Colombia: Genocidio continuado en la dictadura de la muerte

Yldefonso Finol

Si algo ha tenido continuidad en la farsa democrática que la oligarquía de Colombia ha mantenido con la complicidad y tutela de los Estados Unidos y los organismos multilaterales apadrinados por éste, es la cultura del sicariato como forma de ascenso al poder político.

No es extraño entonces que el sicario de Pablo Escobar, a quien se atribuyen miles de víctimas, se pasee impune como «influencer», y que un personaje sombrío que a su paso va regando odio como estiércol moral, sea el político más influyente de ese país.

En la historia de este fenómeno espeluznante, debemos remontarnos al proceso de disolución de la Colombia original, categorizando los intereses predominantes en la elite que asumió el poder tras haberse frustrado el proyecto bolivariano. Se impuso, sobre las ruinas del mayor sueño emancipador de Nuestra América, una visión espiritualmente corrompida de la política: el santanderismo.

Comencemos por definir qué es el santanderismo. Se trata de la subdoctrina o apéndice de la Doctrina Monroe, que convierte a Colombia, en lo internacional, en un agente servil de los intereses de Estados Unidos, y en lo interno, un régimen oligárquico sostenido por el terrorismo de Estado por vía formal a través del aparato represivo oficial, o por mano de facto a través del entramado criminal del paramilitarismo.

En todo caso, una combinación de ambas ha sido en la práctica lo que se aplicó de manera sistemática contra las expresiones populares disidentes del sistema dominante.

Recordemos –con Liévano Aguirre y Pividal- que Santander, al aparecer aquel mensaje prepotente del naciente imperialismo en diciembre de 1823, se apresuró a celebrarlo expresando su adhesión con calificativos risibles como que constituía un «consuelo» para la humanidad, y que Colombia ganaba mucho acercándose a un socio tan poderoso. ¡Vaya engreimiento creerse en posibilidades de «asociarse» con quien sólo acepta siervos!

Los servicios del santanderismo a los intereses geopolíticos del imperialismo yanqui no cesaron desde entonces: sabotearon el Congreso Anfictiónico de Panamá con subterfugios ejecutados directamente por Santander; pusieron toda clase de obstáculos a la Campaña Libertadora del Sur; desataron una feroz propaganda de calumnias contra Bolívar; incitaron la guerra expansionista que la oligarquía peruana aventuró contra Guayaquil y la naciente Bolivia; se complotaron para asesinar al Libertador.

Mataron de forma cobarde al Mariscal de Ayacucho; y tras la muerte del Padre de la Patria, persiguieron implacablemente a sus seguidores, y revirtieron todas las conquistas igualitarias y democráticas que se habían alcanzado por iniciativa de Simón Bolívar.

Todo esto fue posible por la combinación de los traidores internos con la red de espionaje creada por Estados Unidos para destruir el proyecto bolivariano, la cual desplegó diplomáticos, empresarios en rol de agentes encubiertos y corsarios, que reportaban diariamente al Secretario de Estado y al mismísimo presidente de aquel país.

De la mano de estos enemigos regresó Santander de la expatriación con la que fue beneficiado por la magnanimidad del Libertador, que le conmutó la pena capital por su participación protagónica en el magnicidio frustrado del 25 de septiembre de 1828.

En el resultado de esa trama, Santander presidió la Nueva Granada, y con él se encumbraron los más acérrimos antibolivarianos, aquellos que como José Hilario López y José María Obando, megalómanos patológicos, usaron la política para satisfacer ambiciones degradantes. Fueron éstos los que se prestaron a hundir a Colombia en la guerra civil cuando era menester la unidad para resolver las agresiones desde Perú.

Tal fue el enredo diseñado y coordinado por los agentes gringos, entre los que ya se contaba el traidor mayor.

De esa calaña eran los tipos requeridos por el imperialismo para hacer de los restos de la Colombia original, un archipiélago de parcelas en su «patio trasero».

El asesinato fue desde entonces una herramienta cotidiana de la oligarquía en la política de la actual Colombia. El país ha sido gobernado por los herederos de Santander y Obando, aquel realista converso que vino a encaramarse en la bonanza republicana en 1822, cuando los patriotas habían coronado con las victorias de Boyacá y Carabobo la independencia; ese arribista descarado se infiltró apoyado por Santander y con él y los espías gringos perpetraron –usando a matones de vereda- la vil emboscada que truncó la vida de uno de los más virtuosos y valientes líderes de la América liberada: Antonio José de Sucre.

Así se instauró la dictadura de la muerte, con disfraz institucional, tal como ronda el espíritu del mal llamado «hombre de las leyes» que se placía contemplando ejecuciones por él fraguadas contra quien le provocase.

La lista de asesinados por esa peste oligárquica es interminable: el siglo XX lo inauguraron con los hachazos que ensangrentaron la Plaza de Bolívar en la persona del general Rafael Uribe Uribe, y los cientos de obreros masacrados en las bananeras del Magdalena caribeño para complacer a la United Fruit Company.

Le siguió Jorge Eliecer Gaitán, con creces el líder popular más querido de la historia colombiana, y junto a él los miles de muertos del Bogotazo que se extendió por toda la geografía neogranadina en sentida protesta que el régimen reprimió cruelmente en el periodo conocido como La Violencia (que aún campea).

Después fue Guadalupe Salcedo. Los desmovilizados del M-19. La matanza brutal de cinco mil militantes de la Unión Patriótica. Los asesinatos selectivos de potenciales candidatos presidenciales como Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossas, Luís Carlos Galán, entre otras figuras no sumisas o no convenientes al establishment, donde el nefasto negocio del narcotráfico es determinante.

¿A quién le extrañan entonces las cifras dantescas de asesinatos contra humildes contradictores del régimen opresor instaurado por los santanderistas de hoy?

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