Cuando todos esperaban sólo un disco nuevo –nada menos–, las noticias trajeron algo peor: tras una batalla de dieciocho meses, David Robert Jones murió el domingo. Y dejó no sólo una obra formidable, sino una manera única de entender el arte.
Hace apenas cuatro días, en coincidencia con su cumpleaños número 69, David Bowie publicaba Blackstar, el vigésimo quinto álbum de su inigualable carrera. Muy pocos allegados lo sabían, pero era su despedida, su testamento. El artista mayor de la historia del rock falleció el domingo víctima de un cáncer contra el que peleó durante dieciocho meses. En “Lazarus” cantaba “Mirá para acá arriba, estoy en el paraíso/ tengo cicatrices que no pueden ser vistas/ tengo drama que no puede ser robado/ todos me conocen ahora”, para cerrar diciendo “Oh, voy a ser libre/ como ese pájaro/ Oh, voy a ser libre/ ¿no es ése mi modo?”. Y alcanza con ver el clip que acompañó a la canción para entender eso que dijo el productor Tony Visconti, viejo amigo y compañero de alquimia: “Su muerte no fue diferente de su vida: una obra de arte”.
La importancia de Bowie no puede medirse sólo en términos de rock, aunque haya sido la música que le despertó la inquietud por la creación y la que durante toda su vida se encargó de llevar hacia terrenos novedosos, con mejor (casi siempre) o peor suerte. Fue cantante y compositor, sí, pero también actor, saxofonista, mimo, artista plástico, productor y un agitador cultural que se sirvió de su notoriedad para remover el avispero sobre cuestiones que fueron desde la sexualidad hasta las nuevas tendencias musicales. Y su música y su figura inocularon el virus del cambio y la vanguardia tanto en el pop como en la sociedad toda. Fue uno de esos artistas a los que la palabra “genio” le quedaba tan elegante como sus trajes, el que como ningún otro abrió las puertas de la imaginación de varias generaciones, el que no se conformó con impactar en el inconsciente colectivo en una ocasión sino que lo hizo (por lo menos) tres más.
El primer gran golpe de Bowie fue el glam rock. Para eso, antes debió sacarse de encima a David Robert Jones, aquel chico nacido el 8 de enero de 1947 en el sur londinense al que una pelea por una dama le había dejado aspecto de alien en la mirada, que había estudiado arte, cantado en un coro y aprendido a tocar el saxo. Bowie encontró en una colección de hits del primer rock’n’roll que había comprado su padre la herramienta que iba a utilizar (y a moldear) durante el resto de su vida. Ya a los 15 tenía una banda y soñaba con ser Mick Jagger, con quien más tarde trabajaría. Intentó un tiempo parecerse a otros (desde el blues hasta Velvet Underground, con baladas hippies en medio), hasta que encontró su camino artístico mirando a las estrellas. A fines de los 60, la fallida comunicación entre el Control de Tierra y el Mayor Tom en “Space Oddity” (que jugaba desde el título con la entonces muy popular película 2001, Odisea del espacio) concentró atención sobre ese joven de aspecto extraño y refinado.
En el camino hasta su alter ego Ziggy Stardust, Bowie conoció a Angie, su primera mujer, estableció su colaboración artística con el productor Tony Visconti, supo reconocer la inventiva del guitarrista Mick Ronson y encontró en la provocación la manera de sacudir de la modorra a una sociedad pacata. En la tapa de The Man Who Sold The World (1970) aparecía recostado y luciendo un vestido. En Hunky Dory, un año más tarde, su aspecto ya era definitivamente andrógino y su música muy personal (“Life on Mars?” es una de las mejores canciones de la historia), aunque le rindiera tributo tanto a Bob Dylan como a The Velvet Underground.
Androginia y espacio exterior: la alquimia entre dos elementos que ya habían aparecido en la carrera de Bowie dio como resultado a The Rise and Fall of Ziggy Stardust & The Spiders From Mars(‘72), el monumento del glam rock que describe la trayectoria de un personaje de ficción y termina con uno de los mayores punto y aparte de la historia de la música: “Rock’n’roll Suicide”. Ese alienígena plurisexual y repleto de purpurina se le metió en la cabeza a Bowie, quien durante un par de años fue persona y personaje: se declaró bisexual, y usaba maquillaje teatral y atuendos marcianos para cada aparición pública. En uno de sus picos de creatividad, durante esos años también produjo Raw Power de Iggy & The Stooges y Transformer de Lou Reed. Aladdin Sane, el disco de covers Pin Ups y Diamond Dogs son parte de la saga más por sonido e imagen glam rock que por temática, pero al artista se le empezó a complicar la separación entre realidad y obra, además de su creciente paranoia debido a la adicción a la cocaína.
Si bien su aspecto había cambiado en cada portada de los discos, hasta allí Bowie permanecía dentro de los parámetros del glam que había construido. Nadie estaba preparado para el soulman rubio y prolijo que encarnó a continuación, en Young Americans (’75), grabado en sesiones en Filadelfia. Fue un volantazo inesperado de un artista que podría haber continuado usando maquillaje durante décadas (¿cuántos siguieron en la misma?), pero que decidió salir de su zona de confort, una característica que se convirtió en marca registrada. Station to Station (’76) traía consigo a otro personaje imborrable de su galería de criaturas: el Delgado Duque Blanco. Como le había sucedido antes, la mezcla entre drogas duras y personalidad fragmentada por sostener la ficción dieron resultados horribles en lo personal: llegó a hacer comentarios fascistas y a tener parafernalia nazi, algo de lo que más tarde renegaría enfáticamente.
Más radical –y fabuloso en términos artísticos– fue su siguiente mutación: se fue a vivir a Alemania con Iggy Pop y durante 1977 le produjo The Idiot y Lust for Life, dos discos cruciales de la Iguana, al mismo tiempo que, aliado a Brian Eno (y sus sintetizadores), generaba los trabajos iniciales de la “trilogía berlinesa”, Low y “Heroes”. En ellos (y en Lodger, del ‘79), tomaba el sonido del krautrock y lo convertía en música para las masas, con un pie en la avant garde y otro en la canción de rock. La influencia de esos tres álbumes sobre lo que vino después en el rock fue tan crucial como perdurable.
Bowie inició los ‘80 divorciado de Angie (con quien tuvo a su primer hijo, Duncan) y con otro disco brillante, Scary Monsters (and Super Creeps), abrazado por una nueva generación (la de los new romantics) gracias al video de “Ashes to Ashes”. Robert Fripp volvía a brillar en la guitarra, como en “Heroes”: como siempre, el cantante se rodeaba de los mejores en ese puesto. La lista de violeros a los que recurría incluye a Ronson, Carlos Alomar, Fripp, Earl Slick, más adelante Steve Ray Vaughan, Reeves Gabrels, Adrian Belew… Era su atadura al rock, al impulso primigenio hallado en aquellos 45 rpm que había comprado su padre.
A esa altura, a Bowie ya se lo tildaba de camaleón por sus múltiples cambios de aspecto y dirección musical: error, porque ese animal se mimetiza con lo que tiene detrás para poder atrapar a su comida por sorpresa, mientras que el cantante siempre se puso en la primera línea de la exposición pública, para bien y para mal, con una combinación de instinto y reflexión que pocos artistas logran sostener. Y además, siempre procuró ir un paso adelante, desembarazarse de los lastres que sus propias creaciones le acarreaban.
El último impacto mayúsculo de Bowie en la cultura popular fue cuando se convirtió en artista de estadios. Let’s Dance, invitaba el cantante a la pista de baile en 1982, con producción de Nile Rodgers (Chic) y un sonido que marcó esos años. Los videoclips, también cruciales para la era, llevaron su música más lejos que nunca. Sin embargo, el resto de la década fue de un paradójico declive artístico: mientras más grandes eran los escenarios de las giras, menos interesante se volvía su música. Tonight (’84) era desparejo, Never Let Me Down (’87) un pastiche pop directamente insoportable. En medio de eso hubo colaboraciones (con Queen, Mick Jagger, Tina Turner e Iggy Pop), participaciones en bandas sonoras (como la notable “Absolute Beginners” y “This Is Not America”), papeles en películas como Laberinto y El ansia una actuación celebrada en Live Aid. Pero hacia fines de los ‘80, Bowie supo que artísticamente había tocado fondo.
Entonces, echó mano a algo que no hacía desde sus inicios en la música: formó una banda. Tin Machine, con Gabrels y los hermanos Hunt y Tony Sales (quienes grabaran en Lust for Life, de Iggy Pop), recuperaba a puro riff la fiereza del rock de guitarras, aunque sin tanta imaginación. El cuarteto publicó dos discos de estudio, pero entre medio el cantante salió de gira como solista, anunciando que era la última vez que lo hacía. El Sound + Vision Tour lo trajo por primera vez a la Argentina, para un show esperadísimo en la cancha de River. El cantante, además, se casó con la súper modelo somalí Iman, con quien tuvo a su segunda hija Alexandria.
Para entonces, Bowie ya había dejado de ser estar un paso adelante que el resto de los artistas, pero su ojo clínico para detectar vanguardias no estaba perdido: desde las alturas inconmensurables de su obra pasada, les daba su bendición a las nuevas tendencias, del acid jazz al jungle, y del rock alternativo al industrial. Y su espíritu lúdico lo llevaba a mezclar esos géneros, como en Outside (95) y Earthling (97), en procura de algo novedoso. La gira de presentación de este último lo trajo a la cancha de Ferro, para un show descomunal tanto en música como imagen. Nadie que haya estado allí podrá olvidar los ojos proyectados sobre globos ni las películas porno cortajeadas en la pantalla, además de los solos hirientes de Gabrels y la base monolítica de la bajista Gail-Ann Dorsey.
La transición entre el siglo pasado y éste encontró a Bowie elegante como siempre, aunque sus innovaciones ya pasaban más por la forma de presentación de su música que por las canciones en sí. Hours (99), Heathen (2002) y Reality (03) mostraron a un artista seguro de sí, pero sin esa voluntad de riesgo que hasta entonces siempre lo había caracterizado. La noticia de que había sido sometido a una angioplastia, sumada al posterior silencio del cantante durante una década, alimentaron los rumores sobre un retiro permanente por cuestiones de salud. Lo irónico fue que esa ausencia no hizo sino incrementar la importancia de su presencia en todas las artes. Cada mínima noticia sobre él cobraba importancia desmesurada, señal de su estatus pero también de los deseos de imaginarlo activo y sin problemas.
Cuando el mundo se había acostumbrado a esa dinámica, “de la nada” apareció la canción “Where Are We Now?”, justo el día en que Bowie cumplía 66 años. Y enseguida The Next Day, un disco en el que, desde la misma tapa (que “intervenía” la de “Heroes”), el cantante revisaba cuentas con su pasado. Pero enseguida llegó la aclaración: no contestaría entrevistas ni haría presentaciones. El anuncio de la salida de Blackstar alimentó una vez más las expectativas sobre volver a verlo en actividad plena. Para colmo, el disco recupera ese riesgo artístico que se extrañaba en él. Pero sí, ya estaba todo dicho en el video de “Lazarus”, esa despedida con forma de obra de un artista visionario, mutante, inspirador. Unico.