Por Marcos Roitman Rosenmann
Los sueños de quienes lucharon por la independencia política en América Latina, a principios del siglo XIX, buscaban, no sólo acabar con la dominación del imperio español, eran al mismo tiempo portadores de una propuesta de integración regional. Sin embargo, sus esperanzas chocaron con una realidad: el nacimiento del imperialismo. Se trataba de una forma de control mucho más sofisticada, articulada bajo el proceso de internacionalización de la producción, los mercados y el trabajo. Su finalidad, la sumisión de las jóvenes naciones, estableciendo Estados títeres; gobiernos cipayos, con plutocracias alejadas de una propuesta nacional-popular.
El imperialismo, centró sus esfuerzos en apropiarse de los recursos naturales, flora, fauna y riquezas del subsuelo. Los territorios de América Latina fueron presa de rapiña. Al oro y plata de la conquista, le siguieron materias primas indispensables para acelerar la revolución industrial: petróleo, nitrato, cobre, guano, trigo, caucho, azúcar, cacao, etcétera. Gran Bretaña y Francia tomaron la delantera. Llevaban un siglo de ventaja en el desarrollo del capitalismo. A su rebufo, un actor emergente, Estados Unidos. La división del mundo en áreas de influencia agudizó las contradicciones y los conflictos entre las potencias imperialistas. América Latina pasó a ser un continente en disputa. Pero ello requería, igualmente, un pacto interimperialista, hacer fracasar cualquier proyecto de unidad cuya bandera fuese la lucha antimperialista. En el siglo XX, esta disyuntiva se repetiría en Asia y África. La historia contemporánea está plagada de planes que han terminado por romper los proyectos de unidad e integración regional. En América Latina, la doctrina Monroe marcó el comienzo de las hostilidades. Desde 1823 Estados Unidos buscó anular la intervención de actores extracontinentales en la explotación y control del subcontinente. El eslogan, “América para los americanos” define la política exterior de Estados Unidos para la región. Si en el siglo XIX su amenaza eran Francia y Gran Bretaña, tras la Segunda Guerra Mundial lo fue la Unión Soviética y, en pleno siglo XXI su lugar lo ocupa China.
Estados Unidos siempre ha querido todo el pastel y no está dispuesto, ni mucho menos a dejar que otros actores internacionales tengan una presencia destacada en la región. Hoy, su pérdida de influencia le hace ser más beligerante. América Latina, le resulta vital para mantener su poder a escala mundial. No sólo como países proveedores de materias primas, sino como garantes de la seguridad hemisférica en el flanco sur. De tal manera, siempre urdirá planes desestabilizadores para quebrar los intentos de integración donde no tenga representación, ni voz ni voto. Conspiró contra el Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, cuyo objetivo era crear una confederación de países latinoamericanos desde México hasta Chile. Simón Bolívar, su impulsor, vio frustradas sus esperanzas por la traición y la intervención maniquea de Estados Unidos. Su frase pronunciada en 1829: “Los EEUU, que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad” está grabada en la conciencia de los pueblos de la región y es la historia del imperialismo yanqui en América Latina. En sus dos siglos de intervenciones, ha creado un ideario y desarrollado instituciones desde las cuales llevar a cabo sus propuestas de dominación. Ha tejido redes, mutando una y otra vez sus políticas bajo distintas siglas. Su mayor éxito, la creación en 1948 de dos pilares de su política imperialista: el Tratado de Defensa Reciproca (TIAR) y la Organización de Estados Americanos. Ambos organismos, con la complicidad de gobiernos cipayos, le permiten legitimar guerras espurias, invasiones, golpes de Estado, magnicidios, violación de los derechos humanos y realizar un sinnúmero de amenazas. Gregorio Selser los documentó en una obra monumental bajo el título: Cronología de las intervenciones extranjeras en América Latina, publicado por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y la UNAM.
Su control de la OEA transforma la organización en un pilar de sus políticas imperialistas. Baste señalar dos ejemplos: la expulsión de Cuba y el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente de Venezuela. Tampoco debemos olvidar que sus secretarios generales acaban comportándose como meretrices. El chileno José Miguel Insulza y el uruguayo Luis Almagro Lemes han demostrado un seguidismo rayano en la impudicia. Sus actuaciones sólo se justifican bajo la indignidad de los traidores. Su anuencia con los golpes de Estado en Bolivia y el apoyo a la actual presidenta de Perú muestran su talante.
Este 24 de enero se celebra en Argentina la cumbre de la Celac. Es un momento clave para recuperar el protagonismo y ser un contrapeso a las políticas de la OEA, el TIAR. Ser un dique de contención al intervencionismo estadunidense en la región. Es una oportunidad que no se puede dejar escapar. Debe ser cuna de un pensamiento emancipador, revitalizado, base para una propuesta de integración regional. La convocatoria, abre una puerta para restar poder y levantar los cimientos de una patria grande, el sueño de Simón Bolívar, Augusto Sandino, Lázaro Cárdenas, Fidel Castro, Salvador Allende o Hugo Chávez. Es el momento del cambio y recoger el testigo. Los presidentes de Brasil, México, Colombia, Argentina, Cuba, Venezuela, Bolivia deben asumir responsabilidades y liderar un nuevo proyecto de integración latinoamericana. De su determinación y compromiso antimperialista depende el futuro de la democracia en nuestra América.