Julio César Sánchez Guerra | Granma
Esto es como decir «terrorismo hecho en casa», casi siempre hecho para exportar, solo que, esta vez, las tres tazas de caldo fueron en los pasillos del Congreso estadounidense.
Así llamó, Joe Biden, a la ocupación, por la fuerza, del Capitolio en Estados Unidos. Esto es como decir «terrorismo hecho en casa», casi siempre hecho para exportar, solo que, esta vez, las tres tazas de caldo fueron en los pasillos del Congreso estadounidense.
Pero este acto de «terrorismo doméstico» tuvo un agitador: Donald Trump, el presidente que abandona la silla de la Casa Blanca, a regañadientes.
Después de ese desastre, les llamó intrusos. Es que ya hicieron su papel, o se fueron del guion; ya no sirven al juego de mentiras; el cambio de actitud nos recuerda la escena del presidente lanzando rollos de papel sanitario a una multitud puertorriqueña tras un huracán en esa isla vecina.
Y todo sucede en un país que extiende el dedo cesariano para dar o quitar la vida, emitir certificados de democracia, o hacer espurias listas de países que patrocinan el terrorismo. Ahora no les queda otra salida honorable que romper la hoja de nominados y anotarse de primeros.
Sin embargo, el presidente Trump solo destapó la botella llena de viejos demonios: una de las banderas que fue portada por los «terroristas domésticos» traía los símbolos de la esclavitud y el racismo del siglo XIX.
José Martí, quien durante 15 años vivió en ese país, observó con preocupación la división y el odio. Supo de un matrimonio que fue lapidado porque era una blanca casada con un negro. Vio a niños vendiendo periódicos bajo el frío neoyorkino. Comprobó las pugnas entre demócratas y republicanos y el papel del dinero en las elecciones.
Sintió con dolor la separación entre pobres y ricos, y los apetitos imperiales por devorar a otros pueblos. No dudó en afirmar que Estados Unidos de Norteamérica no era el modelo a seguir para las nacientes Repúblicas de Nuestra América, pues aquel gigante tenía ya los pies de barro.
Cuando se prepara para la Guerra Necesaria, sabe que esta no solo es por Cuba y Puerto Rico, sino «para salvar el honor ya dudoso de la América inglesa». Martí no solo es un revolucionario para los cubanos, lo es también para el propio pueblo norteamericano.
Las imágenes del asalto a la sede de la democracia estadounidense confirman la futuridad del pensamiento de José Martí, esa que abre la puerta al espíritu de Lincoln y cierra el paso a los peligros del aventurero Cutting, antiguo rostro de los que ahora alimentan la supremacía de unos hombres sobre otros.
Muchos de los que atacan a Cuba, y se rasgan las vestiduras en nombre de la libertad, guardan ahora un extraño silencio. Vuelven la cara hacia otro lado, como si este asunto fuera de menor importancia, algo muy doméstico que no merece levantar la voz, ni mucho menos llenarse la cabeza de cenizas.
Solo que esta vez, desde las páginas del Quijote, salta una vieja certeza: «La verdad adelgaza, pero no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua». Es esa una de las realidades que flotan: la desvergüenza del «terrorismo doméstico», hecho en la propia casa del imperio.