Luego de un año y dos meses de estimular actos de desconocimiento e intentos ilegítimos por asaltar el poder político, sectores de la oposición venezolana apostaron por una agenda de corte violento e insurreccional con el propósito de acelerar la salida del presidente de la República, Nicolás Maduro.
Valiéndose de parte de la estrategia utilizada en el plan denominado «La Salida», orquestado por Leopoldo López, María Corina Machado y Henrique Capriles Radonski en 2014, esta nueva escalada de violencia encontró justificación en la supuesta «ruptura del orden constitucional», denunciada por la entonces Fiscal de la República y, ahora, prófuga de la justicia venezolana, Luisa Ortega Díaz, a raíz de las sentencias 155 y 156, de fecha 28 de marzo de 2017, emitidas por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ante la situación de la Asamblea Nacional (AN), producto de su desacatado del ordenamiento jurídico vigente.
Las sentencias en cuestión definían los límites de la inmunidad parlamentaria a causa de su situación de desacato, el ejercicio directo por la Sala Constitucional de 24 competencias legislativas y la concesión de facultades al Presidente de la República para ejercer medidas internacionales que salvaguarden el orden constitucional del país.
El fallo, cuyo propósito era preservar el Estado de Derecho frente a factores que pretendían desconocer el ordenamiento jurídico y violar la soberanía nacional, generó una controversia que se resolvió a través de un Consejo de Seguridad de la Nación, convocado por el Jefe de Estado, y la publicación de fallos aclaratorios sobre el contenido de las sentencias 155 y 156.
La situación, sumada a una férrea campaña mediática centrada en la construcción de falsos positivos y la difusión de matrices negativas contra el Gobierno Bolivariano, pretendieron justificar una serie de acciones, internas y externas, con la intención de crear un clima de ingobernabilidad y propiciar una intervención política.
En este escenario, la espiral de violencia comenzó a gestarse con la primera convocatoria de calle realizada el 30 de marzo por el entonces presidente del Parlamento, Julio Borges, quien catalogó como «autogolpe de Estado» las resoluciones del TSJ y llamó al desconocimiento del máximo órgano judicial.
La tesis de «autogolpe de Estado» contó con el respaldo de un viejo aliado de la derecha: el sector más reaccionario de la Organización de Estados Americanos (OEA). El exministro de Relaciones Exteriores de Uruguay desde su llegada al organismo, en 2015, promovió una campaña de agresión, acoso y hostilidad contra el Gobierno Bolivariano que, en 2016, se tradujo en la solicitud de aplicación de la Carta Democrática Interamericana del organismo regional sin que se cumplieran las condiciones contempladas en dicho documento.
Tales acciones, acompañadas de una fuerte presión internacional en exigencia de la celebración de elecciones presidenciales adelantadas, pretendieron justificar la activación de una agenda violenta auspiciada por la oposición. En esta ocasión, se apostó por la desestabilización, la guerra psicológica y la ejecución de crímenes de lesa humanidad.
El objetivo era «darle energía a la calle», como dijo el propio Borges, a través de una agenda que se tradujo en destrucción de la infraestructura pública y privada, el ataque a los cuerpos de seguridad del Estado, el financiamiento de grupos de choque y, finalmente, la generación de una matriz negativa que reflejara la supuesta «matanza» de jóvenes y «represión» de manifestantes pacíficos para justificar una intervención extranjera.
El escenario de violencia que, de acuerdo con el Presidente Maduro, respondió a una «orden dictada por el Departamento de Estado» de los Estados Unidos, se acrecentó a partir del 1° de abril de 2017 y continuó los tres meses subsiguientes, dejando a su paso un saldo de 121 fallecidos y cuantiosas pérdidas materiales.