Colombia: el paro contra los señores de la guerra

Por Raúl Vallejo (Premio de la Real Academia Española, 2018).

En su cuenta de twitter, la ONG Temblores contabilizó, desde el 28 de abril que comenzó el paro nacional en Colombia hasta el 8 de mayo, 1.876 casos de violencia policial, que incluyen 963 detenciones arbitrarias, 28 personas agredidas en sus ojos, 12 víctimas de violencia sexual, 47 de violencia homicida (39 de ellas de violencia policial), y 548 personas desaparecidas.

El detonante del paro fue el envío al Congreso de la reforma tributaria por parte del presidente Iván Duque y su ex ministro de Economía, Alberto Carrasquilla, a quien Duque ha postulado para presidir la Corporación Andina de Fomento (CAF). En síntesis, el proyecto de Ley —ya retirado por la presión popular—, según el portal BBC News, gravaba a la clase media con impuestos a los ingresos desde US$663, en un país cuyo salario básico es US$234; la reforma proponía gravar con IVA, que en Colombia es del 19%, a los servicios públicos (luz, agua y gas) así como a servicios funerarios, artefactos electrónicos y otros.

No obstante, para entender la indignación de quienes se manifiestan en el paro no basta conocer la reforma tributaria: Colombia es un país socialmente injusto, cuya élite gobernante ha boicoteado el proceso de paz y permite la impunidad de los crímenes cometidos contra centenares de líderes sociales.

El problema es estructural en un país inequitativo: según reporte del Banco Mundial, a 2019, el índice de Gini en Colombia es 51,3. El informe de Oxfam Radiografía de la desigualdad (2017) concluye que el 1 % de los predios agrícolas acumulan el 81 % de las tierras colombianas. El 0,1 % de los predios de más de 2.000 hectáreas ocupan el 60 % de la tierra; y el 42,7 % de los propietarios de estas fincas desconoce la forma de propiedad de sus propios predios.

De ahí que, el primer punto abordado en el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, entre el gobierno del presidente Santos y las FARC, fue el de la tierra: «Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral». En este punto se habla de la transformación estructural con equidad, igualdad y democracia. Tres palabras poderosas dada la concentración de la tierra y la historia de despojo que, según el portal Noticias ONU, ha llevado a ocho millones de personas al desplazamiento interno.

El partido gobernante boicoteó el proceso de paz desde su comienzo. El expresidente Álvaro Uribe fue el principal opositor al referéndum de ratificación de los acuerdos, en el que el «No» triunfó con una campaña basada en fake news. La campaña del «No» dijo que el Acuerdo llevaría a Colombia al castrochavismo y destruiría la institución familiar al promover la “ideología de género”, concepto que no se encuentra en el Acuerdo. Además, también mintió al decir que el gobierno de Santos ofrecía un salario mensual de 1.600.000 pesos a los guerrilleros desmovilizados (550 dólares) y que los pensionados iban a pagar impuestos para financiar los costos de la paz.

Finalmente, el uso desmedido de la fuerza por parte de la policía y los pedidos de Uribe para militarizar el país y el apoyo a policía y militares para disparar contra quienes se manifiestan en las marchas, se explica por la histórica violencia de las clases dominantes de Colombia. La criminalización de la protesta social ha sido permanente en la política de seguridad democrática de Uribe. Un informe de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, de febrero de 2021, determinó que «las fuerzas militares de Colombia abatieron al menos a 6.402 civiles entre 2002 y 2008 (período en el que gobernó Álvaro Uribe) y los presentaron como “bajas en combate”»: estos crímenes sistemáticos, en los que presuntamente participaron unos 1.500 militares, es lo que se conoce como «falsos positivos» y fue calificado por la JEP como un «fenómeno macrocriminal».

Al «fenómeno macrocriminal» de 6.402 falsos positivos, habría que sumar dos políticas de exterminio selectivo. En el pasado reciente, el asesinato sistemático de los militantes de la Unión Patriótica, UP. Entre 1984 y 2002, la UP sufrió el asesinato o la desaparición de al menos 4.153 militantes. En apenas 4 años, sus dos candidatos presidenciales fueron asesinados [Jaime Pardo Leal, en 1987, y Bernardo Jaramillo, en 1990], 6 de sus 16 congresistas, 17 diputados departamentales y 163 concejales. A esto habría que añadir, que después del asesinato de Jaramillo, la UP sufrió el asesinato de su dirigente Manuel Cepeda Vargas, en 1994.

En el presente, el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, integrado por la JEP, la Comisión de la Verdad, y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, informó que, luego de la firma de Acuerdo Final de Paz, desde el 1 de diciembre de 2016 hasta el 28 de febrero de 2021, han sido asesinados 904 líderes sociales; asimismo, se registra 276 homicidios de ex combatientes de las FARC-EP.

La narrativa gubernamental que habla de la violencia como si ésta fuese generada por agentes externos, el castrochavismo, o la revolución molecular disipada, como ha calificado a las protestas el expresidente Uribe, pretende justificar una represión policial criminal. Bajo ese liderazgo, la violencia paramilitar florece: en Cali, la Minga Indígena fue atacada por gente armada, bajo la mirada contemplativa de la policía y, de ese ataque, el Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC, reportó diez indígenas heridos de bala.

La noche del 5 de mayo, Lucas Villa Vázquez, de 37 años, estudiante de deporte, instructor de yoga y terapeuta, recibió ocho disparos efectuados por civiles no identificados que se dieron a la fuga, en acción similar a las ejecuciones sufridas por los líderes sociales. El 10 de mayo, los médicos del Hospital Universitario San José de Pereira declararon la muerte cerebral de Lucas Villa, un símbolo de la resistencia popular contra la violencia de los señores de la guerra. Horas antes del atentado criminal, él había gritado: «Nos están matando en Colombia».

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