Andrés Gaudin
* El presidente salvadoreño ingresó en el Parlamento con efectivos militares para «apretar» a los legisladores reacios al endeudamiento. Silencio de la OEA y la ONU.
Desde que en junio de 2009 Manuel Zelaya fue sacado de su casa y de la presidencia de Honduras, descalzo y en camiseta, los restauradores del orden neoliberal no han parado en su arremetida contra la democracia. Y siempre con distintos ardides.
Ahora fue el turno de El Salvador, donde Nayib Bukele lo intentó, aunque todavía no ha podido, quizás por lo burdo, no porque haya habido resistencia popular. El quid de la cuestión estaba en la necesaria autorización del Congreso para suscribir un crédito que destinaría a la represión interna.
Como idóneo en publicidad y marketing, y experto conocedor de los recovecos de las redes sociales, Bukele encontró lo que creyó que era el camino perfecto para darse un autogolpe que le permitiese sacarse de encima a la muy molesta oposición. Primero, le dio un ultimátum para que le votaran aquel crédito.
Segundo, ante la negativa, amenazó con disolver el Parlamento, a la par que ocupaba el recinto con militares y policías armados a guerra. Tercero, apelaba a un artículo de la Constitución que admite el derecho del pueblo a la insurrección cuando se vea alterado el orden institucional. En este caso, el orden que él mismo rompió.
Con aterradores índices de criminalidad, El Salvador está entre los países más violentos del mundo. Las estadísticas dicen que en enero hubo 119 asesinatos (3,8 por día), con lo que, de dar pie a los números oficiales, el mes pasado habría sido el menos cruel desde la firma del acuerdo de paz de 1992, que cerró una cruenta guerra interna.
Cuando Bukele asumió, en junio de 2019, se registraba un promedio de 9,2 crímenes diarios. Si bien la oposición denuncia que el presidente oculta los números y aplica una política de exterminio de las «maras» (pandillas que actúan per se, pero también como mercenarias), cuesta creer que, como dice Bukele, tal reducción de la violencia se haya dado en apenas siete meses de gobierno, y sólo porque haya infectado las calles de militares y policías.
Por exigencia de Estados Unidos, de la DEA y del Pentágono, Bukele aplica la misma política contra el narcotráfico –la militarización del país– que a México le ha significado llevar el índice de criminalidad a niveles siderales.
El gobierno dice que su Plan de Control Territorial permitirá cerrar el quinquenio con Crimen 0. Para eso necesita implementar ya la III fase del mentado plan, y eso requiere un crédito de 109 millones de dólares del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE). Del préstamo, 46,9 millones se aplicarían a «movilidad estratégica» –dos helicópteros y una fragata– y otros 25,9 millones a «infraestructuras» y cámaras de videovigilancia.
Los diputados, que ya les habían dado el visto bueno a las negociaciones con el BCIE, retiraron ese apoyo cuando el gobierno no supo explicarles qué haría con los 26,2 millones restantes. Tras aquel aval, ahora creen que los 109 millones se usarán, en realidad, para la represión de la política.
Bukele se debe también a las iglesias evangélicas, que movilizaron a sus fieles para ganar las elecciones en primera vuelta (53,6%) y acabar con el bipartidismo entre el progresista Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y la ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).
Es por eso que el presidente entró al Congreso con los militares mirando al techo, orando y diciéndoles a sus seguidores que había estado hablando con Dios y que seguiría el diálogo desde el mismísimo Salón Azul donde sesionan los diputados. Parecería que el supremo le dio instrucciones precisas: «Paciencia, hijo, paciencia, mucha paciencia». Sin embargo, a quien sí le debe todo es a Estados Unidos. Allí vive el 89,3% del 1,6 millón de emigrados salvadoreños y desde allí en 2019 llegaron remesas por 5,101 millones de dólares, más de la quinta parte de lo que moviliza la economía del país.
Algunos datos adicionales para nada menores. Ningún país latinoamericano o de la Unión Europea se manifestó preocupado por el manoseo de la institucionalidad salvadoreña. La Casa Blanca y el Departamento de Estado no tomaron nota todavía de que uno de sus mejores aliados está en problemas con su democracia.
La ONU como tal no habló y la OEA tiene otras prioridades. Luis Almagro sigue ocupado en atacar a Venezuela, defender sus particulares principios democráticos y seguir peleando su reelección, que se juega el 20 de marzo y en la que el voto de Bukele puede ser decisivo.
Un hombre acostumbrado a cambiar de partido
Habría que recurrir a algún lugar común para graficar el itinerario político de Nayib Bukele, un joven que a los 37 años, en junio del año pasado, ya se había convertido en el presidente de su país, tras haber recorrido todo el espinel partidario. En Argentina, claro, esta forma de andar por el mundo de la política no extrañaría, y en un minuto surgirían a la memoria dos, tres, muchos saltimbanquis que no vinieron para alegrar a nadie sino para corromper la vida pública.
Si se considera que sólo tenía 11 años de edad cuando en 1992 se firmó el Acuerdo de Chapultepec que puso punto final a 12 años de una cruenta guerra interna, el trajinar de este empresario del marketing de ancestros palestinos –hijo del Imán Armando– fue más que fructífero desde lo comercial y lo político. Para lo primero, heredó las virtudes paternas. Para lo segundo, se valió del caos post conflicto.
Apenas la guerrilla se legalizó como Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), Bukele se convirtió durante 12 años en «el» asesor publicitario de la nueva sigla. De ahí pasó a afiliarse al partido progresista y en su representación fue alcalde de Nuevo Cuscatlán (2012) y de San Salvador (2015).
Del FMLN lo echaron y rápidamente fundó el socialcristiano Nuevas Ideas, del que se fugó a GANA, una escisión por derecha del ultraderechista ARENA. En algún momento estuvo en Cambio Democrático, pero su pasaje por allí no quedó registrado en los archivos.