Acerca del pensamiento antiimperialista

Alejo Brignole

Desde José Martí, a finales de siglo XIX, hasta pensadores posteriores como el peruano Raúl Haya de la Torre, o el argentino Atilio Boron, América Latina ha sido fecunda en ideas y hombres que han buscado con denuedo interpretar la realidad continental desde un lugar descolonizado y centrado en un humanismo necesariamente antiimperialista.

El problema que constituye el colonialismo y las hegemonías imperialistas para la cultura y el desarrollo social humano, es vertebral para el análisis histórico de cualquier época. Bajo este prisma veremos que el mapa político, social y económico del mundo se formó –en buena parte– a partir de estos fenómenos relacionados con la ambición de dominio de unas naciones o grupos, por sobre otros.

Incluso los más modernos países imperialistas (Inglaterra, Francia, Portugal u Holanda, entre otros (y sin dudas Estados Unidos) han sufrido en su historia los condicionamientos de otras fuerzas colonialistas que los sometieron. Ello nos conduce a una reflexión obvia que consiste en saber que ninguna nación ni entidad político-cultural está exenta de padecer el avance hegemónico de factores exóticos.

No obstante, esta innegable dinámica histórica, también debemos señalar que su resistencia y oposición por métodos variables (guerra, luchas sociales o guerras intestinas) han sido igualmente importantes en la configuración de la cultura y las sociedades.

El filósofo del poder que fue el francés Michel Foucault afirmaba en su libro de 1966, Las palabras y las cosas que “donde existe un poder, existe una resistencia”.

Y aunque Foucault lo aplicaba más al campo psicosocial, bajo este principio, la repuesta al avasallamiento externo resulta medular para entender los desarrollos históricos globales. Sin una interpretación antiimperialista, de resistencia cultural, económica y militar, todo estudio antropológico y social estaría incompleto.

En América Latina esta forma de análisis resulta indispensable, o mejor aún, ineludible, por cuanto nuestra región ha sido moldeada desde los imperialismos de diferente signo y condición.

Los españoles, los portugueses, los británicos y franceses y por último el imperialismo estadounidense, fueron factores que determinaron nuestra historia de manera diversa, pero con un eslabón común omnipresente: la explotación brutal y el expolio material y humano para el beneficio de las diferentes metrópolis.

Pero también –y más importante aún– América Latina se configuró desde su resistencia a esos imperialismos (muchas veces instrumentado bajo expresiones domésticas como la persecución de los indígenas).

Si tuviéramos que establecer un inicio del pensamiento antiimperialista latinoamericano más moderno, sin dudas debemos remitirnos al cubano José Martí. Y aunque hubo muchos otros pensadores anteriores en las diferentes órbitas nacionales durante las Guerras de Independencia Americana –Simón Bolívar como epítome– sería imposible reseñarlos aquí.

Pero superada la instancia colonial hispana, fue Martí el que interpretó la problemática neocolonial que afectaría a la región durante la centuria venidera, pues comprendió prematuramente que Estados Unidos, en tanto heredero cultural del expansionismo militarista británico, resultaría el principal problema para la región sudamericana.

En su obra de 1891, Nuestra América, Martí advierte sobre la necesidad unionista de las naciones latinoamericanas, a la vez que enciende los faros de alerta sobre el propio decurso histórico-político estadounidense y su peligrosa mirada hacia el sur, colmada de apetencias imperiales en lo económico y geopolítico.

A partir del análisis martiano, podríamos trazar un sendero de pensadores nuestroamericanos que reflexionaron en torno a la cuestión de la unión regional y la hegemonía estadounidense como nuevo actor dominante. El uruguayo José Enrique Rodó, con su libro Ariel, de 1900, fue quizás uno de los más tempranos en seguir esta huella en el ámbito de las ideas continentalistas, aunque –con cierta miopía– veía posible la convivencia pacífica con EEUU.

El libro de Rodó fue de enorme influencia entre las juventudes latinoamericanas, inmersas en aquellos inicios de siglo XX en una búsqueda afanosa de identidad nacional y regional, de renovación idealista de propio cuño que buscaba una mayoría de edad respecto de las corrientes europeístas de pensamiento, las cuales –al fin y al cabo– eran nuevas formas de colonización cultural.

El Ariel tuvo tanta gravitación en las décadas posteriores, que formó en torno a sus ideas el llamado ‘arielismo’, y cuya influencia llegaría hasta la histórica Reforma Universitaria de 1918 en Argentina, replicada luego en casi toda la región.

Hubo otros que a través de sus escritos, de sus ideas sociales, e incluso de sus luchas armadas, contribuyeron a engordar el bagaje ideológico y discursivo en torno al problema del imperialismo, y en particular del imperialismo estadounidense como amenaza creciente.

El peruano Raúl Haya de la Torre, que fue secretario y también discípulo del pedagogo y político mexicano José Vasconcelos, forma parte de estos impulsos constructores de un pensamiento descolonial y antimperialista regional. Lo mismo que el socialista argentino Manuel Ugarte, quizás uno de los más enérgicos y preclaros difusores del peligro estadounidense.

Incluso Ugarte retoma y adhiere al esquema que concibiera León Trotski durante su exilio en México –en donde sería finalmente asesinado en 1940 por enviados soviéticos–, sobre la necesidad de establecer estados socialistas en América Latina.

Los libros de Manuel Ugarte El Porvenir de la América Española, de 1910, o El Destino de un Continente, de 1923 constituyen un esfuerzo maravilloso para afianzar un ideario unionista de matriz socialista entre las naciones del sur americano.

De todos modos, no debe verse al conjunto de hombres e ideas como un corpus sólido y unificado en torno al continentalismo y sus derivaciones, pues todo ellos (y las muchas decenas de pensadores que aquí omitimos), no eran homogéneos en su ideario, aunque poseyeran elementos afines.
Y si el mexicano Vasconcelos negaba la importancia indigenista en la conformación latinoamericana, su compañero Haya de la Torre hacía del indigenismo un pilar fundamental para pensar la construcción regional.

En estas no siempre sencillas nociones sobre hegemonías imperialistas y sus trazas históricas que afectan lo cultural y lo social (siempre de la mano de la explotación económica), muchas veces surgen controversias sobre qué es o qué debe considerarse imperialismo. Por supuesto existen negacionistas del propio concepto imperialista, en tanto herramienta de interpretación histórica. Otros en cambio lo consideran medular para entender los procesos humanos.

Sobre este particular, resulta muy interesante la polémica iniciada por el sociólogo argentino Atilio Boron con su libro Imperio & imperialismo – Una lectura crítica de M. Hardt y Antonio Negri (Ediciones CLACSO) en donde refuta ciertos análisis de las dinámicas imperialistas descritas en el libro Imperio de ambos autores.

Para Boron –quizás el mejor exponente actual del constructo ideológico y científico en torno a concepto antiimperialista– las tesis de Hardt y Negri plasmadas en la obra citada, adolecen de severas fallas interpretativas e históricas. Al respecto Boron señalaba en 2002: “El imperialismo de hoy no es el mismo de hace treinta años. Ha cambiado, y en algunas de sus facetas el cambio ha sido muy importante”.

Como vemos, las discusiones en torno a la idea de imperio y las prácticas imperialistas resultan ineludibles tanto en el ámbito latinoamericano como en el contexto global. Tampoco cesan ni se vuelven obsoletas, pues a la par del capitalismo, el imperialismo se transforma y se adecua a los contextos, y por tanto sus debates inherentes también mutan y deben abordarse desde nuevas perspectivas.

El británico Rudyard Kipling, Premio Nobel de Literatura en 1907,
fue un colonialista doctrinal. Con su poema “La carga del hombre blanco”
instó a Estados Unidos a invadir la isla de Guam y anexionarse por extensión
Cuba y Puerto Rico tras la guerra hispano-norteamericana de 1898.
Para él, el hombre blanco tenía la “carga” ética de llevar la civilización y
el progreso a las naciones más atrasadas.

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