El mito de Amelia Earhart jamás ha tocado tierra. Desde que despegó por última vez, el 2 de julio de 1937, el misterio de la aviadora estadounidense se ha agigantado a medida que han fracasado las expediciones para hallar sus restos. Ese día, a las 12.30, Earhart partió del abrasado aeródromo de Lae, en Papúa Nueva Guinea, para completar una etapa más de su circunvalación al globo terráqueo. Pero en algún lugar del Pacífico, su Lockheed Electra bimotor desapareció. Aunque la mayoría de expertos considera que se estrelló en el mar, hay quien ha especulado que cayó prisionera de los japoneses, otros han alentado la teoría de un suicidio y no pocos indican que pudo alcanzar el atolón coralino de Nikumaroro. Un punto remoto en las islas Kiribati que con los años se ha vuelto centro de las investigaciones y donde ahora se encuentra una nueva expedición en busca de la pista definitiva. “Es un proceso lento y con muchos puntos muertos, pero avanzamos”, afirma a este periódico el director de la misión, Richard Gillespie.
Valiente y rompedora, la pecosa Earhart nunca fue una aviadora perfecta. Hasta sus más firmes defensores admiten sus lagunas en el manejo técnico de los aparatos y sus dificultades para adaptarse a las innovaciones tecnológicas. Pero apoyada en su fuerza de voluntad y una inmensa sangre fría, esta antigua asistente social logró abrirse paso en un mundo salvajemente machista y ocupar su puesto en la historia.
Su amor a los espacios aéreos había nacido el 28 de diciembre de 1920, en Long Beach. Bastó un vuelo turístico de 10 minutos para descubrir su destino y dar inicio a una acelerada carrera que le llevó a ser la primera mujer en cruzar el Atlántico, en hacerlo en solitario y en volar el Pacífico (de Honolulú a California).
Con una fama que luchaba por eclipsar la de Charles Lindbergh, la aviadora decidió dar el golpe definitivo circunvalando el globo. Tenía 39 años y vivía un momento dorado. Escribía para los periódicos, daba conferencias e incluso diseñaba ropa. Su nombre era una marca consolidada, y ella, flaca, tímida y de sonrisa entera, una leyenda viva.
El desafío arrancó el 1 de junio de 1937 en Miami. Desde ahí enfiló a Sudamérica y luego al este, por etapas, hacia África, India, Tailandia… La acompañaba el experimentado navegante Fred Noonan. Tras haber recorrido 36.000 kilómetros, algo más del 75% de su trayecto, llegó al aeródromo papuense de Lae. El siguiente destino era la Isla Howland, entre Australia y Hawái. Un salto de 4.000 kilómetros.
A las diez de la mañana del 2 de julio, con el cielo nublado, el aparato en malas condiciones y el combustible escaso, la aeronave despegó. Durante el vuelo, Earhart comunicó con un guardacostas estadounidense. Informó de que tenía mala visibilidad y poca gasolina. El 3 de julio, a las 8.45 emitió su último mensaje. “Estamos volando en la línea norte-sur”. Nada más se supo. Pese a la formidable misión de rescate ordenada por el presidente Franklin D. Roosevelt, los restos de la aeronave jamás fueron hallados.
Este vacío ha dado pábulo a todo tipo de hipótesis. La más firme, sustentada en su día por el Gobierno de EE UU, es que la nave se estrelló en el océano por fallo mecánico o falta de combustible. Pero muchos se resisten a aceptarlo y mantienen que pudo alcanzar el atolón de Nikumaroro. La isla, que ha registrado capítulos esporádicos de ocupación humana, estaba en aquellas fechas deshabitada. De espesa vegetación, pero sin agua potable, Earhart y Noonan pudieron fallecer ahí. Esta conjetura es la que mueve a la expedición. “Es posible que muriesen de sed o de hambre. También cabe que se intoxicaran comiendo pescado o de una infección tras cortarse con el coral”, comenta Gillespie.
Organizada por National Geographic, una compañía de viajes y el Grupo Internacional para la Recuperación de Aviones Históricos, la misión basa su apuesta en los objetos de los años treinta que en otras visitas (la última fue en 2012) han sido recuperados en la isla. Entre las piezas rescatadas figuran un frasco de crema para las pecas, una navaja similar a la usada por Earhart, un zapato de hombre y otro de mujer, un panel de aluminio y un trozo de plexiglás similar al de una ventana del avión. Una pequeña colección de interrogantes que ahora pretende ser ampliada con ayuda de cuatro perros –Marcy, Piper, Kayle y Berkeley–, especializados en rastrear restos humanos. “Los perros son una idea de National Geographic, esperamos que descubran huesos y podamos analizar su ADN”, señala Gillespie.
El hallazgo, que muchos expertos consideran casi imposible, daría un vuelco a las teorías tradicionales, pero no pondría fin al misterio. Sería el aterrizaje de un enigma y el despegue de otro aún mayor: ¿cómo fueron sus últimos días? Ochenta años después del accidente, el misterio de Amelia Earhart sigue en el aire.
Fuente: El País