam político irracional refuerza una matriz colonial que niega la legitimidad de formas alternativas de racionalidad. El objetivo no es ignorar las tensiones, sino reconocer que su proyecto político responde a una lógica histórica, cultural y geopolítica que debe entenderse en sus propios términos. Negar esto no solo refuerza la islamofobia, sino que también obstaculiza cualquier comprensión seria de los movimientos políticos del Sur Global que desafían el monopolio occidental sobre las definiciones de racionalidad y política.

La islamofobia como estructura de poder

La islamofobia no debe entenderse simplemente como un prejuicio cultural o una fobia religiosa, sino como una forma específica de racismo estructural dirigido contra las expresiones de la identidad musulmana o cualquier manifestación pública percibida como tal. Esta lógica discriminatoria se reproduce en los medios de comunicación, las instituciones y la diplomacia internacional. En el caso de Irán, se manifiesta como una hostilidad sistemática que no responde necesariamente a las acciones del país, sino a su identidad cultural y religiosa.

Esta forma de violencia simbólica, conocida como violencia epistémica, opera negando a las personas el derecho a definir sus propios marcos éticos, políticos y civilizatorios. Al deslegitimar sus propias racionalidades, se refuerzan las asimetrías globales y se justifica una arquitectura internacional diseñada para excluir, aislar y castigar a quienes se apartan del canon liberal occidental.

Superar este enfoque requiere una revisión crítica del lenguaje que utilizamos para describir el islam y a actores como Irán. No se trata de idealizar, sino de restaurar la profundidad histórica y política de estos proyectos. En definitiva, desmantelar la islamofobia —en todas sus formas— exige la construcción de un nuevo vocabulario político, uno que no asocie la diferencia con la amenaza, ni el discurso religioso con la irracionalidad.

El ataque a Irán y la ruptura del orden internacional

El bombardeo de las instalaciones nucleares iraníes no es un mero acto unilateral de agresión; es una señal de alerta sobre la erosión del derecho internacional. El régimen de no proliferación nuclear, supuestamente diseñado para garantizar la seguridad global, se aplica con un doble rasero: mientras las potencias occidentales conservan sus arsenales atómicos sin compromisos serios de desarme, los países del Sur Global se enfrentan a sanciones, vigilancia y amenazas militares, incluso cuando cumplen con las normas internacionales.

La retórica que legitima estas intervenciones se basa en una narrativa desgastada pero aún efectiva: la confrontación entre civilización y barbarie. Esta lógica binaria, que históricamente justificó las guerras coloniales, aún hoy sirve como pretexto moral. Como ha señalado el pensamiento decolonial, este discurso no solo es injusto, sino profundamente desestabilizador: al negar la agencia y la racionalidad de los demás, perpetúa ciclos de violencia y reproduce un orden internacional basado en la exclusión y la jerarquía.

En este contexto, Irán no solo es víctima de la islamofobia, sino también un espejo incómodo que refleja el fracaso de los principios universales que Occidente afirma defender. Recuperar la posibilidad de una política internacional más justa requiere no solo poner fin a la violencia militar, sino también desmantelar los marcos simbólicos que la posibilitan. Solo entonces podrá surgir un orden verdaderamente plural, uno en el que la diferencia no se castigue, sino que se escuche.