Manuel Humberto Restrepo Domínguez
*La Corte Penal internacional (CPI) podrá intervenir y es urgente que lo haga, investigando y juzgando por los delitos de lesa humanidad que lesionan la dignidad humana. No hace falta saber quién dio la orden, el gobierno responde.
La frustración causada por el gobierno y el partido del NO a la paz está impactando a no menos de tres generaciones que descargaron sus energías, deseos y esperanzas en que los acuerdos de paz llevarían a combatir la desigualdad, avanzar en la sociedad de derechos y garantizar la inclusión de millones de colombianos marginados y excluidos.
Sin embargo, en las calles hay rabia contra las elites, el gobierno y las instituciones. La democracia está al borde del abismo, el pueblo permanece levantado en una rebelión civil, desarmada, pacífica y festiva, que el poder incrustado en el estado desvirtúa, no atiende, se aferra a su arrogancia con la certeza de que nada pondrá en riesgo su estabilidad.
El estado emerge como un trueno, ataca con fuerza brutal. En su día 18 contabiliza la mutilación de 20 ojos de jóvenes con certeros disparos oficiales que no son casualidad, hay sistematicidad, simetría. 40 jóvenes asesinados con sevicia y odio en similares circunstancias que denotan sistematicidad.
Abusos y violencia sexual en centros de detención a más de 20 jóvenes, no es casualidad, es sistematicidad. Acciones de terror en barrios residenciales y tratamiento de enemigos a sus indefensos habitantes. Tortura, detenciones arbitrarias, desapariciones y distorsión de la realidad.
No es casualidad, es sistematicidad. Hay una política, una doctrina, que se niega a aceptar que la inclusión social es la mejor condición para combatir la inseguridad y el delito, pero además descarta que invertir en educación es la mejor política de seguridad y de reducción de la violencia.
La apuesta del gobierno va en contravía del mismo sentido común, su apuesta por la seguridad, en términos de guerra, y no de bienestar y derechos, resulta violenta, ofensiva. «Su seguridad» es para defender la riqueza de los más ricos (3 por ciento de población) y justificar los modos del despojo de la riqueza común.
En esa doctrina no importan los jóvenes, tampoco los niños. En 2018 fueron asesinados 545 jóvenes entre 15 y 17 años y 883 menores de 10 años entre 2018 y 2019 (Informe Forensis de Medicina Legal). Es que ser joven parece ser delito en Colombia por carencias de políticas públicas, bienes materiales y oportunidades, y por falta de respeto por los derechos y garantías, lo que ha impactado sus vidas y extendido un sentimiento de desolación, de impotencia.
Ser joven se convirtió en el mayor riesgo para vivir con dignidad. El estado hace caso omiso de los jóvenes, actúa con indiferencia ante ellos, aún más si son indígenas, afro, campesinos o en general victimas empobrecidas por el capital que los cuenta para explotarlos o convertirlos en chivos expiatorios que oculten a los verdaderos ideólogos responsables de la tragedia.
El acceso a la universalidad de los derechos, la integralidad de oportunidades en salud, educación y trabajo es ajena y acechan el hambre y la pobreza, como consecuencias que afectan progresivamente mentes y cuerpos de la nación entera.
Las restricciones, confinamientos y medidas autoritarias y confusas mal gestionadas en pandemia, condenaron a la inmovilidad y el desencuentro, ampliaron la desesperanza, contribuyeron a juntar demandas insatisfechas, deseos contenidos y frustraciones sin respuestas del estado, que no escuchó, se negó a oír los reclamos contra el abandono, la indiferencia y los continuos engaños a pactos, acuerdos y compromisos suscritos.
La sumatoria de demandas llegó a las calles y se convirtió en protestas, intermitentes y contundentes. El estado demostró que es incapaz de responder en democracia al ejercicio democrático del derecho legítimo a la protesta y a cumplir su obligación de dar respuestas a la sociedad, cada vez que esta lo reclame.
Se aferró a «su» doctrina del enemigo interno y a desvirtuar las demandas por derechos, que le corresponde a cualquier estado restituir. Su respuesta fue violencia, fuerza bruta en las calles y estratagema política de guerra en los escritorios. Asesinatos, agresiones, ataques indiscriminados contra poblaciones inermes tratadas como combatientes de un ejército enemigo afectó niños, mujeres, grupos de especial protección. Violencia sexual, torturas, a cargo del estado, son acciones de terrorismo de estado, injustificable así sea con correlatos creíbles de otras violencias.
La sociedad debe ser protegida por el estado, nunca asesinada, torturada, abusada, desaparecida. El gobierno traspaso la delgada línea entre defensa y agresión. Los actos cometidos definen crímenes de estado por cuya sistematicidad e intencionalidad tipifican delitos internacionales con un patrón de conducta común.
La Corte Penal internacional podrá intervenir y es urgente que lo haga, investigando y juzgando por los delitos de lesa humanidad que lesionan la dignidad humana. No hace falta saber quién dio la orden, el gobierno responde. El mismo gobierno Duque le entregó a la CPI los argumentos sobre estos como delitos de lesa humanidad, en una acusación presentada en 2018 por similares actuaciones contra otro presidente de la región.
Las denuncias tienen el soporte de la recopilación documentada de los asesinatos en el nivel de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, violaciones sexuales y torturas, todos «sistemáticamente cometidos por agentes del estado».
Adicionalmente cuentan con mucho impacto los términos de condena, llamados al cese de la violencia estatal y al respeto por los derechos humanos de múltiples y legítimos organismos y voces como la ONU, Human Rigths Watch, Unión Europea, decenas de Gobiernos como Gran Bretaña y Argentina, prestigiosos académicos, Premios Nobel, Amnistía Internacional, la mitad de congresistas americanos, Comisión Interamericana de derechos humanos, artistas, personalidades democráticas y hasta la OEA.
Los hechos trágicos contra los jóvenes que eran evitables aumentan y acentúan la desconfianza mutua entre el estado y la ciudadanía. Las Instituciones y sus gobernantes no tienen credibilidad y tratan de suplantar su legitimidad perdida acudiendo a una legalidad también cuestionada por falta de independencia, separada de la justicia y acusada de parcialidad e inoperancia.
El gobierno aumenta esfuerzos por cooptar, comprar o imponer una matriz mediática común de información manipulada con publicidad y medios de comunicación, para distraer, generar temor y desviar la atención de la realidad. Su último error es pretender convertir a las víctimas en responsables de su propia tragedia.
Lo que ocurre es grave, muy grave y requiere observación e intervención internacional inmediata, una para ser garante de posibles diálogos y apuestas de transición, otra para iniciar juicios justos e imparciales prontos contra los responsables políticos y materiales de los crímenes de estado.