* Con la Franja y la Ruta, desafía el nuevo “destino manifiesto” de Francis Fukuyama, un politólogo norteamericano de origen japonés, que pronosticó en 1990 el “Fin de la historia”, o según él, la rendición total del resto del mundo a los “principios” de Occidente.
Valdir da Silva Bezerra
Hace ya 10 años que China anunció su grandioso proyecto de Integración Económica Internacional Franja y la Ruta, también conocida como Nueva Ruta de la Seda.
Lanzado por Xi Jinping en 2013, la iniciativa tenía como objetivo llevar el excedente de la producción china a los mercados occidentales a través del territorio de diversos países asiáticos y europeos, cambiando en definitiva la realidad geopolítica del mundo.
Abarcando en su alcance más del 50% del PIB mundial y el 70% de su población, el proyecto se trata de una herramienta importante que viene transformando la influencia económica y política china en uno de los principales hitos del siglo XXI.
No por casualidad, funcionarios en Pekín ya habían confirmado la presencia de al menos 90 naciones en la próxima conferencia orientada a discutir el progreso de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, programada para el próximo mes de octubre. Todo esto se debe a la importancia que China ha adquirido a lo largo de las últimas décadas.
Esta importancia acabó por anular el tristemente célebre libro titulado “Fin de la historia”, preconizado por Francis Fukuyama a principios de 1990. Al final, por la expresión “Fin de la historia”, Fukuyama se refirió, entre otras cosas, a la supremacía de los principios occidentales de organización política y social y su supuesta superioridad frente al modo de pensar y de vivir de las otras sociedades.
De hecho, no solo para Fukuyama, sino también para diversas autoridades políticas en Estados Unidos, la combinación entre democracia liberal y capitalismo de libre mercado sería superior a cualquier sistema político/económico alternativo existente en el mundo. La razón de esta interpretación reside en su capacidad para satisfacer los impulsos básicos de la naturaleza humana, representada por el deseo de adquirir bienes materiales y el reconocimiento de su valor individual.
Con el final de la Guerra Fría, a principios de la década de 1990, los estadounidenses creían haber alcanzado una superioridad inquebrantable sobre sus antiguos rivales en el escenario político, como Rusia y China, en términos de modelo de organización social.
Sin embargo, durante las últimas décadas, ha quedado demostrado que un crecimiento económico robusto se puede promover bajo regímenes políticos distintos, y que no solo los gobiernos democráticos liberales pueden satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones.
El ascenso de China en el siglo XXI también ha demostrado que el proyecto estadounidense de homogeneizar ideas y valores en todo el mundo no era más que el sueño de una noche de verano.
Después de todo, grandes potencias como Rusia, la India y China representan civilizaciones distintas de las occidentales en muchos aspectos, y poseen sus propias perspectivas históricas sobre el sistema internacional y sobre su posición de derecho en ese sistema. Por lo tanto, aquella tendencia inexorable que se observaba en los años 1990 en torno a la sumisión de esos países a Occidente no era más que una previsión de futuro precipitada.
Por otra parte, en regiones como América Latina, Oriente Medio, África, y en otras partes de Asia y Europa del Este, la economía de libre mercado y la democracia liberal no se han convertido, con algunas excepciones importantes, en una regla como se esperaba.
China, por su parte, al atraer cada vez más países a su órbita mediante asociaciones comerciales y el propio proyecto la Franja y la Ruta, ofreció al mundo una alternativa a la democracia liberal estadounidense, combinando una economía exitosa fundamentada sobre todo en lazos sociales y familiares fuertes, con un Estado políticamente centralizado.
El hecho es que muchas sociedades asiáticas, aunque hacen mención de la importancia de los principios occidentales de democracia, acabaron por modificar su contenido original para acomodar tradiciones culturales y políticas propias. De este modo han actuado China, Japón y Corea del Sur, por ejemplo, con resultados económicos diversos a lo largo de los últimos años.
Los estadounidenses y Occidente en general simplemente no creen que en el siglo XXI siga habiendo diferencias en la forma en que los Estados gestionan sus sociedades. Esto explica la incomodidad occidental con el surgimiento de países como China en las relaciones internacionales, lo que puso fin a la suposición de que el liberalismo político y económico era el único motor del desarrollo histórico y progresivo de las naciones.
Por el contrario, las sociedades gobernadas por gobiernos fuertes y Estados centralizados, como Rusia y China, se han convertido en ejemplos exitosos para reducir las tasas de pobreza de su población y aumentar la calidad de vida de la sociedad.
Al final, la universalización del individualismo liberal que pretendía extender sus premisas a todos los países del mundo, resultó ser un proyecto fallido, incluso en Occidente. Basta observar la división causada por los debates sociales en torno a pautas identitarias contrapuestas en países como Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, para asegurarse de que la situación en estos países dista mucho de ser tranquila.
Ahora, con Occidente en decadencia y corroído por disputas y fracturas internas, sociedades de cultura milenaria como China continuarán atrayendo cada vez más Estados a su órbita, multiplicando proyectos de cooperación y sin intentar imponer sus valores, sean sociales o políticos, a los demás pueblos del mundo.
Sea lo que sea, con la celebración de los 10 años de la iniciativa de la Franja y la Ruta, China demostró no solo una capacidad única de unir a los Estados en torno a su ambicioso proyecto geopolítico, sino que demostró que Occidente ya no está en el centro del mundo.
Además, hay que decir que a pesar de su supuesta preocupación por el individuo y de su dicho «respeto a la pluralidad de opiniones», el liberalismo Occidental nunca fue muy bueno en tratar con aquellos países que no reconocieron la validez de sus premisas.
China es uno de esos países, sin embargo, ha sido capaz de ejercer un notable liderazgo internacional, liderazgo que tiende a prolongarse en los próximos años. Con esto, Pekín no solo desafió la supremacía de Occidente en las relaciones internacionales, sino que también fue capaz de anular la presuntuosa predicción de Fukuyama sobre el Fin de la historia.
Fuente: Sputnik