De aquel reportaje al pie de la horca

 

* Las páginas cuentan el desgarrador relato en primera persona de Fucik, un hombre que, condenado a morir por defender sus ideales, aprovechó cada oportunidad que tuvo para plasmar en el papel la cotidianidad del infierno instaurado en la cárcel nazi de Pankrác

Susana Besteiro Fornet | [email protected]

A veces, cuando el cansancio hace que la visión se me vuelva borrosa y tengo que alejar la vista de la pantalla, me pregunto cuándo dejaré de escribir. Quizá suceda cuando, por la edad, me tiemblen las manos y me cueste usar el teclado y tomar notas; quizá cuando ya ningún lente ayude a mis ojos a ver más allá de mi nariz, o cuando la mente comience a confundir nuevos y viejos escenarios, y ya no pueda hilvanar las ideas. No sé cuándo será, pero el día que deje de escribir será el día que muera mi alma.

La naturaleza del periodista es así. No le basta con ver la belleza de la vida, necesita describirla. No le es suficiente con ver los horrores de la muerte, necesita consolarlos. No sabemos ser seres pasivos, simples espectadores; preguntar, investigar y llevarlo al papel (o la pantalla o el micrófono) es una necesidad física como lo es respirar. Las letras son nuestro oxígeno.

Prueba de ello es una de las obras más fascinantes que nos legó el periodismo del siglo XX: Reportaje al pie de la horca, del checo Julius Fucik. Las páginas cuentan el desgarrador relato en primera persona de Fucik, un hombre que, condenado a morir por defender sus ideales, aprovechó cada oportunidad que tuvo para plasmar en el papel la cotidianidad del infierno instaurado en la cárcel nazi de Pankrác.

Nacido el 23 de febrero de 1903, Julius Fucik fue un periodista y escritor checoslovaco, miembro del Partido Comunista de ese país. Durante la ocupación alemana en su patria, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, llegó a ser miembro del Comité Central del Partido y, desde la clandestinidad, se encargaba de las publicaciones prosoviéticas.

La mala suerte o el destino hicieron que fuese capturado por la Gestapo en abril de 1942, durante una operación de la que él no era el objetivo. Fue trasladado a Berlín, donde, después de meses de torturas, interrogatorios y estar varias veces al borde de la muerte, fue ejecutado el 8 de septiembre de 1943. Justo homenaje a su nombre es conmemorar en esta fecha el Día Internacional del Periodista.

Si fuese cualquiera de nosotros quien estuviera en la celda 267, dudo mucho que, después de semanas tras los barrotes, nos quedasen fuerzas para cantar. «Si canté toda mi vida, no sé por qué habría de dejar de cantar ahora, precisamente al final, cuando la vida es más intensa», escribió Fucik. Tampoco me creo capaz de describir las terribles escenas y declarar: «Esto se escribe más rápido de lo que se vive». La admiración por el hombre y su obra queda completamente justificada al saber que, tras meses de encierro, aquel prisionero fascinado con el mundo escribió: «Hemos vivido para la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por ella morimos».

El relato fiel de una de las épocas más tristes de la humanidad, contada desde los ojos de uno de sus protagonistas, es una lectura obligatoria para todo profesional de la prensa. También lo es para aquellos amantes de la historia o los que disfrutan de leer en blanco y negro lo más honesto del alma humana, nunca tan amante de la vida como cuando se acerca la muerte.

Como invitación a su lectura, dejaré la última línea, capaz de erizar la piel: «También mi juego se aproxima a su fin. No puedo describirlo. No lo conozco. Ya no es un juego. Es la vida. Y en la vida no hay espectadores. El telón se levanta. Hombres: os he amado. ¡Estad alertas!».

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